Cicatrices de charol

Berta Pichel

Fragmento

1. El vestido

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El vestido

8 de septiembre de 1933

Nía corrió escaleras abajo tan pronto la oyó trajinando en la planta baja. Se detuvo en el penúltimo peldaño y permaneció quieta unos segundos. Su madre había madrugado más de lo habitual y, si se había puesto a fregar tan temprano el suelo del bar, estaba claro que algo no iba bien. Entonces se dio cuenta. ¿Cómo no se le había ocurrido guardar el vestido?

Le había dado muchas vueltas al diseño. Primero, había dibujado un boceto de talle bajo, pero el resultado no terminó de convencerla. Después de examinarlo de nuevo, encontró el patrón perfecto: muy entallado en la cadera y con la falda acampanada. Después de todo, no le había venido mal aprender a coser, a pesar de que ella hubiese preferido continuar sus estudios. Pero su madre, chapada a la antigua, la perseguía siempre con la misma cantinela: «Las mujeres a cuidar la casa y los hombres a ganar el jornal.» Pero cuando se lo mostró terminado no pareció disgustada con la hechura. Si bien es cierto que Nía se preocupó de hilvanar la bastilla dos dedos debajo de la rodilla para que pasara la prueba. Sin embargo, por la noche, después de recoger y aprovechando que su madre y su hermano dormían, le había subido otro tanto al bajo.

Le costaba entender la manía de su madre de poner peros a todo. Últimamente le había dado por la ropa. Ni tan siquiera le había gustado la tela de flores que, dos semanas antes, había comprado en los almacenes La Verdad. El colorido de las margaritas y las amapolas de la tela de percal era maravilloso. A su amiga Araceli le había parecido estupendo. Tenía muy buen gusto y enseguida se fijó en que la tela conjuntaba a la perfección con los zapatos de charol que su cuñada Dori le había regalado por su cumpleaños. Sin embargo, cuando le enseñó la tela a su madre, esta no tardó en arrugar la nariz: «Podías haber comprado una de alivio y no pasar directamente del luto a las flores. Ya veo lo poco que te importan los comentarios de la gente.» Y, claro está, tampoco le pareció bien el medio tacón de aquellos hermosos zapatos de charol. Parecía que la señora Avelina no acababa de asumir que su hija ya había cumplido los dieciocho. Pero Nía no se iba a dejar vencer tan fácilmente.

Había pensado y repensado el plan montones de veces, pero sabía que su madre era muy capaz de estropearlo todo. El día de la fiesta, Araceli le pondría los bigudíes y antes de salir la peinaría. Siempre le dejaba la melena perfecta. Estaba tan satisfecha de cómo había quedado el vestido tras los últimos «retoques»... Su cuñada Dori y sus hermanos intentarían convencerla más tarde para que la dejase ir con ellos a la fiesta. No podía echar a perder su primera salida nocturna con los amigos. Pero Nía no había previsto el madrugón de su madre.

Abrió la puerta y percibió la tufarada de olor a lejía remontando el vuelo. Allí estaba, arrodillada, fregando el suelo del bar. Trató de disimular.

—Pero ¿qué hace, madre? Después se quejará de los huesos y del reúma. Podía haberme llamado o esperar a que yo bajase. Tenemos tiempo, no corre tanta prisa.

Su madre la miró de arriba abajo, resopló, introdujo la bayeta en el barreño y siguió fregando como si no la hubiese oído. Era evidente que no estaba de buen humor. ¿Habría descubierto el arreglo? Nía calló e intentó actuar con prudencia para no enojarla. Era importante no dar un paso en falso.

—Mientras usted acaba, voy a encender el fuego. Preparo el café para que esté calentito por si llega algún cliente, desayunamos y remato la comida.

Su madre no respondió. Dejó de fregar e intentó levantarse agarrándose a una silla. Nía corrió a ayudarla. Al asir su musculatura flácida, tuvo la sensación de palpar un brazo sin vida. Había perdido fuerza. Ya en pie, su madre se deshizo de ella con un gesto desdeñoso.

Los primeros rayos del sol de septiembre iluminaban la cocina. Nía echó una ojeada a la silla donde había colocado el vestido bien estirado. Ahora permanecía doblado de cualquier manera. ¿Se habría ido deslizando del respaldo a lo largo de la noche o bien lo habría manoseado su madre? Se apresuró a encender el fuego.

Al volver al bar con la bandeja, la encontró como si el demonio hubiese ido a visitarla: taciturna y con el ceño arrugado. Frotaba los vasos como si quisiera fundir el vidrio, después los disponía en el estante a modo de soldaditos de plomo perfectamente alineados.

—Madre, he tostado el pan de centeno tierno de la hogaza y le he puesto un poquito de nata. A ver si le gusta.

No obtuvo respuesta. La señora Avelina estaba limpiando el mostrador. Nía decidió sentarse y esperar. Disimuló retocando el mantel, las tazas y las servilletas. Al cabo de unos minutos, su madre se dignó acompañarla. Ella la miró de soslayo. Permanecía muda, con el rostro severo de un juez a punto de dictar sentencia. Al instante, su mirada petrificada pareció volver a la vida mientras comenzaba a comer con desgana.

—Tienes muy poca vergüenza. ¡No se te ocurrirá ir a misa y a la procesión tan corta! ¿Adónde piensas llegar con tus modernidades? Ni tan siquiera has esperado a los dos años para dejar el luto por tu padre.

Nía se fijó en aquellos ojos, en otro tiempo grandes y avispados, que cada vez se hundían más y más en la cavidad de las órbitas. Con calma mal disimulada, su madre sorbió el resto del café con leche, tragó el último trozo de pan con nata y se atusó el moño con energía.

—No se preocupe, a la iglesia llevaré el negro. Me hace mucha ilusión estrenar este vestido en la fiesta. Es el primero que he confeccionado yo. Además, madre, los tiempos cambian. —La miró implorante—. ¿Ha visto usted cómo van la mayoría de las jóvenes? Es la moda. El vestido me llega por la rodilla. El luto está bien, pero yo la pena por padre la llevo dentro. Cada día me acuerdo de él. Pero, sobre todo, piense que de ninguna manera quiero disgustarla.

—«No quiero disgustarla, no quiero disgustarla», pero vas haciendo lo que te da la gana y a la chita callando. Por desgracia, te pareces bien a uno que yo me sé.

A punto estuvo de preguntarle si se refería a su padre pero no se atrevió. En ocasiones, creía verlo sentado en su cama, con el tabardo encima para no quedarse helado, contándole cuentos. Así se había dormido muchas noches. Desde su muerte, la vida con su madre se había vuelto más difícil. Cada tanto, esta le preguntaba si se había confesado. Los domingos y fiestas de guardar la obligaba a ir a misa. Por si no fuera suficiente, cada primer viernes de mes entonaba la misma cantinela: «Juan, atiende el bar. Nía y yo nos vamos a la iglesia.» Estaba harta de aquel viacrucis.

Ni tan siquiera la había dejado inscribirse en el coro de la Unión General de Trabajadores (UGT): «Si te gusta cantar, puedes hacerlo en la iglesia. Don Fernando estará encantado», le había respondido. Cuando le quiso recordar que, de pequeña, a menudo acompañaba a su padre al centro, su madr

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