Cuando el amor despierta (Serie Un baile en Almack’s 1)

Ruth M. Lerga

Fragmento

CuandoAmor.xhtml

Prólogo

1811, al norte de Inglaterra, entre los condados

de Durham y Yorkshire.

Una jovencita correteaba por la orilla de la playa agitando los brazos al viento, como veía hacer a las gaviotas que graznaban apenas unos metros sobre su cabeza, riendo y tratando también ella de alzar el vuelo.

—¡Llevadme con vosotras! —Les demandaba a gritos.

Si algún aldeano viera a la única hija de los vizcondes de Watterence vagar por la playa sin su aya no se habría escandalizado demasiado. Aquella niña gozaba de la libertad como pocas, y su familia le consentía cierta independencia. April era una muchachita afortunada, adorada por sus padres pero cuidada de los excesos. En aquel momento parecía una valquiria, lo que no se alejaba demasiado de la realidad, pues su madre, aun prusiana, tenía ascendencia de las tierras más al norte de Europa, en la península escandinava. Su pelo tan claro y los ojos grises ayudaban a crear la imagen de deidad guerrera, como también lo hacía que correteara en camisa y enaguas, descalza y con los largos cabellos sueltos meciéndose al compás de la brisa.

A sus once años todavía no era una mujer, pero su cuerpo tampoco era ya el de una niña, por más que ella no fuera consciente de la belleza que otros comenzaban a vislumbrar, y de la que sus padres presumían en privado con orgulloso amor.

Vio como las gaviotas se alejaban y les gritó más fuerte, alborotando únicamente por el placer que caminar por el borde del agua le producía.

—¡No huyáis sin mí, mostradme otros mundos, contadme las historias de aquellos a quienes veis al otro lado del océano!

Y dio la vuelta para seguirlas cuando estas giraron, tropezando contra el cuerpo de un hombre. Más sorprendida que asustada, alzó la vista para encontrarse unos ojos azul claro que la miraban con fascinación.

—¿Quién sois y qué hacéis aquí, señor? —Le exigió con suficiencia.

Aquel arenal era un lugar especial para ella, casi mágico, y se dijo, obstinada, que nadie entraba en él sin su permiso.

Julian rio. La voz de la señorita, autoritaria y exigente, no parecía concordar con la muchacha a la que había visto correr desde lo alto de los acantilados y que le había atraído, cual sirena a Ulises, hasta la playa.

Si April se ofendió por la falta de respuesta, también se contagió de la risa franca de aquel hombre, que parecía joven, y relajó las facciones de su dulce rostro.

—Yo soy lady April Elisabeth Martin, señor.

Y le tendió la mano para que se la besara al tiempo que hacía una pequeña reverencia con la enagua de batista blanca. De nuevo Julian sonrió. Aquella niña tenía una elegancia innata que hubiera hecho posible presentarla en la corte con ese mismo atuendo sin que perdiera un ápice de su aire distinguido. Debía contar con once, quizá doce años. Ya no era una chiquilla, pero tampoco una mujer, no una de verdad. Tomó su mano y le rozó apenas con los labios la punta de los dedos, haciendo un ligero reconocimiento a su condición asintiendo con la cabeza.

—Lady April.

Y no dijo más, pero continuó inmóvil, absorbiendo cada detalle de aquella hermosa estampa. La chica parecía feliz, libre de cualquier responsabilidad, problema o mal recuerdo, rodeada de un marco incomparable, en aquella playa, remanso de paz, con el mar del Norte de fondo, azotando a lo lejos contra los acantilados, en un día de verano. Él, en cambio, se sentía Hércules, sosteniendo el mundo, o su mundo al menos, sobre sus hombros.

—No sabéis mucho de educación ¿verdad, señor? —La pregunta fue franca, directa, sin prejuicios ni admoniciones—. Pero no importa, puedo enseñaros. Lo habitual es no hacer una amistad nueva sin que algún conocido en común la inicie, pero obviando ese detalle...

—Dado que ya lo habéis obviado vos, milady, presentándoos sin que mediara un conocido común...

—Exacto, pero nuestro tropiezo ha hecho necesaria una presentación. Y en cualquier caso, Danke cuida de que todo se haga de la manera correcta, sin que en ningún momento se olvide el decoro. —Se excusó con satisfacción. A lo lejos, un dogo alemán de color negro les miraba, tumbado plácidamente sobre la arena, lejos del agua. Debía complacerle la nueva compañía de su dueña, pues no se había inmutado con su llegada—. Pero en todo caso lo que quería haceros entender es que ahora es vuestra oportunidad de decirme vuestro nombre.

Se presionó el lóbulo de la oreja derecha, como solía hacer siempre que pensaba, sin poder evitar sonreír a la mujercita que tenía delante. ¿Quién era él? ¿Acaso importaba? No a una muchacha inocente que ni sabía, ni debía conocer jamás, la vida que había llevado, y la que le esperaba a partir de aquel día.

—Apenas soy un simple hombre camino de mi regimiento, milady.

—No os creo, señor.

Atónito, volvió a proferir una ligera carcajada, que le sorprendió por parecerle ajena a sí mismo. Pequeña descarada, que le había hecho sonreír más en apenas quince minutos que en el último año de su vida. Desde que la viera dejar en una roca sus ropas, que se quitara con impaciencia junto con las horquillas de su claro cabello, y correteara de aquí para allá, hablando a las aves marinas, una mueca divertida había estado bailando en sus bien cincelados labios. Había seguido su instinto al detener su caballo y bajar hasta la playa, y no se arrepentía. Atesoraría la imagen de la felicidad y la inocencia durante los horrores de la guerra en la península.

—¿Podría preguntaros, milady, qué os hace pensar que estoy faltando a la verdad con mis palabras?

La trataba como a una dama, a pesar de que todavía faltaban algunos años antes de que pisara Almack’s. Causaría más de un trastorno en los salones de Londres cuando debutara, sin duda. Eso si sus padres no trataban de aplastar su espíritu en aras del decoro.

—Por tres razones. La primera es que no portáis uniforme, señor.

¿Tres razones en apenas un instante? No pudo dejar de admirar su perspicacia. Se explicó.

—Ingreso mañana en mi regimiento. Allí confío en ser provisto de uno que, espero, esté a la altura de vuestras expectativas, aunque no puedan gozar de él vuestros enormes ojos grises.

La muchacha le miró, extrañada. Era poco más que una niña, se recordó Julian. Esta se encogió de hombros sin comprender.

—En segundo lugar, los caminos de la costa no conducen a ningún campamento militar. Todos ellos se hallan en el interior. ¿Qué hacéis, pues, bordeando los acantilados?

—Mi regimiento se halla en Leicester. —Se reafirmó en la agudeza de la joven y le concedió el mérito, divertido—. Pero no podéis negar a un hombre que se dirige al campo de batalla una última visión de la belleza del mar del Norte, milady, antes de que la guerra anegue sus recuerdos.

Ella pareció valorar sus motivos y juzgarlos según su propio criterio, tratando de decidir si le mentía, si era o no un soldado. Curioso, le preguntó por el tercer motivo. Vio cómo se afrentaba y callab

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos