Cuando la pasión espera (Serie Un baile en Almack’s 2)

Ruth M. Lerga

Fragmento

pasion-1

Prólogo

Berks, 1813

Le esperaba en el establo. Nunca había hecho algo así y no debía hacerlo, pero aquel era el marqués de Wilerbrough, el hombre del que llevaba enamorada desde que tenía uso de razón, el hombre que se marchaba la tarde siguiente a Londres, el hombre que disfrutaría de su Grand Tour[1] mientras ella debutaba y se casaba. El hombre al que nunca tendría.

Podía decirse que estaba allí porque nadie le había hablado de qué ocurriría entre ella y su esposo cuando se casara, y ni su padre ni su hermano se lo contarían; podía decirse que si iba a ser vendida a cambio de una cuantiosa dote bien merecía un momento de felicidad; podía decirse que se había vuelto loca y justificar así lo que iba a hacer... Pero si no quería mentirse confesaría que quería saber, y quería saber en brazos de lord James Saint-Jones.

Le vio llegar a lomos de su caballo y esperó en el último compartimento. No había nadie más allí. Le escuchó bajar de la montura y abrir la portezuela y le abordó antes de que la timidez o la cordura la asaltaran.

—Enseñadme qué es la pasión. —No era eso lo que había preparado. No recordaba qué había ensayado ni importaba ya, no cuando aquellos oscuros ojos azules la taladraban. Se reafirmó, aunque su voz, trémula, sonó a ruego—. Enseñadme qué es la pasión.

James no esperaba a nadie en las caballerizas, y menos aún a lady Judith, la hermana de Richard Illingsworth, su mejor amigo. Ni esperaba lo que había escuchado. Si no lo hubiera repetido, habría jurado que el oído le había fallado. Pero no, ella le estaba pidiendo...

¿Cuándo se había convertido la hermana de Sunder en una desvergonzada? La miró fijamente, como hacía cuando pretendía intimidar. ¿Acaso aquella dama se había vuelto loca de repente? Sabía que no era tan tímida como aparentaba, por más que únicamente le hubiera dirigido la palabra cuando la etiqueta lo exigiera. Gobernaba Westin House con mano de hierro, y esta era una mansión considerable. Con semejantes dotes no podía ser una mujer pusilánime, y no obstante aquello era excesivo para cualquier joven de buena cuna.

Desde que había dejado de ser una niña había soñado con que la tomara entre sus brazos y la besara. Pero conforme se fue convirtiendo en mujer supo que eso no ocurriría: no era lo bastante buena para él. La paciencia y los nervios le hicieron espetar con brusquedad.

—Os he hecho una petición, una que me ha supuesto un esfuerzo enorme. Creo que al menos merezco una respuesta.

—¿Realmente os ha supuesto un esfuerzo enorme?

Ahogó una queja con prudencia. No quería enfadarle, mas no se dejaría insultar.

—¿Qué pretendéis insinuar?

—Al menos yo insinúo. Vos os ofrecéis sin más. ¿Acaso no conocéis el decoro? ¿O tal vez ya lo habéis perdido?

Se le escapó un gritito indignado. Esperaba ser rechazada; sabía que difícilmente él la aceptaría, y aun así aquel hombre bien valía la vergüenza. Pero no creyó que sería vilipendiada abiertamente.

—¿Cómo os atrevéis?

—¿Cómo os atrevéis vos, milady?

El título de cortesía sonó a injuria. Se sentó en una bala de heno próxima; cayó en ella en realidad. El castrado debió de intuir su desánimo porque se le acercó. Ella le acarició el hocico mientras intentaba recomponerse. Sintió cómo le calaban la afrenta, la humillación, el desprecio y la vergüenza. Siempre había temido que no le tendría, y, aun así, saberlo de manera fehaciente asoló el valor que había construido durante dos días. Se levantó para marcharse, pero al pasar por su lado un brazo la tomó y unos ojos helados la obligaron a mirarle.

—¿No queréis vuestra respuesta?

—Es obvia, así que, por favor, ahorrádmela.

Su súplica moderó la furia de James. Suavizó la mano que la aprisionaba pero no la dejó salir.

—¿Entendéis que una palabra mía a vuestro padre podría mancillaros para siempre?

—Entiendo que una palabra vuestra a mi padre le devastaría.

Si aquella respuesta le contrarió o no, nunca lo supo; era difícil saber qué sentía el marqués de Wilerbrough. Este alzó una ceja con arrogancia exigiéndole explicaciones. Se desasió y sin embargo no se apartó de su cuerpo.

