PRÓLOGO
Caversham, Condado de Reading, Inglaterra, 1869.
—A partir de ahora tendrás que ser valiente, muchacho.
Connor asintió, mirando con solemnidad a la mujer que le sujetaba de la mano mientras subían las escaleras de la residencia de los Culpeper.
—Esto es solo temporal, hasta que consiga contactar con la familia de tu madre —continuó susurrando ella apretándole la mano, como si ese simple gesto le pudiese transmitir cierto consuelo.
No lo consoló.
—No tiene de qué preocuparse, señorita MacDunne —aseveró el señor Culpeper, precediendo la marcha—. Le aseguro que su sobrino estará perfectamente cómodo en nuestro hogar. Tenemos un total de seis niños alojados en esta casa, de edades entre cuatro y ocho años, y los cuidamos como si fuesen nuestros propios hijos.
Aquello pareció apaciguar los temores de tía Alice, porque le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
No lo tranquilizó.
—¿Qué edad tienes, chico?
—Seis años —respondió su tía por él.
—¿No habla? —preguntó el hombre, frunciendo el ceño.
—Sí, pero se ha vuelto bastante retraído últimamente —explicó Alice con voz suave—. Verá, su madre murió hace poco, y todavía se está recuperando de la conmoción —añadió, ante la mirada especulativa del señor Culpeper, como si se sintiera obligada a justificar la conducta del niño.
—¿Y el padre?
—Mi hermano, su padre, ahora mismo no puede hacerse cargo de él —respondió tía Alice sin más, enmascarando la verdad: que el hombre estaba en la cárcel.
Él asintió, mirándolo con curiosidad, pero no dijo más.
Tía Alice guiñó un ojo a Connor, en un intento por animarlo sin palabras después de haber sacado a colación un tema tan doloroso.
No lo animó.
Al llegar a la planta de arriba, les condujo por un pasillo amplio salpicado de puertas e iluminado por una ventana de doble hoja al fondo. Una alegre alfombra floreada amortiguó sus pasos hasta llegar a su destino: la tercera puerta a la izquierda, justo al final.
—Esta es una de las mejores habitaciones que tenemos —declaró el señor Culpeper, abriendo la puerta e invitándoles a entrar con un gesto—. Puede que no seamos los más baratos, pero ofrecemos un buen hogar.
—En el anuncio del periódico decía que eran siete chelines mensuales.
—Exacto. Le garantizo que su sobrino recibirá los mejores cuidados… siempre que yo reciba el dinero con puntualidad —añadió a modo de advertencia.
—Le aseguro que recibirá su dinero sin retrasos. Tengo un buen sueldo —aseguró tía Alice con firmeza—. Trabajo en una de las mejores sombrererías de Londres. Y como muestra de buena voluntad, le voy a pagar tres meses por adelantado.
—Aprecio el gesto, señorita MacDunne —murmuró el señor Culpeper, inclinando la cabeza—. Voy a dejarles a solas para que se puedan despedir mientras mando a alguien a que suba el equipaje del niño.
En cuanto el hombre se fue, tía Alice se arrodilló frente a él, cogiéndole por los hombros.
—Es una habitación muy agradable, seguro que estarás muy bien aquí. —Connor mantuvo la mirada clavada en sus pies—. Venga, cariño, mírame. Ya te he explicado por qué no puedo tenerte conmigo. Tengo un horario muy complicado y mi casero no admite niños en mi habitación. Esta es la mejor solución. —Él levantó la mirada y pudo ver las lágrimas que anegaban los ojos de su tía—. Créeme, en cuanto contacte con la familia de tu madre todo se arreglará, ya lo verás.
No la creyó.
Cuando la mujer se fue después de un sentido abrazo y de una promesa de visitarlo al menos una vez al mes, Connor se arrastró hasta la ventana de la habitación, que daba a la parte trasera de la casa.
Prendas de diferentes colores ondeaban como banderas al viento, dispuestas en varias cuerdas que cruzaban el patio. Las gallinas deambulaban de aquí para allá, picoteando en busca de alimento. Un edificio viejo y destartalado se alzaba al lado de un granero que había conocido mejores tiempos. Un niño, no mucho mayor que él, alimentaba a una piara de cerdos que había en un pequeño corral. Destellos de lo cotidiano que habían formado parte de su vida con anterioridad, pero que ahora parecían tan lejanos como el recuerdo de la voz de su madre cantándole una canción antes de dormir.
De forma inconsciente, se llevó la mano al relicario que colgaba de su cuello. Era un delicado diseño de orfebrería en oro que había pertenecido a su madre y que había pasado a ser su más querido tesoro. No tuvo que abrirlo para que la imagen de ella apareciese ante él. Pelo oscuro, ojos verdes y sonrisa dulce. Un retrato de su juventud que, desde su muerte, él había contemplado todas las noches antes de dormir mientras las lágrimas arrullaban su sueño.
Los sentimientos se sucedieron en su interior mientras el sol avanzaba hacia el oeste. Miedo, tristeza y rabia. Sobre todo, rabia. Todo era culpa de él, de su padre. ¿Por qué había tenido que matarla? Ella era buena, tan buena. Aunque su padre también lo había sido hasta aquel momento. No comprendía nada.
Padre le había asegurado que era inocente pero, aun así, estaba en la cárcel. Eso lo confundía, porque solo las personas malas iban a la cárcel, ¿verdad? Así que, a sus ojos, él era el culpable de que su madre ya no estuviese con él y de que su hogar hubiese desaparecido.
El ruido de la puerta al abrirse lo sacó de sus pensamientos. No tenía intención de girarse, pensando que era algún empleado del señor Culpeper que le traía la bolsa con sus pertenecías, pero le sorprendió escuchar una voz infantil.
—Por cómo pesa esto, debes ser un señoritingo mu rico pa tener tantas cosas tuyas.
Un niño escuálido, un poco más bajo que él, le miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Teniendo en cuenta que la bolsa con todas sus pertenencias no tenía más de tres palmos, aquel comentario le extrañó.
—¿Qués lo que llevas al cuello? —inquirió el niño, entrecerrando los ojos.
Connor lo guardó en su puño de forma protectora pero no respondió.
—¿No pues hablar? —insistió ante su mutismo. Como él siguió sin abrir la boca el niño continuó hablando en un susurro confidente—. Será mejor que guardes bien tus objetos de valor. Por aquí hay mucha mano larga, sobre todo la de la señora Culpeper —advirtió con una mueca de disgusto—. ¿Me entiendes?
Él asintió.
—Vamos, no pongas esa cara. Mientras paguen por ti, no tienes de qué preocuparte. Te tratarán bien —aseguró al ver su expresión atemorizada.
—¡Rata! ¿Dónde te has metido?
La voz iracunda de una mujer llegó desde la planta de abajo, sobresaltándolos.
—Será mejor que me vaya ya. La señora mestá buscando —murmuró el niño, arrugando la nariz.
Antes de que saliera por la puerta, la curiosidad arrancó de la boca de Connor las primeras palabras pronunciadas desde la muerte de su madre.
—¿Te llamas Rata?
—Rata. Maldita rata. Sucia rata. Rata de alcantarilla. Me llaman de muchas maneras —admitió el niño, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Supongo que alguna vez tuve un nombre, pero ya no me acuerdo. ¿Cómo te llamas tú?
—Connor MacDunne.
—Es un buen nombre.
Connor nunca había pensado en ello. Era un nombre y punto. Aunque supuso que era mucho mejor que llamarse Rata.
—Tal vez podríamos buscar uno mejor para ti —se atrevió a decir.
El niño lo miró con sorpresa, hasta que una sonrisa mellada, muy parecida a la suya propia, se dibujó en su cara.
—Eso me gustaría.
—¡Maldita rata! Cuando te encuentre te despellejaré vivo.
La voz de la señora Culpeper volvió a oírse prometiendo represalias. Connor se estremeció de miedo, pero Rata solo hizo un gesto de fastidio.
—¿Te va a despellejar? —preguntó, temeroso de que le pudiese pasar algo malo a su nuevo amigo.
—No, solo me dará algún coscorrón —declaró Rata, encogiéndose de hombros como si lo aceptara como algo normal—. Soy bueno haciendo mis tareas, así que no les conviene pegarme tanto como para no poder hacerlas.
Le guiñó un ojo y se giró para salir por la puerta, presto a responder la llamada de la señora de la casa, cuando Connor lo detuvo con una pregunta antes de que pudiera irse.
—¿Qué pasará si mi tía deja de pagar por mí?
Rata se paró en el umbral y sin girarse para mirarle, hundiendo los hombros, contestó con voz queda:
—Que perderás tu nombre y pasarás a ser una rata más.
CAPÍTULO 1
Londres, Mayo de 1888
—Es usted la joven más bonita de este salón.
Lady Samantha Evangeline Amber Richmond asintió distraída a su acompañante, Ashley Williams, conde de Padington. Era uno de los mejores partidos de la temporada: un joven atractivo, de cabellos rubios y ojos azules, con una reputación intachable y una fortuna considerable. Cualquiera de las damas casaderas que había en el salón hubiesen dado lo que fuera por estar recibiendo sus halagos… y Samantha se hubiera intercambiado gustosa con ellas, porque cuando había bailado entre los brazos del conde no había sentido nada.
Su madre le había contado en una ocasión que la primera vez que vio al duque de Bellrose, el pulso se le había desbocado y había sentido una opresión en el pecho. «Atracción», lo había llamado. Era un sentimiento impredecible. Podía darse en el lugar más inoportuno, con el hombre menos adecuado; pero una vez la sentías, era imposible resistirse a ella. Y eso era exactamente lo que ella estaba buscando, sin resultado hasta el momento.
—La mujer más bella de Londres —continuó adulando lord Padington.
Samantha sonrió de forma automática a su joven y apuesto acompañante antes de llevarse a los labios el vaso de ponche, mientras sus oídos trataban de captar la conversación que se desarrollaba a su lado. No estaba bien visto que los caballeros hablasen de política en un baile cuando estaban en presencia de las damas, ese tipo de conversaciones quedaban reservadas a los clubs masculinos, pero algunas veces los hombres se dejaban llevar por la pasión de sus ideales y se enzarzaban en una contienda verbal de lo más estimulante. Y eso solía suceder cuando alguno de los Richmond estaba presente, más aún cuando el baile en cuestión se desarrollaba en la residencia londinense de los duques de Bellrose, como era el caso.
—Para ser justos, el sufragio debería ser universal —expuso Nicholas, su hermano mayor y ahora marido de su mejor amiga Kathleen. Estaba manteniendo un acalorado debate con el conde de Dorsey, un hombre orondo de pelo canoso y espesas patillas, con una marcada ideología conservadora—. Todo el mundo tiene derecho a votar sobre decisiones que pueden afectar a sus vidas
—Inconcebible —masculló lord Dorsey. Las mejillas se le enrojecieron por la indignación—. Ya me pareció un desatino que con la reforma de 1884 se concediera el derecho al voto a los campesinos. ¿Qué será lo siguiente? ¿Dar el voto a nuestros criados? ¿A las mujeres? —añadió, despectivo, emitiendo una carcajada desagradable.
Samantha apretó con tanta fuerza el vaso que sostenía en la mano que temió romper la fina cristalería, reprimiendo el impulso de arrojar su contenido al rostro rubicundo del hombre. Tuvo que morderse la lengua para no tomar partido en aquella conversación y dar su opinión con libertad, porque sería una actitud impropia de una dama y Samantha había prometido a su madre que, al menos durante la primera temporada social, trataría de comportarse como tal.
—La flor más hermosa de Inglaterra —oyó que decía el conde de Padington.
Samantha lo ignoró y contuvo el aliento, esperando la respuesta de su hermano. Y Nicholas no la defraudó.
—Lord Dorsey, los tiempos están cambiando. Las mujeres ya no se conforman con ser meras esposas. La Universidad de Londres hace ya diez años que acepta féminas entre sus estudiantes, con unos resultados más que satisfactorios. Es lógico que se plantee la posibilidad de que ellas también tengan derecho al voto.
