Cuando la pasión espera (Serie Un baile en Almack’s 2)

Ruth M. Lerga

Fragmento

pasion-1

Prólogo

Berks, 1813

Le esperaba en el establo. Nunca había hecho algo así y no debía hacerlo, pero aquel era el marqués de Wilerbrough, el hombre del que llevaba enamorada desde que tenía uso de razón, el hombre que se marchaba la tarde siguiente a Londres, el hombre que disfrutaría de su Grand Tour[1] mientras ella debutaba y se casaba. El hombre al que nunca tendría.

Podía decirse que estaba allí porque nadie le había hablado de qué ocurriría entre ella y su esposo cuando se casara, y ni su padre ni su hermano se lo contarían; podía decirse que si iba a ser vendida a cambio de una cuantiosa dote bien merecía un momento de felicidad; podía decirse que se había vuelto loca y justificar así lo que iba a hacer... Pero si no quería mentirse confesaría que quería saber, y quería saber en brazos de lord James Saint-Jones.

Le vio llegar a lomos de su caballo y esperó en el último compartimento. No había nadie más allí. Le escuchó bajar de la montura y abrir la portezuela y le abordó antes de que la timidez o la cordura la asaltaran.

—Enseñadme qué es la pasión. —No era eso lo que había preparado. No recordaba qué había ensayado ni importaba ya, no cuando aquellos oscuros ojos azules la taladraban. Se reafirmó, aunque su voz, trémula, sonó a ruego—. Enseñadme qué es la pasión.

James no esperaba a nadie en las caballerizas, y menos aún a lady Judith, la hermana de Richard Illingsworth, su mejor amigo. Ni esperaba lo que había escuchado. Si no lo hubiera repetido, habría jurado que el oído le había fallado. Pero no, ella le estaba pidiendo...

¿Cuándo se había convertido la hermana de Sunder en una desvergonzada? La miró fijamente, como hacía cuando pretendía intimidar. ¿Acaso aquella dama se había vuelto loca de repente? Sabía que no era tan tímida como aparentaba, por más que únicamente le hubiera dirigido la palabra cuando la etiqueta lo exigiera. Gobernaba Westin House con mano de hierro, y esta era una mansión considerable. Con semejantes dotes no podía ser una mujer pusilánime, y no obstante aquello era excesivo para cualquier joven de buena cuna.

Desde que había dejado de ser una niña había soñado con que la tomara entre sus brazos y la besara. Pero conforme se fue convirtiendo en mujer supo que eso no ocurriría: no era lo bastante buena para él. La paciencia y los nervios le hicieron espetar con brusquedad.

—Os he hecho una petición, una que me ha supuesto un esfuerzo enorme. Creo que al menos merezco una respuesta.

—¿Realmente os ha supuesto un esfuerzo enorme?

Ahogó una queja con prudencia. No quería enfadarle, mas no se dejaría insultar.

—¿Qué pretendéis insinuar?

—Al menos yo insinúo. Vos os ofrecéis sin más. ¿Acaso no conocéis el decoro? ¿O tal vez ya lo habéis perdido?

Se le escapó un gritito indignado. Esperaba ser rechazada; sabía que difícilmente él la aceptaría, y aun así aquel hombre bien valía la vergüenza. Pero no creyó que sería vilipendiada abiertamente.

—¿Cómo os atrevéis?

—¿Cómo os atrevéis vos, milady?

El título de cortesía sonó a injuria. Se sentó en una bala de heno próxima; cayó en ella en realidad. El castrado debió de intuir su desánimo porque se le acercó. Ella le acarició el hocico mientras intentaba recomponerse. Sintió cómo le calaban la afrenta, la humillación, el desprecio y la vergüenza. Siempre había temido que no le tendría, y, aun así, saberlo de manera fehaciente asoló el valor que había construido durante dos días. Se levantó para marcharse, pero al pasar por su lado un brazo la tomó y unos ojos helados la obligaron a mirarle.

—¿No queréis vuestra respuesta?

—Es obvia, así que, por favor, ahorrádmela.

Su súplica moderó la furia de James. Suavizó la mano que la aprisionaba pero no la dejó salir.

—¿Entendéis que una palabra mía a vuestro padre podría mancillaros para siempre?

—Entiendo que una palabra vuestra a mi padre le devastaría.

Si aquella respuesta le contrarió o no, nunca lo supo; era difícil saber qué sentía el marqués de Wilerbrough. Este alzó una ceja con arrogancia exigiéndole explicaciones. Se desasió y sin embargo no se apartó de su cuerpo.

—Mañana os marcháis. Mi hermano y vos y también el conde de Bensters. Mientras tanto yo seré presentada en la ciudad, pero no seré la más hermosa de la temporada y, dada mi timidez —se sonrojó cuando aquella ceja volvió a alzarse refiriéndose a lo que acababa de ocurrir—, tampoco seré especialmente popular. Y no obstante me casaré en mi primer año porque no puede ser de otro modo, porque soy la hija del conde de Westin, una familia respetada y que nada en la abundancia. Mi padre comprará un buen marido con mi dote, un lord que estará interesado en mi fortuna y no en mí. Así son los enlaces en nuestro mundo, lo sé, pero mis padres... —Sus padres se habían amado como pocos matrimonios, toda la nobleza lo sabía, y él era amigo de la familia así que conocía de primera mano que después de diecisiete años lord John continuaba llorando la muerte de lady Anne. Lo que había significado para ella una niñez solitaria, con un hermano siempre ausente y un padre presente pero retirado—. No tendré un matrimonio como el que ellos tuvieron, no conoceré el amor, pero me gustaría al menos saber algo de la pasión.

James se compadeció de ella. Todo lo que decía era cierto. No era hermosa, no con sus ojos demasiado grandes, su altura desgarbada y su cuerpo recto. Sería casada por su fortuna y apostaría su caballo a que no sería un matrimonio feliz. Deseaba que como mínimo tuviera más suerte que su propia madre, la duquesa de Stanfort.

—No deberíais habérmelo pedido —la amonestó.

Judith supo que era cierto, tanto como supo que no podía arrepentirse de haberlo hecho y de que no iba a cejar ahora que había comenzado.

—Solo pensadlo, os lo ruego. Soy consciente de que os pongo en una situación delicada, pero no puedo recurrir a nadie más, milord. Esta noche cuando os marchéis os estaré esperando aquí, a vos y a vuestra resolución.

James conocía su respuesta, no necesitaba meditarla.

—Lady Judith, jamás...

Se volvió hacia él, a apenas unos centímetros el uno del otro, y le colocó un dedo sobre los finos labios.

James quedó obnubilado por un momento por el calor de sus pardos ojos, por su olor a lirios y por el suave contacto, por sus palabras y por su sonrojo.

—Sé que hay modos. Sé que hay formas de que una mujer pueda... gozar... sin dejar de ser doncella. Y sé que vos sabríais mostrármelos sin mancillarme.

Y se marchó con paso rápido sin mirar atrás, dejando a un noble contrariado acariciándose la mandíbula al tiempo que taladraba con la mirada la espalda que se alejaba.

Al menos todavía no había cosechado una negativa.

Marqués y vizconde jugaban al billar mientras tomaban sendas copas de brandy francés de las bodegas de Stanfort Manor. El conde se había disculpado tres horas antes, al terminar la cena, y se había retirado dejándolos solos. La camaradería fruto de una amistad de muchos años era evidente en cada gesto, en cada palabra.

—Sunder, creo que pasaré

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