—Mañana os marcháis. Mi hermano y vos y también el conde de Bensters. Mientras tanto yo seré presentada en la ciudad, pero no seré la más hermosa de la temporada y, dada mi timidez —se sonrojó cuando aquella ceja volvió a alzarse refiriéndose a lo que acababa de ocurrir—, tampoco seré especialmente popular. Y no obstante me casaré en mi primer año porque no puede ser de otro modo, porque soy la hija del conde de Westin, una familia respetada y que nada en la abundancia. Mi padre comprará un buen marido con mi dote, un lord que estará interesado en mi fortuna y no en mí. Así son los enlaces en nuestro mundo, lo sé, pero mis padres... —Sus padres se habían amado como pocos matrimonios, toda la nobleza lo sabía, y él era amigo de la familia así que conocía de primera mano que después de diecisiete años lord John continuaba llorando la muerte de lady Anne. Lo que había significado para ella una niñez solitaria, con un hermano siempre ausente y un padre presente pero retirado—. No tendré un matrimonio como el que ellos tuvieron, no conoceré el amor, pero me gustaría al menos saber algo de la pasión.

James se compadeció de ella. Todo lo que decía era cierto. No era hermosa, no con sus ojos demasiado grandes, su altura desgarbada y su cuerpo recto. Sería casada por su fortuna y apostaría su caballo a que no sería un matrimonio feliz. Deseaba que como mínimo tuviera más suerte que su propia madre, la duquesa de Stanfort.

—No deberíais habérmelo pedido —la amonestó.

Judith supo que era cierto, tanto como supo que no podía arrepentirse de haberlo hecho y de que no iba a cejar ahora que había comenzado.

—Solo pensadlo, os lo ruego. Soy consciente de que os pongo en una situación delicada, pero no puedo recurrir a nadie más, milord. Esta noche cuando os marchéis os estaré esperando aquí, a vos y a vuestra resolución.

James conocía su respuesta, no necesitaba meditarla.

—Lady Judith, jamás...

Se volvió hacia él, a apenas unos centímetros el uno del otro, y le colocó un dedo sobre los finos labios.

James quedó obnubilado por un momento por el calor de sus pardos ojos, por su olor a lirios y por el suave contacto, por sus palabras y por su sonrojo.

—Sé que hay modos. Sé que hay formas de que una mujer pueda... gozar... sin dejar de ser doncella. Y sé que vos sabríais mostrármelos sin mancillarme.

Y se marchó con paso rápido sin mirar atrás, dejando a un noble contrariado acariciándose la mandíbula al tiempo que taladraba con la mirada la espalda que se alejaba.

Al menos todavía no había cosechado una negativa.

Marqués y vizconde jugaban al billar mientras tomaban sendas copas de brandy francés de las bodegas de Stanfort Manor. El conde se había disculpado tres horas antes, al terminar la cena, y se había retirado dejándolos solos. La camaradería fruto de una amistad de muchos años era evidente en cada gesto, en cada palabra.

—Sunder, creo que pasaré la noche aquí.

No pensaba ir a los establos con una copa de más, o dos, o las que fueran. Allí le esperaba un problema, y tras pensarlo un poco había decidido no ser cruel con la dama. La cuestión era cómo no serlo y ser a su vez rotundo. Ebrio no sería dueño de sus actos y seguro que erraría, hiriéndola o algo peor.

Una risa alegre hizo eco en la estancia, perturbando sus pensamientos y molestándole por ende.

—¿Entiendes que no lo has solicitado siquiera? Los invitados suelen pedir quedarse, no lo deciden.

—Paso más tiempo en esta casa que en la mía.

Richard volvió a reír ante el empecinamiento de su amigo en exigir y no requerir.

—Eso es cierto. Pero creo que tus modos se deben más al hecho de que algún día serás duque —una ceja negra y altiva se izó; solo entonces el otro continuó hablando—, y los futuros duques no piden.

—¿Me llamas arrogante o me niegas tu hospitalidad?

—Tu arrogancia es el rasgo que más me gusta de ti, y desde luego eres más que bienvenido, así que disculpa a tu humilde amigo por ofenderte.

—Te gusta ofenderme, Sunder, y te falta la agudeza de Bensters para hacerlo.

Le fastidió que ignorara su burla. Le encantaba referirse a él como el «cabeza hueca». Al menos le escuchó chasquear la lengua.

—Pediré al señor Growne que disponga tu alcoba, si es que no lo ha hecho ya.