—Lo que estoy tratando de decirle es que sería el hombre más feliz del mundo si me concediera el honor de…
—¿Está insinuando que las mujeres tienen la misma capacidad intelectual que los hombres? —inquirió lord Dorsey al mismo tiempo.
—… ser mi esposa.
—Por supuesto —respondió Samantha sin dudar.
Dio un respingo cuando lord Padington la cogió de las manos, situándose demasiado cerca para lo que dictaba la etiqueta.
—Me acaba de hacer el hombre más feliz del mundo —afirmó el joven, con una sonrisa radiante.
—¿Por qué? —preguntó ella, con un suspiro, molesta porque no la dejaba escuchar la contestación de Nicholas.
—Porque acaba de aceptar convertirse en mi esposa.
Aquello logró captar toda su atención.
—Yo no he hecho tal cosa —musitó, mirándolo desconcertada, con los ojos abiertos como platos, mientras daba un paso atrás para alejarse un poco de él.
La sonrisa de lord Padington desapareció al instante, sustituida por una mirada de incomprensión.
—Pero se lo he preguntado y usted ha respondido «por supuesto» —balbució, confundido.
Samantha entendió al instante el malentendido.
—Le pido disculpas, milord, pero ha sido una confusión. Estaba distraída y no prestaba atención a sus palabras —confesó con sinceridad—. La respuesta que escuchó no tenía nada que ver con su pregunta.
Las mejillas del conde se tiñeron de rojo pero irguió los hombros y la miró con decisión.
—Lady Samantha Richmond, ¿aceptaría…
—Lord Padington —cortó Samantha, antes de que él volviese a formular su oferta—. Es mi primera temporada y no tengo la intención de aceptar ninguna proposición de matrimonio, mucho menos de un hombre al que acabo de conocer hace escasos minutos.
El conde aceptó sus palabras con un breve cabeceo, pero su negativa no hizo mella en su voluntad, puesto que añadió sin perder el ánimo:
—¿Me concederá entonces la oportunidad de visitarla en alguna ocasión para que podamos conocernos mejor?
No todos los hombres aceptaban el rechazo con ese aplomo y ella apreció el gesto, así que le dijo que lo consideraría siempre que su padre lo aprobase. El joven pareció darse por satisfecho porque se alejó de ella con una sonrisa esperanzada.
Samantha se giró, dispuesta a dar su opinión a la conversación entre su hermano y lord Dorsey, aun a riesgo de recibir miradas de censura de las matronas del salón, pero los hombres ya no estaban junto a la mesa de refrigerios. Una de dos, o habían acabado su contienda o habían decidido trasladarla a algún lugar más discreto. Pensó en buscarlos, pero cambió de opinión al percatarse de lo tarde que era.
Sus ojos recorrieron el salón de baile, observando las parejas que bailaban acompasadas por la juguetona melodía de la polca Pizzicato, de los hermanos Strauss, en busca de Kathy, pero no la encontró. En cambio, su mirada se detuvo sobre un rostro familiar: el de Emily Stuart, una de las bellezas de la temporada.
Su familia era de Boston y habían venido a Inglaterra en busca de un título nobiliario que adornase su inmensa fortuna, y estaban decididos a conseguir que Emily se casase con un par del reino para lograrlo.
Pese a que las intenciones de los Stuart eran evidentes, la hermosura de Emily, unida a un carácter extrovertido, habían hecho que hubiera más de un noble interesado en desposarla. En esos momentos estaba entre los brazos del duque de Morton, un hombre que posiblemente la triplicase en edad, pero que se ajustaba a la perfección a lo que la familia de Emily estaba buscando.
Por el rabillo del ojo vio a su hermano Joshua, mirando a la pareja con el ceño fruncido, y algo en su expresión la instó a acercarse a él.
—Es bonita.
—Es hermosa —puntualizó él.
—¿No crees que es demasiado coqueta?
—Es joven y vivaz, un soplo de aire fresco entre las debutantes almidonadas que ofrece Londres —explicó, mirándola embelesado.
—¿Perdona? —Samantha lo miró alzando una ceja, indignada por el comentario.
