Veneno en tu piel

Miranda Kellaway

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
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Prólogo
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Nota de la autora
Agradecimientos
veneno

Para mi madre,

la mejor maestra en el arte

de elaborar deliciosas limonadas

con los limones que nos da la vida.

Sabes que te quiero

veneno-1

La venganza es el manjar más sabroso condimentado en el infierno.

SIR WALTER SCOTT (1771-1832)

veneno-2

Prólogo

Devonshire, febrero de 1888

Una sombra negra se movía con sigilo por el follaje amparada por la oscuridad de la noche, apretando contra su pecho una cajita de cuero marrón. El mortal silencio que la envolvía parecía susurrarle palabras ininteligibles al oído, y el dueño de las pisadas que hacían crujir la hojarasca que servía de improvisado manto al suelo empedrado se volvió asustado.

No podían descubrirle. Si lo hacían, tendría que buscar otra manera de esconderlo.

Avanzó temeroso entre el ramaje, aguantando la respiración y entrecerrando los párpados para protegerse de la avalancha de minúsculas gotitas de sudor que resbalaban por su amplia frente, uniéndose cual vertiginoso riachuelo entre sus pobladas cejas. Se detuvo y apoyó su espalda en el tronco de un robusto roble centenario, recitando una oración en un susurro que se mezclaba con la brisa del viento que se había levantado en aquella noche tenebrosa. La gruesa y uniforme capa de nubes blanquecinas que vestía el cielo estrellado anunciaba que otra tormenta pronto caería implacable sobre el terreno, y era de vital importancia hacerlo antes de que eso sucediera.

Un inesperado espasmo sacudió su ya gastada anatomía, y cerró los ojos. Tenía que aguantar hasta el final. Sería fatal para sus planes cruzar el umbral de la eternidad justo en ese instante, dejando inconcluso el asunto por el que había armado aquel teatro. Así que, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se preparó para realizar su última acción bondadosa en la Tierra, desesperado por ahogar la endemoniada voz de su conciencia, que durante madrugadas completas le robó el sueño y la paz interior.

Cuando hubo terminado su cometido, suspiró aliviado y regresó al caserón principal. Se refugió en una pequeña sala donde las llamas de la chimenea hacían crujir los trozos de leña depositados en su superficie e iluminaban la estancia con una luz tenue y anaranjada. Se quitó los polvorientos guantes y los echó en la ardiente hoguera. El tesoro que había reservado para ella se hallaba a salvo, sepultado bajo capas de humus, barro y demás elementos geológicos.

—¿Señor? —la voz de una doncella le sobresaltó—. ¿Necesita alguna cosa?

El viejo negó con la cabeza.

—No, gracias. Puedes irte a dormir, Gillian. ¿Holmes sigue despierto?

—No, señor Harleyford. Tras comprobar todas las cerraduras, se retiró a descansar. Si puedo ser de alguna utilidad...

El amo de la mansión la contempló con una mirada cansada y sus iris grises parecieron reflejar un gran agotamiento emocional. Gillian quiso preguntarle si debía llamar al médico por si acaso, pero no lo hizo. Los asuntos de los señores eran privados, y un miembro del servicio no estaba autorizado a hacer sugerencias de ninguna índole, por muy buenas que fueran sus intenciones.

—Si no es molestia, ¿podrías traerme un vaso de leche caliente, por favor? —pidió el hombre con amabilidad.

Gillian asintió con una sonrisa.

—Ahora mismo se lo traigo.

Mientras la criada se dirigía a la cocina, el caballero se sentó en su butaca favorita y aguardó. Ya estaba hecho. No había tenido otra opción, pues su único aliado en aquella casa estaba ausente y volvería al día siguiente. Y quién sabe si tendría tiempo de dárselo en mano... quizá sería demasiado tarde.

No, no se arriesgaría.

Observó el bailoteo incesante de las llamas que consumieron cinco segundos antes sus caros guantes de caballero. Eran más de las doce y todos dormían. Su médico le había recomendado guardar reposo absoluto, y se sentía agradecido de que no hubiera testigos de su deliberada desobediencia.

Se jugaba la vida. Mejor dicho, la existencia. Porque la vida le abandonó el día que ella se fue.

Se aflojó el cravat, que apretaba su cuello formando una distinguida soga de tela y le impedía respirar. Eran sus recuerdos los que lo mataban lentamente; su enfermedad simplemente la consideraba un daño colateral.

Sacó un objeto de su bolsillo y lo acarició con devoción. La pulsera que su amor olvidó al marcharse con prisas hacía más de veinte años se había vuelto su amuleto sagrado. Dentro de unas semanas, o meses a lo más tardar, se reuniría con sus antepasados y cada uno ocuparía el lugar que le correspondía.

Se puso en pie, cargando con un cansancio que aporreaba su alma exánime y desahuciada. El inconfundible sonido de la lluvia comenzó a oírse en el exterior, y el anciano anduvo hacia la ventana.

Fuera, grandes gotas de agua se estrellaban en el cristal en un melódico repiqueteo que le trajo a la memoria su composición musical predilecta: Claro de luna, de Beethoven.

En sus años jóvenes, cuando sus dedos aún eran ágiles, tocaba esa pieza en el piano mientras ella le escuchaba embelesada. Luego se acercaba y le abrazaba p

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