Asintió satisfecho ahora que tenía lo que deseaba, volviendo a concentrarse en la bola blanca.

Cuando Judith supo por el ama de llaves que el mejor amigo de su hermano pasaría la noche en Westin House vaciló. ¿Significaba aquello que se quedaba por ella o que huía de ella? Lágrimas de frustración y vergüenza anegaron sus ojos. Nunca debió pedírselo, se repitió por enésima vez; pero no podía resistirse, se consoló también por enésima vez. Aquel hombre era su único sueño en una existencia en la que se había sentido adulta desde siempre. ¿Qué importaba si la rechazaba? ¿Había alguna diferencia entre que la echara de su recámara o que nunca entrara en ella? No para Judith. El resultado era exactamente el mismo: no tenerle.

Con esa convicción se dirigió a la alcoba del ala de invitados que siempre utilizaba el marqués de Wilerbrough cuando dormía allí.

James entró eufórico en el dormitorio. Eufórico, algo tambaleante y triunfal: había ganado al billar a Sunder y había logrado emborracharle, además. Se sentó sobre la cama y estiró con fuerza de uno y otro pie hasta sacarse las botas. Se quitó chaqueta, pañuelo y chaleco, y era el turno de los pantalones cuando una voz femenina le tomó desprevenido.

—Buenas noches, milord.

Se volvió veloz, claramente enfadado.

—¡¿Qué hacéis aquí?! ¡¿Acaso os habéis vuelto completamente loca?!

—No alcéis la voz. —Le amonestó Judith mientras se acercaba—. Si soy sorprendida en vuestras estancias, ambos estaremos metidos en un buen lío.

James la miró y creyó adivinar su juego. Se puso en pie.

—¿Es eso lo que pretendéis? ¿Un escándalo? ¿Por eso habéis venido?

Judith lo empujó y sonrió divertida al ver cómo perdía el equilibrio y volvía a caer sobre la cama.

—Ya os he dicho lo que quiero, milord. He venido a por vuestra resp...

—Mi respuesta es taxativa: no. —Sonó tan envarado como se sentía. ¿Cómo se atrevía a comportarse así? Se lo preguntó.

El tono arrogante, aleccionador, enojó a Judith, quien olvidó o desvió temporalmente su decepción para afrontarle.

—Me atrevo porque no se me ocurre otra solución. ¿Acaso creéis que me gusta la idea de venir aquí a ser rechazada? ¿O me pretendéis tan estúpida para creer que obtendría un sí de vos, del mismísimo marqués de Wilerbrough?

Disgustado, preguntó lo que no debía.

—¿Por qué me lo pedís, entonces?

Judith no iba a descubrirse. Que rechazara su cuerpo era esperable, que rechazara sus sentimientos sería insoportable.

—Porque sois el único caballero al que conozco.

Haber sido elegido por eliminación le ofendió en su orgullo.

—Sabed que podría haceros gozar, milady. —Recibió a cambio de su bravuconada una mirada escéptica y se sintió retado—. ¿No me creéis?

Volvió a arrepentirse de sus palabras. No debería haber bebido tanto esa noche. En realidad, lo que debería haber hecho era tomarse a aquella muchacha más en serio. ¿Y qué narices llevaba puesto? ¿Acaso creía que con semejante camisón le tentaría? ¿Eran esos los camisones que llevaban las mujeres decorosas? No le sorprendía que los caballeros no se les acercaran si así era.

—Sé que no me lo mostraréis, en todo caso.

—Alegraos de que os considere una dama.

—Lástima entonces que seáis un caballero.

Y encogiéndose de hombros, aceptando con resignación una derrota que conocía de antemano, se acercó a la puerta.

—¿Adónde vais? —La dama no se marcharía sin prometerle primero que no buscaría otros brazos antes de casarse. Era lo menos que le debía a Richard. Si su hermana, Nicole, le pidiera a su mejor amigo algo así, James esperaría que actuara del mismo modo—. No os iréis mientras no me prometáis que no pediréis a nadie más lo que me habéis pedido a mí.

Infravaloró a Judith, su inteligencia y su capacidad para reinventarse. Si no hubiera estado de espaldas a él, la astuta mirada que iluminó los enormes ojos le habría puesto en alerta. Así solo pudo ofrecerse como víctima.

—No os prometeré tal cosa, milord. Si no sois vos, entonces será otro. Tal vez no sea hermosa, tal vez sea indigna de lord James Andrew Christopher Saint-Jones...

