El libro prohibido

Sebastián Silva

Fragmento

1
EL FINAL

¿Cómo empezar esta historia? ¿Cómo atreverse a contar las cosas sucias del amor, y las sucias que se vuelven dulces? Yo empezaré preguntándote:

¿crees que el amor dura para siempre? ¿O dura lo mismo que lo que el miembro caliente de un hombre puede aguantar antes de desinflarse como gorda recién liposuccionada? No sé siquiera si esa palabra exista, liposuccionada, amor liposuccionado le llamaré.

Escribo esto con coraje. Me hierve la sangre solo de pensar en cada una de las oportunidades en las que pude tener una verga (perdón las malas palabras, pero estoy bien borracha…) y las perdí. Desechadas. A la basura. Se fueron. Ciao. Goodbye, my beautiful penis.

—¡Dame otro trago! —le lancé un grito al hombre que estaba tras la barra de ese decrépito bar—. ¿Qué me miras?

—No creo prudente que sigas tomando. —Podía ver en su cara el asco que le provocaba el maquillaje chorreado de mis pestañas, y tal vez hasta mi aliento—. A simple vista sé que no eres alguien que vendría a un bar como este —dijo el pálido joven tratando de sobrepasar los gritos de la música rockera del lugar.

—Otro trago, ¡dije! —Lo miré con determinación, él se movió de inmediato, como si mi mirada hiciera que su cuerpo trabajara en mi trago; al parecer había adquirido un nuevo poder.

Agarré mi lápiz y regresé de nuevo a mi libreta. Era ahí donde escribía todos los borradores de artículos para la revista DOLCE, pero en este caso era mi desahogo.

En fin… sigamos: P E N E S, en eso iba. Tal vez es lo único que les importa a las chicas de hoy en día. Había estado cien por ciento en desacuerdo con la importancia que les dan, pero al parecer haber creado una resistencia a ellos (Los Penes, así con mayúsculas) solo me había provocado un desperdicio de orgasmos y placeres.

¿Quieren saber por qué? ¡Sí que lo quieren saber!

Por ser una patética que tomó la decisión de…

—Aquí está, otro trago… —El pálido joven puso la bebida bruscamente al lado de mi libreta haciendo que se derramara un poco sobre ella.

—¿Qué te pasa? —grité—. ¿No son capaces los hombres de tener un mínimo cuidado hacia los sentimientos femeninos? —Hice un berrinche mientras trataba de limpiar mi libreta manchada, la abracé y me aferré a ella llorando, ya no me importaba llamar la atención de todos los rockeros que bailaban golpeándose en el bar.

—Creo que este no es precisamente el lugar para andar escribiendo tus emociones… Eh… —me señaló con el dedo y frunció la nariz.

Reconozco esa pausa, ahí va mi nombre.

—Luna… —dije entre llanto.

—Uy, qué feo nombre —respondió entre risas.

—Feo es el lunar que tienes en la cara, maldito asqueroso —Señalé con un manotazo ese lunar… sexy… pero no era momento de admirar lunares sexys masculinos, debía humillarlo para que pagara por burlarse de mi nombre.

—Ok, lo acepto, es feo. ¿Y qué crees? Lunar inicia con luna, un nombre feo para un lunar feo—. No sé si seguía llorando o riéndome. Tal vez las dos, mi nivel de borrachera ya me impedía identificarlo.

—Ok, llámame… Natasha.

Me acabo de morder los labios, qué horror, soy una perra, pero no puedo evitarlo, ese nombre es muy sexy; lo adopté de una película que vi cuando tenía seis años y, desde ese entonces, cuando un chico llegaba a coquetearme y yo solo me lo quería sacar de encima le decía “un gusto, Natasha” y luego me iba corriendo. Ya se imaginarán lo patética que me veía haciendo eso con seis años.

—¿Natasha? Nombre de puta —dijo el pálido mesero.

—No sabía cómo responder a tal comentario… porque tenía razón, era mi puta interior exteriorizada cuando usaba ese nombre. Lógicamente, solo era una fachada, ya que soy más santa que la Madre Teresa de Calcuta…

—No metas a una santidad en esto…

—¿Qué? ¿Acabo de decir todo eso o lo pensé? —pregunté, mientras veía su cara de confusión.

—Lamento informarte que lo dijiste, Madre Teresa de Calcuta…

Se quedó mirándome fijamente a los ojos. Se acercó len-ta-men-te, giró su cabeza, miró mi ojo derecho, luego mi ojo izquierdo, yo estaba perdida en su mirada, y él ahí, en frente mío, como si fuera a besarme.

—¡Wow, chica! Sí estás bien borracha…

Lógicamente no iba a besarme… Y TAMPOCO QUERÍA QUE LO HICIERA, no entiendo por qué estoy pensando en estas cosas.

—Creo que ya es hora de irme.

Definitivamente era hora, guardé torpemente mi libreta de reportajes en el bolso y saqué mi billetera.

—No te preocupes… Yo invito esta borrachera. —Sonrió haciendo levantar ese hermoso lunar en su mejilla.

Suspiré.

—¿Qué te crees? ¡Pendejo! No eres un galán de película, no necesito que me inviten a mis borracheras, ¡y tampoco estoy borracha! ¡Aquí tienes, quédate con el cambio…! —grité.

—No necesito tu cambio… Aquí tienes. —Puso el dinero sobre la mesa al lado del celular que empezó a vibrar—. ¿No piensas responder?

—Ya, aléjate, deja de meterte en mi aura, en mi vida, en mi depresión… —Esto último lo dije volviendo a llorar y fue patético, lo acepto.

—Ya perdiste la llamada… —indicó.

Un letrero de “llamada perdida” apareció en la pantalla, yo levanté los hombros, rebelde, con mucho esfuerzo; la motricidad no era mi fuerte en ese momento.

La pantalla del celular se volvió a iluminar con un número desconocido. Rechacé la llamada y empecé a guardar con esfuerzo el dinero del cambio en mi billetera.

Me levanté de la silla, logré estabilizarme y comencé a danzar, tambaleándome hacia la salida.

—¡LUNA! —me gritaron desde atrás.

Giré y descubrí que mi hermoso caballero del lunar sexy pronunciaba mi nombre y tenía mi celular vibrando de nuevo en su mano. Regresé y le rapé el teléfono.

—Gracias —dije.

—No es nada —respondió.

Volví a rechazar la llamada y salí del bar. Traté de ubicar hacia dónde debía ir, no conocía muy bien la zona, era un lugar popular con bares frecuentados por estudiantes universitarios, muy poco fancy y nada agradables, algo a lo que no estaba acostumbrada. Pero en este momento nada importaba, mi depresión y tristeza me agobiaban, solo tenía ganas de tirarme al suelo y llorar por el resto de mi vida. También tenía esperanzas de que el frío de esa noche se apiadara de mí congelándome las neuronas para no pensar más, que el dolor se fuera, y de paso, me congelara también las grietas del corazón, y así evitar que se terminara de romper. No pude contener más el llanto.

—Maldito celular, estás interrumpiendo la poesía de mi cabeza —refunfuñé mientras veía de nuevo el número desconocido sobre la pantalla—. Hola —respondí.

—Natasha… Hola, qué gusto saludarte —contestó una voz con emoción.

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