Alma Vikinga

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Contenido

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Epílogo

Glosario

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Esta novela la escribí en el año 1990 y estaba a máquina.

Ha llovido desde entonces.

Volver a escribirla suponía un esfuerzo arduo y un tiempo del que carecía.

Esta aventura, pues, no habría visto la luz sin la inestimable ayuda de una persona muy especial: un caballero andante, como los de antes, que ha tenido la paciencia de pasarla al ordenador y enviármela.

¡¡¡Y luego dicen que no existen los príncipes azules!!!

Gracias, Santi, porque eres único, un príncipe aunque no lleves brillante armadura.

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¡Protégenos, Señor, de la furia
de los hombres del norte.
Devastan nuestro país,
matan a las mujeres,
a los niños, a los ancianos!

Los vikingos, reyes de los mares,
YVES COHAT

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1

«Vienen del norte, hostil y frío.

Saquean los monasterios,

aniquilan los pueblos

y profanan las iglesias...»

La proa del barco, en forma de cuello de cisne, se alzaba casi cinco metros por encima del agua. Coronada por la feroz cabeza de un dragón parecía dispuesta a enfrentarse de igual manera a los vientos o a las embravecidas olas, y fulguraban los aparejos bajo el sol de mediodía.

Ishkar no pudo disimular una sonrisa satisfecha observando la nave. Con la viveza de un delfín, sus más de veinticinco metros de eslora surcaban el mar acercándolos a su destino. Un destino que tenía una misión muy concreta: negociar o invadir; todo dependía de los ingleses y a favor de quién estuvieran. En febrero de 1014 Knut den Store, más conocido por los ingleses como Canuto el Grande, tras la triunfante invasión a Inglaterra un año antes y el fallecimiento de su padre, había sido proclamado rey por las tropas danesas. Ethelredo II, sin embargo, había aprovechado su regreso a Dinamarca para hacerse con el trono. Desde entonces no habían cesado las escaramuzas e Inglaterra se encontraba dividida en dos bandos opuestos. Vadin había acompañado a Canuto en algunas batallas, era uno de sus hombres de confianza y gozaba de su beneplácito, pero enfermo como se encontraba en esos momentos delegó en sus dos hijos la incursión que le había sido encomendada.

Ishkar tenía en el drakkar treinta hombres bajo su mando, y un número similar en cada una de las otras naves que le seguían. Ahora, apoyados en los remos, se tomaban un respiro después de la fatigosa y ajetreada jornada del día anterior en que el viento no les había acompañado, obligándoles a impulsar la nave a golpe de remo. Aquella mañana todas las velas estaban henchidas y ellos podían descansar.

La madera de pino del puente crujió bajo el peso del hombre que se acercó hasta él. De no haberle conocido, ese saco de músculos habría hecho que flaqueara su valor: Goonan le sacaba una cabeza, sus hombros eran anchos, sus brazos poderosos troncos de acero, sus manos grandes como mazas y capaces de machacar el cráneo de un hombre sin esfuerzo alguno. Todo en su aspecto daba muestra de fiereza e intimidaba. Sin embargo, sus ojos azules miraban a Ishkar con afecto.

Una de sus manos cayó sobre el hombro izquierdo del más joven, zarandeándolo.

—El viento es hoy nuestro aliado, Ishkar.

—Cierto. Pronto divisaremos la costa; Erik debe de estar aguardándonos impaciente.

—¿Habrá conseguido suficientes caballos?

—Cuenta con ello.

Goonan hizo un gesto vago y se acodó en la borda. Las olas, al romper contra el casco de la estilizada nave, salpicaron su rostro; el aire enredó aún más su rojizo cabello y acarició su espesa barba.

—Nunca me gustó hacer de niñera.

Ishkar echó la cabeza hacia atrás dejando escapar una carcajada.

—Goonan, Erik no la necesita.

—Le hubiera gustado llegar a las costas inglesas en solitario y hacer lo que vuestro padre no quiere: pelear. Conozco a tu hermano, la orden de Vadin haciéndole aguardar el grueso de nuestras fuerzas no fue de su agrado.

—Pero acabó obedeciendo.

—Eso está aún por ver —masculló el pelirrojo.

Ishkar volvió a reír con humor. Desde que salieran de Dinamarca los dioses les habían prodigado buena fortuna; Goonan se preocupaba por nada. Llegarían a Inglaterra, intentarían conseguir las alianzas encomendadas por Canuto, obtendrían estaño, trigo y miel e intercambiarían culturas antes de regresar con nuevos apoyos. Más pronto que tarde Canuto volvería a gobernar sobre la isla.

El pelirrojo miró al joven sin intención de unirse a su divertimento, pero agradecido por su excelente estado de ánimo. Demasiadas veces le había visto irritado y no le gustaba soportar su humor cuando se le agriaba.

Para él, Ishkar era como el hijo que no había tenido. Desde que se uniera a Vadin, uno de los señores de las tierras del norte, había estado junto al muchacho. Y cuando el joven fue elegido por el mismísimo Odín, fue a él a quien Vadin encargó su educación. Le había enseñado todo cuanto sabía acerca de las armas y la navegación.

Recordó aquel lejano día de invierno, el de la consagración de Ishkar como protegido de los dioses. Cazaban los guerreros en las cercanías de la aldea mientras los pequeños practicaban la glima, un duro juego de pelota para el que se necesitaban agallas. Un oso de enormes proporciones irrumpió en la plaza de la aldea provocando el espanto general. Los gritos de las mujeres y de los niños alertaron al vigía que, de inmediato, avisó a los que se encontraban cazando. Al llegar a la explanada alrededor de la que se levantaban las alargadas casas de turba de gruesos muros, todos excepto el pequeño Ishkar, que parecía clavado en el barro, se hallaban a buen recaudo. Goonan había dispuesto su arco apuntando a la fiera, pero se veía impedido de disparar: el crío, petrificado, se encontraba en medio de su punto de mira, tan cerca de la bestia que temía herirlo.

La mano de Va

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