—Yo no he dicho...

—Pero otro hombre sabrá apreciar lo que le ofrezco.

—¡Otro hombre...! —Se obligó a bajar la voz a pesar de su exasperación—. Otro hombre tomará más de lo que le ofrecéis. Y en vuestra inocencia no sabréis qué os arrebata.

Que la considerara inocente a pesar de todo, le produjo alivio.

—Quizá sí, quizá no. Tal vez si le ofreciera —ahora improvisaba, apuntando al azar— algo de dinero a cambio de que cumpliera su palabra...

—¿Seríais capaz de pagar por...? Lady Judith, honestamente creo que...

—¿Acaso no pagan o reciben dinero todos los hombres por sus mujeres, excelencia, ya sea en un burdel o en un altar?

Aquella realidad incontestable le molestó. No tener la última palabra le exacerbó.

—Prometedme que no buscaréis otro hombre. Debéis preservaros para vuestro esposo. Esperará a una doncella.

Judith se alteró, ahora. Malditos hombres arrogantes. ¿Y cómo podía amar al más presuntuoso de todos ellos?

—Esperará a una dama de buena familia que dé lustre a su apellido y con arcas abundadas para colmar sus bolsillos.

James se levantó y la tomó del brazo como hiciera aquella mañana.

—Prometedme que os mantendréis pura hasta vuestra noche de bodas.

—Definid pureza, milord. —Y estiró en vano del brazo, tratando de desasirse.

—Prometédmelo he dicho.

—¿Qué más os da?

—Sois la hermana de mi mejor amigo, no permitiré que otro os mancille.

Ahora sí pudo ver la victoria en su cara, la sonrisa engreída en los labios carnosos, y supo que había sido derrotado de la manera más estúpida.

—Hacedlo vos, pues. Mostradme qué es la pasión sin mancillarme.

La soltó como si quemara.

—No haré tal cosa.

—Entonces os prometo que buscaré otro hombre y...

James le tapó la boca con facilidad y la tomó por la cintura pegándole la espalda a su cuerpo, inmovilizándola mientras estudiaba sus opciones. Apartó la mano cuando dio con una respuesta.

—Le contaré a vuestro padre lo que acabáis de decirme. Os encerrará hasta la temporada, os...

—Mi padre no os creerá. Ni siquiera mi hermano, quien se verá obligado a retaros a duelo.

Jamás lo haría, se dijo Judith, o no por ella.

¿Recibir un balazo de Sunder? Imposible, decidió él.

—Y aun así, aunque lo hicierais, igualmente tendría que ir a la Corte a ser presentada —concluyó—. Durante la temporada se lo pediría a cualquier caballero. He oído que Londres está llena de libertinos.

Si algo funcionaba bien, valía la pena repetirlo. Volvió a pegarla a su cuerpo, silenciándola, y respiró hondo. Varias veces. Pero ninguna solución llegó, así que finalmente hubo de soltarla. Se pasó la mano por la mandíbula. La miró fijamente, intentando amedrentarla, pero vio una fuerza de carácter semejante a la suya.

¿Qué querría que hiciera Sunder si su hermana acudiera a él con la promesa de deshonrarse, con él o con otro? Mataría a Sunder, claro, pero... ¿qué querría que hiciera?

Se supo vencido. Vencido y muerto si su amigo se enteraba.

—Algún día me las pagaréis por esto, lady Judith.

Ella no respondió. Tenía lo que deseaba, lo que siempre había deseado aunque fuera de una forma tan indigna. Atesoraría aquel recuerdo para siempre.

pasion-2

1

Londres, finales de octubre de 1820

En el número 37 de St. James Street, en el club de caballeros más conocido de la ciudad, se reunían tres de los lores más notorios de la nobleza: el duque de Stanfort, el conde de Bensters y el vizconde de Sunder. El duque debía regresar a su finca con el fin de administrar sus propiedades; el conde había acudido a la ciudad para tomar parte activa de las sesiones del Parlamento en octubre, pero regresaba ahora con su esposa al norte para pasar el invierno; el vizconde rehuiría cualquier responsabilidad y, por ende, regresar a Westin House.

—Stanfort.

—Bensters.

—Sunder.

Siempre se saludaban por sus títulos, como si entre James Saint-Jones, Julian Woodward y Richard Illingsworth, que así se llamaban, no existiera una fraternidad que se había ido fortaleciendo a lo largo de los años hasta convertirse en indestructible.

Sus pesados gabanes, así como sus altos sombreros y abrigados guantes habían sido recogidos y ellos, acompañados a uno de los reservados. El buen humor con aires de despedida acompañaba la suculenta cena.

—Me niego a creer que vayas a marcharte, Stanfort. Entiendo que Bensters, ahora que está casado, tenga obligaciones... por cierto, ¿dónde está April?

—Lady April, Sunder, ha preferido cenar con un grupo de escritoras a las que pretende patrocinar.

—¿Le has dicho que venía yo?

—Sí, Sunder —James se burlaba de Richard; el vizconde se divertía provocando a Julian y él, provocando a Richard—, ha sido puntualmente informada y aun así ha preferido no venir.

—Seguro que ha sido tu compañía la que la ha refrenado, Stanfort.

Un gruñido acompañó tal afirmación: April quería a los amigos de su esposo por igual, pero si bien admiraba y respetaba más a James, sentía mayor afinidad con Richard.

—Debiste decírselo más despacio, Sunder. El ego de un duque es tan grande como frágil. —Bensters, en cambio, disfrutaba provocándole a él.

Entre ellos no habían aliados. Las burlas se intercambiaban sin piedad ni favoritismo. El camarero salvó una réplica ácida retirando los platos y sirviendo más champán.

—Por la condesa de Bensters, la dama más hermosa de toda Inglaterra. —Julian alzó con orgullo su copa.

—Por April —se unieron al brindis los otros.

—Stanfort —Richard Illingsworth no tardó en volver a la carga—, tolero que ahora que Bensters está casado y es un hombre decente se marche, pero ¿realmente vas a dejarme solo en la ciudad? ¿De veras regresas a Berks?

—Tengo una herencia de la que responsabilizarme.

Lo dijo con fastidio. Hacía dos años que su padre, el diablo lo tuviera en su seno, había fallecido y tres desde que se hiciera cargo de las propiedades de la familia. Aborrecía en cierto modo al hombre en el que se había convertido. Disfrutaba con el reto, pero añoraba la irresponsabilidad de la que Richard gozaba. De la libertad que esta regalaba.

—Ya la gestionaste el año pasado. —Dejó de mirarle, pero supo qué iba a decir aquel tarambana y disimuló la sonrisa que le temblaba en los labios—. Bensters, tú que también tienes un patrimonio, dime la verdad: ¿es cierto que es necesario distribuir todos los años... lo que sea que se distribuye... o lo hace solo para fastidiarme?

No lo pudo evitar, se echó a reír. También Julian, que desde que se casara era feliz como merecía y nunca lo fue. ¿Sería él feliz en su matrimonio? Lo dudaba. ¿Debía decir a sus amigos que para el siguiente año, cuando cumpliera, todos ellos cumplieran la treintena, esperaba tener ya una esposa? De eso no tenía duda: por supuesto que no.

—Dios, Sunder, no me sorprende que tu padre se exaspere contigo. Deberías comenzar a interesarte por tu legado. El condado de Westin se remonta a los tiempos del último Plantagenet.[2] ¿No pretenderás destruir en una década casi cuatro siglos de historia? Cada vez entiendo mejor las continuas llamadas del conde a Berks.

James almorzaba a menudo en Westin House y había sido testigo de las trifulcas entre padre e hijo por la insensatez de este.

—Esta vez no llama por eso. —Se sirvió más champán, enfurruñado—. La nueva razón es mi hermana. Vuelve a casa.

Una ráfaga a lirios y una piel caliente se deslizaron por el cerebro de James. La vergüenza y el placer les acompañaron.

—Viene con su esposo, ¿no? —Bensters estaba tan intrigado como él; Sunder nunca hablaba de su hermana. Pero Bensters no se sentía culpable por preguntar; él probablemente enrojecería si lo hacía—. ¿Será una visita larga, entonces? Sunder, no me mires como si fuera estúpido. ¿A qué viene tu hermana?

Richard se llevó la copa a los labios y bebió con parsimonia antes de responder:

—A quedarse. Mi hermana enviudó hace unos meses y, dado que no tuvo hijos, regresa a Inglaterra. Me miráis perplejos, ¿acaso no os lo comenté?

—No, condenado cabeza de chorlito, no nos lo comentaste. Y debiste hacerlo, porque hubiéramos debido ofrecer nuestro pésame.

—¿Por qué? Nunca conocí al señor Ashford.

