Cautivo de mis deseos (Saga de los Malory 8)

Johanna Lindsey

Fragmento

Capítulo 1

1

Le habían ordenado que se escondiera y que no abandonara su escondite. Eso fue también lo primero que se le ocurrió hacer a Gabrielle Brooks cuando, llevada por el ruido, subió a cubierta y descubrió el motivo de tanto alboroto. Sin embargo, no fue el capitán quien le dio la orden. El hombre tenía una fe ciega en su habilidad para dejar atrás al barco que se acercaba a ellos. Incluso se rió a carcajadas y blandió el puño contra la bandera pirata que ondeaba en el mástil del barco que intentaba abordarlos y que en aquel momento podía divisarse a simple vista. Su entusiasmo (¿o debería decir deleite?) había supuesto todo un alivio para Gabrielle. Hasta que el primero de a bordo la hizo a un lado y le ordenó que se escondiera.

A diferencia del capitán, Avery Dobs no parecía esperar con ansia el inminente enfrentamiento. Con el rostro tan blanco como las velas adicionales que la tripulación izaba a toda prisa, no se anduvo con muchos miramientos cuando la empujó hacia las escaleras.

—Utilice uno de los barriles vacíos de comida que hay en la bodega. Hay muchos. Con un poco de suerte, los piratas abrirán un par de ellos y se olvidarán del resto al ver que están vacíos. Le diré a su doncella que se esconda también. ¡Váyase! Y, oiga lo que oiga, no salga de la bodega hasta que alguien cuya voz reconozca vaya a por usted.

No había dicho «hasta que yo vaya en su busca». Su pánico resultó contagioso y su rudeza, sorprendente. Era probable que le hubiera dejado un moratón en el brazo allí donde la había agarrado. Un cambio significativo, ya que se había comportado con ella del modo más solícito desde que comenzara la travesía. Daba la impresión de estar cortejándola, aunque era improbable. Avery tenía más de treinta años y ella acababa de salir del colegio. Habían sido sus modales solícitos, su agradable tono de voz y la inusitada atención que le había prestado durante las tres semanas transcurridas desde que abandonaran Londres lo que la había llevado a pensar que le gustaba más de la cuenta.

Avery había conseguido contagiarle el pánico y Gabrielle bajó a la carrera las escaleras, en dirección a las entrañas del barco. Fue fácil encontrar los barriles de comida que había mencionado; casi todos se encontraban vacíos, puesto que estaban a punto de llegar a su destino en el Caribe. Unos cuantos días más y habrían llegado al puerto de Saint George, en Granada, el último paradero conocido de su padre, desde donde podría haber comenzado con la búsqueda.

No conocía muy bien a Nathan Brooks, si bien sólo guardaba recuerdos agradables de él; sin embargo, era lo único que le quedaba tras la muerte de su madre. Aunque nunca había dudado del cariño que le profesaba su progenitor, éste jamás había convivido con ella durante largos períodos de tiempo. Un mes o tal vez dos, e incluso un verano entero en una ocasión; pero, después, pasaban años enteros hasta la siguiente visita. Nathan era el capitán de su propio barco mercante y recorría rutas comerciales muy lucrativas en las Indias Occidentales. Les enviaba dinero y regalos extravagantes, pero en raras ocasiones los llevaba en persona.

Había intentado que su familia se trasladara a una residencia más cercana a su lugar de trabajo, pero Carla, la madre de Gabrielle, no había querido ni oír hablar del tema. Inglaterra había sido su único hogar. No le quedaba familia en el país, pero sus amistades y todo aquello que apreciaba seguían allí y, de todos modos, jamás había aprobado la ocupación de su marido. ¡El comercio! Siempre había pronunciado la palabra con repulsión. Aunque no poseía título nobiliario alguno, su árbol genealógico contaba con la suficiente sangre aristocrática como para mirar por encima del hombro a todo aquel que se dedicara al comercio, incluyendo a su propio esposo.

Era un milagro que se hubieran casado. A decir verdad, no parecían profesarse mucho afecto cuando estaban juntos. Y Gabrielle nunca, jamás, le mencionaría a su padre que sus largas ausencias habían hecho que Carla tomara un... bueno, ni siquiera era capaz de pensar la palabra, mucho menos de decirla en voz alta. Le avergonzaban demasiado sus propias conclusiones. Pero, en el transcurso de los últimos años, Albert Swift se había convertido en un visitante asiduo de la residencia familiar de dos plantas ubicada en las afueras de Brighton, y Carla se comportaba como una jovencita recién salida del colegio cada vez que el caballero estaba en la ciudad.

Cuando sus visitas cesaron y llegaron a sus oídos los rumores de que estaba cortejando a una heredera en Londres, el carácter de Carla sufrió un cambio radical. De la noche a la mañana, se transformó en una mujer amargada que odiaba al mundo en general y lloraba por un hombre que ni siquiera le pertenecía.

Nadie sabía si Albert le había hecho alguna promesa o si ella había tenido la intención de divorciarse de su esposo, pero las noticias de que el caballero dispensaba sus atenciones a otra mujer parecían haberle partido el corazón. Mostraba todos los síntomas de una mujer traicionada; y cuando cayó enferma a principios de primavera, cosa que empeoró su trastorno anímico, no hizo intento alguno por recuperarse. Las indicaciones del doctor cayeron en saco roto y dejó de comer.

El declive de su madre le rompió el corazón. Por supuesto que no aprobaba la obsesión de Carla por Albert ni su renuencia a poner más empeño en salvar su matrimonio, pero la quería mucho e hizo todo lo que se le ocurrió para animarla. Inundó su habitación con flores que cortaba por todo el vecindario, le leyó en voz alta e incluso insistió en que el ama de llaves, Margery, pasara una buena parte del día velando a la enferma, puesto que era una mujer muy habladora y solía hacer comentarios muy divertidos. Margery ya llevaba varios años con ellas. Pelirroja y de mediana edad, con ojos de un azul intenso y una infinidad de pecas, era obstinada, franca y no se dejaba acobardar por la aristocracia. También era una mujer muy cariñosa y consideraba a las Brooks como si fueran de la familia.

Gabrielle creyó que sus esfuerzos estaban dando frutos y que su madre había recuperado las ganas de vivir. Carla había vuelto a comer y ya no mencionaba a Albert. Por eso fue un golpe devastador que muriera durante la noche. Aunque jamás se lo diría a su padre, su conclusión personal era que había «languidecido de pena», ya que se estaba recuperando de la enfermedad. De todos modos, la muerte de Carla la había dejado completamente sola.

Si bien disponía de una enorme cantidad de dinero procedente del patrimonio familiar heredado por su madre, no recibiría ni un solo chelín hasta que alcanzara la mayoría de edad a los veintiún años, y para eso aún quedaba mucho. Su padre enviaba fondos con regularidad, y el dinero destinado a los gastos domésticos le duraría bastante tiempo, pero acababa de cumplir los dieciocho.

Y, además, la dejarían en manos de un tutor. El abogado de su madre, William Bates, se lo había mencionado el día de la lectura del testamento. Abrumada por el dolor, no le había prestado mucha atención, pero cuando descubrió el nombre se

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos