Largo invierno en París

Juan Vilches

Fragmento

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Contenido

Milán, domingo 29 de abril de 1945

DANIELA. «No hay mayor pesadilla que el arrepentimiento»

Informe n.º 59 (APIS)

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GABRIELLE. «Cuando no me gusta la realidad, me la invento»

Informe n.º 67 (APIS)

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JEFF. «Lo que dejas atrás, siempre acaba por alcanzarte»

Informe n.º 74 (APIS)

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ZOÉ. «Nada es verdad, nada es mentira...»

Informe n.º 120 (APIS)

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Milán, domingo 29 de abril de 1945

Y la historia continuó...

Advertencia del autor

Agradecimientos

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Para Marga y el pequeño Arturo

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Solo queríamos arrancar de toda esta con­fusión algunas pepitas de alegría y embriagarnos con su brillo para desafiar a un futuro sin ilusiones.

SIMONE DE BEAUVOIR

En todos los períodos en los que está presente la muerte se reafirma el instinto de vida. Se reafirma bajo los bombardeos porque la vida se ve amenazada, porque el peligro merodea, porque el miedo está en todas partes.

PATRICK BUISSON

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Milán, domingo 29 de abril de 1945

Clara profetizó que moriría por amor. Pero nunca llegó a imaginar que sería de una forma tan espeluznante y cruel. Asesinada a tiros junto a su amante, ultrajada y vejada después de muerta, en una macabra ceremonia de brutalidad y depravación. Para mayor escarnio, ahora se disponían a colgar su cadáver cabeza abajo de la marquesina de una gasolinera, como si fuera un cerdo el día de la matanza.

El maltrecho cuerpo fue izado de los tobillos con unas cuerdas, y durante unos segundos se balanceó en el aire como si aún conservara un soplo de vida. Con los brazos caídos, y el rostro sucio y ensangrentado, su aspecto resultaba estremecedor. La falda se abatió sobre su torso y su cara, dejando las piernas al descubierto.

—¡No lleva bragas! ¡No lleva bragas!

Gritó el gentío alborozado. El espectáculo estaba servido.

Unas pocas horas antes, a eso de las tres de la madrugada, un destartalado camión de mudanzas había llegado a la piazzale Loreto de Milán. Sin el menor reparo, descargó sobre el asfalto su macabro cargamento. Dieciocho cuerpos acribillados a balazos. Entre ellos, el del líder fascista Benito Mussolini y su joven amante Clara Petacci, treinta años más joven que él. Los dejaron junto a una gasolinera en ruinas, en el mismo lugar en el que ocho meses antes habían fusilado a quince partisanos. Era la hora de la venganza.

A partir de las ocho de la mañana, la radio empezó a difundir la noticia de la ejecución de Mussolini, y que su cadáver se encontraba expuesto en la gasolinera de la plaza de los Quince Mártires, el nuevo nombre de la piazzale Loreto. Custodiaban los cuerpos el pequeño grupo de partisanos que había participado en el fusilamiento. No tardaron en formarse riadas de personas que empezaron a encaminarse hacia el lugar como si se tratara de una romería. La mayoría eran simples domingueros bien vestidos a los que les había sorprendido la noticia mientras se dirigían a misa.

Todos querían ver al dictador muerto. Algunos, por placer; otros, por venganza; muchos, por morbo; y la inmensa mayoría, para hacerse perdonar su reciente pasado fascista. Traidores y conversos de última hora, que meses atrás cantaban emocionados el Giovinezza brazo en alto y aplaudían a rabiar los discursos de su amado Duce. Como siempre suele ocurrir, estos eran los peores.

A las nueve de la mañana, la plaza ya estaba abarrotada de gente. Al principio, el público se limitaba a observar los cadáveres con curiosidad, a dar vueltas a su alrededor, como si se tratara de una atracción de feria. Nadie se atrevía a más. Los partisanos que custodiaban los cadáveres solo se limitaban a fanfarronear de su hazaña.

De repente, un hombre avanzó hacia los ejecutados, sin que los partisanos lo detuvieran, y pegó una descomunal patada a la cabeza de Mussolini. Varios dientes saltaron por los aires y un ojo quedó desprendido sobre la mejilla. Como si aquel gesto fuera una señal, la multitud se abalanzó enloquecida sobre los muertos, presa de una histeria colectiva. Sin ningún respeto al enemigo caído, sobre los cadáveres empezaron a llover patadas, golpes, cuchilladas, escupitajos. Incluso los propios partisanos se unieron a la fiesta. El odio contenido acababa de estallar.

Una mujer empuñó una pistola y disparó cinco veces al pecho del dictador.

—Una bala por cada uno de mis hijos muertos en la guerra —exclamó rabiosa.

Otra se levantó la falda y se agachó sobre la cara de Claretta Petacci. Un líquido humeante y amarillento empezó a derramarse sobre los ojos y la boca del cadáver.

—¡Mira qué guapa está la Ricitos ahora! —gruñó satisfecha.

La idea causó furor, y otras mujeres no tardaron en imitarla. Odiaban a Clara Petacci tanto como al Duce.

Un anciano lanzó a Mussolini excrementos de perro a la cara.

—¡Venga, hijo de puta! ¡Da un discurso ahora!

Unos jóvenes apartaron al viejo de un empujón y se liaron a patadas y culataz

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