—A ti no, a tu padre el conde, Sunder. —James estaba verdaderamente sulfurado—. Sabemos que no le conociste, estábamos en Grecia, creo, cuando se desposaron. Pero acudo a tu casa a menudo, incluso cuando tú no estás porque prefieres quedarte en la ciudad. Debiste decírmelo para que ofreciera mis condolencias a tu padre.

—Mi padre no te lo tendrá en cuenta; te tiene en alta estima.

—Yo me lo tendré en cuenta.

Irritado, salió del reservado.

—Esta vez te has superado, Sunder —escuchó a Bensters de fondo.

Lady Judith volvía a Westin House, a apenas quince minutos a caballo de Stanfort Manor. Intentó mantenerse impávido pero una ola de anticipación lo atravesó. No había pensado en la dama en siete años. La desterró de su mente por el bien de su amistad con Richard, más cuando supo que se casaba con un americano y que difícilmente volvería a verla.

Pero ahora regresaba. Y con ella la culpabilidad y cierta curiosidad. Detuvo a uno de los lacayos, le encargó unos habanos y regresó al reservado sereno, convencido de que merecía una disculpa y de que por tanto esta llegaría.

Judith miraba con nostalgia la costa bañada en plata bajo la luz de la luna. Inglaterra la esperaba paciente. Después de casi siete años regresaba a su país; sin embargo, no estaba segura de a qué lado del Atlántico quedaba su hogar. Si bien había vivido dieciocho años en Berks, había sido al establecerse en Boston el momento en que su vida adulta se había iniciado, y poco quedaba ya de la antigua lady Judith. Un matrimonio y la libertad y la servidumbre que ello significaba para una mujer, un país con una sociedad tan igual y tan distinta y todo lo que había representado Terence Ashford... definitivamente poco o nada quedaba de aquella joven, solo su rostro y sus cabellos de color miel. Ni siquiera su cuerpo era ya el de la muchacha que se marchara, por más que tardara este en florecer.

Vio acercarse a su doncella por cubierta y le sonrió mientras llegaba a su lado y miraba con curiosidad las luces de Londres.

—Según el contramaestre atracaremos con la marea del alba, Sophy. Deberías descansar, mañana será un día largo.

—Señora Ashford, llevo tiempo queriendo hablaros y creo conveniente hacerlo antes de pisar suelo inglés. —La joven pelirroja había decidido acompañarla en aquel viaje; si se quedaba o no estaba por ver—. Tengo que confesaros que llevo semanas pensando en las razones que pudieron impulsar al señor Ashford a redactar tan extraño testamento y no logro dar con ninguna respuesta convincente. ¿Qué creéis vos? ¿Creéis que tal vez lo hiciera para disculparse?

El cuerpo de Judith se tensó al momento, pero no porque la sirvienta hubiera podido transgredir ningún límite, sino por lo espinoso del tema. Había conocido a Sophy nada más llegar a la gran casa de su esposo; de edad similar habían simpatizado rápidamente y tras más de cinco años eran todo lo amigas que señora y doncella podían ser.

—No lo sé —suspiró; también ella había buscado una explicación a aquel disparate y también ella quería pensar que eran los remordimientos los que habían impelido a un implacable marido a favorecerla tras su muerte..., pero dudaba de que Terence se sintiera mal por nada de lo que ocurrió entre ellos. Al parecer la culpabilidad era un sentimiento exclusivamente femenino.

—Quizá fue un acto de amor, señora. —Sophy suavizó la voz ante la mirada apurada—. El señor Ashford os quería.

—Y yo a él. —La voz fue apenas un susurro cansado. Había dicho tantas veces aquello..., había justificado tantas veces sus sentimientos... Sintió cómo otra mano, menos suave, cubría la suya con afecto y el calor la reconfortó.

—Él lo supo. Vuestro esposo lo supo, señora.

—Mi esposo —su voz se volvió dura; los recuerdos lo eran— me supo enamorada de otro hombre desde que me declaró sus intenciones y aun así insistió en casarnos, convencido de que el mío era un amor de niñez que pasaría conforme madurara. Cuando las cosas se torcieron me señaló muchas veces cuán estúpida era si no sabía apreciar la verdadera valía de un hombre. Pero yo fui honesta con él antes de aceptar ninguna proposición.

—Una honestidad que os honra.

—Y una estupidez que me delata. —Más silencio, mas estaban cómodas en silencio. Habían vivido tantas cosas en la alcoba de Judith que no necesitaban hablar sobre nada en concreto—. ¿Sabías que me culpó de no darle hijos por no ser él aquel otro hombre? ¿Que me acusó de desear un vientre yermo? Sí, claro que lo sabes, fuiste testigo de tantos insultos...

