Secretos en la Provenza

Bridget Asher

Fragmento

 

Título original: The Provence Cure for the Brokenhearted
 Traducción: Victoria Morera
 1.ª edición: noviembre 2011

© 2010 by Bridget Asher

© Ediciones B, S. A., 2011 para el sello Vergara
 Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN EPUB:  978-84-666-5071-7

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

 

 

 

Esta novela está dedicada al lector.

Durante este momento único sólo estamos tú y yo

 

 

 

Podría decirse que el dolor es una historia de amor contada desde el final hasta el principio.

O quizá no tenga nada que ver con esto. Quizá debería ser más científica. El amor y la pérdida de ese amor existen en igual medida. ¿Ningún físico romántico ha escrito nunca una ecuación como ésta?

O quizá debería explicarlo de esta manera: imagínate una bola de cristal con nieve dentro. Imagínate una casa diminuta en su interior. Imagínate a una mujer dentro de esa casa diminuta. Está sentada en el borde de la cama, agitando una bola de cristal con nieve dentro, y en el interior de esa bola de cristal hay una casa diminuta cubierta de nieve, y en su interior hay una mujer. Y la mujer está de pie en la cocina, agitando una bola de cristal, y dentro de esa bola de cristal...

Todas las buenas historias de amor tienen otro amor escondido en su interior.

 

Primera parte

 
 

1

 

Cuando Henry murió empecé a perder cosas.

Perdía llaves, gafas de sol, talonarios... Perdí un cucharón de la cocina y lo encontré en el congelador, al lado de una bolsa de queso rallado.

Perdí una nota que había escrito a la profesora de tercero de Abbot explicándole que había perdido sus deberes.

Perdía los tapones de los tubos de pasta de dientes y de los tarros de mermelada y guardaba estos objetos abiertos, sin tapa, aireándose. Perdía cepillos de pelo y zapatos, no sólo uno, sino los dos.

Me dejaba las chaquetas en los restaurantes, el bolso colgado del asiento de los cines y las llaves de casa junto a la caja de los supermercados. Después, me quedaba unos instantes en el asiento del coche, desorientada, intentando averiguar qué era lo que no iba bien, y entonces regresaba al supermercado y la cajera, al verme, agitaba las llaves por encima de la cabeza.

Algunas personas eran lo bastante amables para telefonearme y devolverme las cosas que había perdido. En otras ocasiones, cuando algo desaparecía yo retrocedía sobre mis pasos y me perdía a mí misma. «¿Qué hago otra vez en el centro comercial?» «¿Por qué he vuelto a la caja de la charcutería?»

Perdí el rastro de mis amigas, quienes tuvieron bebés, presentaron tesis, inauguraron exposiciones de arte y celebraron cenas y barbacoas...

Pero, sobre todo, perdí el rastro de largos períodos de tiempo. Los niños que esperaban el autobús escolar en la misma parada que Abbot, sus compañeros de clase y los de la liga infantil de fútbol crecían repentinamente. Abbot también crecía, y esto era lo que me resultaba más difícil de aceptar.

También perdí el rastro de períodos de tiempo cortos, como las últimas horas de una mañana o de una tarde. A veces, levantaba la vista y, repentinamente, se había hecho de noche, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. El punto clave era que la vida seguía sin mí. Dos años después de la muerte de Henry esta idea todavía me sorprendía, pero lo cierto era que se había convertido en una costumbre; era un hecho simple e inevitable: la vida seguía adelante y yo no.

De modo que no debería haberme sorprendido que Abbot y yo llegáramos tarde al brindis que teníamos que realizar las damas de honor en la boda de mi hermana. Abbot y yo nos habíamos pasado la mañana jugando al Manzana con Manzana, interrumpidos, sólo, por las llamadas telefónicas de La Pastelería.

—Jude... Jude ve más despacio. ¿Quinientas tartas de limón?

Me levanté del sofá donde Abbot estaba comiendo su tercer helado de la mañana; uno de esos helados líquidos en tubos de plástico y de vivos colores que tienes que abrir con unas tijeras; esos que, a veces, te hacen estornudar. Incluso este detalle me resultaba doloroso: Abbot y yo nos habíamos rebajado a comer jugo helado en tubos de plástico.

—No, no, estoy segura —continué yo—. Habría anotado el pedido. Al menos... ¡Mierda! Probablemente es culpa mía. ¿Quieres que vaya?

H

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