Una lágrima resbaló por la inmaculada piel de la mejilla. Decía tanto aquella pequeña gota salada...: hablaba de frustración, de rabia, de dolor, de desengaño.

—El señor estaba muy enfermo entonces. La enfermedad duró más de tres años, señora, y se lo llevó poco a poco, a su cuerpo, sí, pero también a su conciencia.

—Lástima que no se llevara mis orejas con él.

El tono burlón las hizo sonreír aun sin ganas.

—Dada vuestra vasta colección de pendientes sería una lástima no poder lucir las joyas. ¿O querríais colgároslos como los Nez Percé? —Ahora sí rieron recordando a los nativos con aquellos aros cruzando sus narices. Menos tristes, Sophy prosiguió con sus reflexiones—. Tal vez fuera en agradecimiento a todo lo que hicisteis por él durante su enfermedad.

—Cualquier esposa se hubiera hecho cargo de su esposo.

—No como vos lo hicisteis. Os abnegasteis, señora. Dejasteis de ser la anfitriona de la alta sociedad de Boston para convertiros en su enfermera: le lavasteis, le afeitasteis, pasasteis noches en vela por él... No obstante, no me refería a eso, sino a sus negocios. —Una sonrisa ufana volvió al rostro de la dama—. Si la fortuna Ashford se mantuvo fue gracias a vos.

Cuando la enfermedad de Terence lo debilitó, el señor Smythe comenzó a despachar con él los asuntos de negocios en la alcoba con su esposa allí. Y para cuando sus facultades mentales mermaron tanto que perdió cualquier capacidad de decisión había pasado un año, doce meses en los que Judith había estudiado de la mano de aquel abogado economía y leyes y la estructura del imperio Ashford. Los últimos quince meses habían sido el señor Smythe y ella quienes dirigieran las empresas sin que nadie conociera el estado real de Terence Ashford, gran leyenda y uno de los fundadores de la Bolsa de Nueva York. No es que el abogado creyera en las posibilidades de una mujer, como le confiaría una noche con una copa de oporto en la mano tras cerrar un negocio importante, sino que vio en ella interés y un brillo de inteligencia y no le quedó otro remedio, pues no había nadie más a quien pedírselo. El heredero legítimo, un tal señor Willers, sobrino de una prima segunda de Terence, continuaba perdido en el Medio Oeste y ni siquiera para la lectura de las últimas voluntades había sido localizado.

Sospechaba que el abogado podría tener algo que ver en aquel inusual legado sobre su persona.

—Fue lo mejor de mi matrimonio. Sé que es terrible decir que lo mejor de haber estado casada con Terence fue la oportunidad de sumergirme en el comercio. Y si mi padre me escuchara no me permitiría volver a su casa —bromeó—. Pero aprendí tanto de la superación de un hombre, o de mí misma... Creo que esta Judith es producto de aquella experiencia —suspiró largamente—. Tal vez sí, tal vez fuera por eso, o tal vez se arrepintió de los desprecios, o quizá...

—Quizá recordó cuánto os había amado, señora...

De nuevo la amargura le cerró la garganta durante unos segundos.

—Puede ser. Pero tengo que volvértelo a pedir, Sophy: que nadie sepa nada de la herencia. Me causaría más problemas que provechos.

Asintiendo, la vio retirarse hacia el camarote, dejándola sola en cubierta sumida en sus pensamientos.

La misma mesa pequeña y familiar, los mismos sirvientes. Su padre algo envejecido pero con la misma mirada bondadosa. Todo seguía igual en Westin House. Inglaterra se mantenía casi impasible al paso de los años. Ella, por el contrario, estaba cambiada según todos. Estaba más hermosa, le decían; y era cierto y lo sabía. Lo que nadie advertía era hasta qué punto había cambiado, y no solo por fuera. ¿Cuánto tardarían en averiguarlo?

—Hija, ¿no tienes nada que contarme?

Alzó la vista y lo miró directamente a los ojos como había aprendido a hacer en Boston, como jamás le enseñaran en el aula de estudio.

—El viaje ha sido largo. Las trivialidades podrían esperar a mañana, si no os importa.

—No me refiero a trivialidades, cariño. ¿No tienes nada importante que contarme? —Algo le dijo que su padre sabría pronto de su carácter. Negó con cautela mientras untaba un poco más de paté en el pan recién horneado—. Es curioso tu silencio. El abogado de tu difunto esposo, en cambio, ha sido muy locuaz al escribirme.

—¿El señor Smythe te ha escrito? ¡No tenía ningún derecho!

¿Qué le habría contado?

—El señor Smythe ha considerado con gran acierto que quizá sí tenía derecho a saber —estaba enfadado; supuso que se sentía excluido, pero después de tantos años de independencia volver a dar explicaciones le resultaba incómodo— que has heredado la mitad de la fortuna de tu esposo, una renta de quince mil libras anuales y una dote de medio millón de libras en caso de que decidas que deseas casarte y yo apruebe dicho matrimonio. —Judith a duras penas contuvo la indignación; pero aquello eran negocios y como tales los trataría—. Tal vez él haya tenido en cuenta el hecho de que soy tu tutor legal.

—Padre, tengo veinticinco años y soy viuda. Los últimos tres mi marido estuvo impedido, así que he vivido de forma completamente autónoma. No necesito un tutor legal.

Lord John la miró como si hubiera perdido el juicio.

—No sé qué nociones habrás aprendido, u olvidado, en las Colonias, pero mientras vivas bajo mi techo lo harás bajo mis normas.

—Todavía no sé si viviré en Westin House, aún he de decidirlo. No son las Colonias sino los Estados Unidos de América; hace más de medio siglo que ganaron la guerra. No he heredado la mitad de la fortuna de mi esposo, solo el derecho a decidir sobre ella, trabajo por el que cobraré dichas rentas y que haré a través del señor Smythe, a quien le he apoderado ese mismo derecho...

—¿Trabajo? Lady Judith Illingsworth no trabaja como si fuera una vulgar comerciante.

—La señora Ashford tampoco lo hará, no a un océano de distancia, porque lo considero poco prudente para las empresas y no porque no esté capacitada para hacerlo —prosiguió no dándole oportunidad de replicar—: He recibido una dote que no cobraré porque no tengo intención de casarme...

—Tienes veinticinco años, desde luego que...

—Y si lo hiciera no solicitaría vuestro consentimiento; la bendición sí, pero no el consentimiento. Porque volviendo al principio, padre, no necesito un tutor legal.

Lord John se puso en pie con violencia.

—¿Cómo te atreves, Judith? Te sientas a mi mesa a negar tu apellido, tus privilegios, y a hablar de dinero.

Soltó la servilleta, se dirigió a la salida a grandes zancadas y se marchó dando un portazo.

Al parecer el conde de Westin ya sabía cuánto había cambiado su hija. Y dado el servicio presente, al día siguiente lo sabría toda la casa.

—Señor Growne, asegúrese de que nadie ha escuchado nada sobre herencias, rentas o dotes, por favor.

—Así se hará, milady.

Remarcó el título con ímpetu y Judith no quiso contradecirle. No es que no quisiera ser lady Judith, sino que no se sentía identificada con ella. O no todavía. Solo necesitaba algo de tiempo para reconciliarse consigo misma, pero en su nueva versión inglesa. ¿O era la versión antigua?

Abandonó también la sala en dirección a su alcoba sabiendo que debía una disculpa. Pero lo dejaría para el día siguiente. El dolor de cabeza había regresado.

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2

Dos días y cinco discusiones después, Judith visitaba a lady Evelyn en Stanfort Manor solo para contentar a su padre. Se había mantenido firme en pagar ella su vestuario y en hablar personalmente con el abogado de la familia, al que había despachado en menos de diez minutos: no era posible mantener una conversación con alguien cuya única respuesta a sus sugerencias era: «Lo consultaré con el conde, milady.» Así que intentaba suavizar los impactos de su determinación con pequeñas caricias como aquella. Desde niña había insistido lord John en que acudiera a visitar a la duquesa, pues socialmente podía ser tan buena aliada como lady Jersey, la señora Drummond Burrell u otra de las benefactoras de Almack’s; y desde niña se había negado, aterrada por las formas exigentes, rígidas y distantes de aquella dama.

Ahora, tras veinte minutos escuchando las delicias de lady Nicole, la hija que debutaba aquella primavera, y de las murmuraciones más importantes del último lustro para que no llegara desinformada a los salones de Londres en mayo tras su primer año de luto, estaba aburrida. «Murmuraciones desde luego comentadas desde el esparcimiento y sin buscar la crítica», repitió con cinismo las palabras de lady Evelyn, palabras que había dictado antes de lanzarse a una censura encarnizada de las que serían competidoras de su hija el siguiente año.

Afortunadamente, el mayordomo había requerido a la se

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