—Ya sabes de lo que hablo. Tú eres otra excepción —afirmó Joshua, restando importancia a su comentario con un ademán, sin apartar la mirada de Emily—. ¿Sabes? Creo que sería la esposa perfecta para un médico
—¿Lo dices en serio? —preguntó Samantha, mirándolo con asombro.
—¿Tanto te sorprende? —inquirió Joshua, sonriendo—. Tengo veinticinco años, y un empleo respetable. Ya va siendo hora de que siga los pasos de Nicholas y piense en formar una familia.
Su sonrisa provocó que varias de las damas que estaban a su alrededor lo miraran embobadas. Su hermano era demasiado hermoso para su propio bien. Que, siendo hijo de un duque y teniendo el título de vizconde, hubiese optado por ejercer una profesión, aunque fuese la medicina, había sido censurado por muchos nobles, pero eso no había hecho mella en la atracción que despertaba en las mujeres. Todo lo contrario, su actitud inconformista lo había hecho todavía más deseable para ciertas damas.
—Sí. Bueno, no. No me sorprende —se corrigió al instante, sabedora de lo mucho que le gustaban a su hermano los niños y que estaba deseando tener hijos propios—. Tan solo pensé que estarías interesado en otro tipo de mujer. —«Una más dulce y menos vanidosa», pensó para sí—. Además, no es por menospreciarte, pero creo que no te ajustas al perfil que los Stuart están buscando.
—Soy joven, atractivo, rico y un respetado médico.
—Pero solo eres vizconde.
—No creo que a ella le importe.
Samantha tuvo que morderse la lengua. Solo había hablado un par de veces con Emily y la impresión no había sido buena. Le parecía una joven consentida y codiciosa. Pero, al parecer, su hermano no veía más allá de su exuberante belleza morena.
—A ella puede que no le importe que tengas un gran título —dijo, no muy convencida de ello—. Pero ¿y a su familia?
Joshua entrecerró los ojos pero no dijo nada. En cuanto el baile acabó se acercó a su presa, dispuesto a reclamar el siguiente baile. La muchacha lo recibió con una sonrisa que parecía sincera. No dudaba de que Joshua le resultase atractivo, pero habría que ver si su ambición por un título capitulaba ante la determinación del joven médico.
La mirada de Samantha dio por fin con su rubio objetivo, y sus pensamientos derivaron en su propósito de aquella noche, haciendo que una punzada de impaciencia y nervios la recorriera.
Kathleen estaba junto a la cristalera que daba al jardín, conversando animadamente con una joven dama de cabellos de fuego: la condesa de Fullford. Viéndolas juntas, con sus vestidos elegantes y modales impecables, nadie pensaría que las dos jóvenes compartían un pasado escandaloso relacionado con el mísero distrito de Whitechapel. Pero ese era otro de los muchos secretos que escondían los Richmond.
Samantha se acercó resuelta hacia ellas, rechazando a los jóvenes que intentaban abordarla para solicitarle una pieza de baile.
—Ha llegado el momento.
Los ojos color índigo de Kathleen la miraron con preocupación.
—Sam, ¿estás segura?
—Lo que quieres hacer es una verdadera locura —convino Lorraine, retorciéndose las manos con nerviosismo.
—Lo sé, pero si no cometo locuras hoy, tal vez no pueda cometerlas mañana —replicó Samantha con una sonrisa ladeada—. Tan solo dime si todo continúa según lo previsto —susurró mirando a Kathy.
—Sí, la señora Veillard te aguarda. Pero, por Dios, Samantha, sé discreta. Si alguien te descubre…
—Tranquilas, seré invisible —aseguró con un guiño.
Las dos muchachas la miraron con escepticismo, pero Samantha no se desanimó. Se despidió de ellas con la promesa de que tendría cuidado y luego informó a sus padres que se iba a ir a dormir alegando que tenía un poco de jaqueca.
No le gustaba mentirles, pero ellos nunca aprobarían lo que iba a hacer. Y Samantha no iba a consentir que nadie frustrase sus planes.
Esa noche iba a visitar El Jardín Secreto.
CAPÍTULO 2
Connor MacDunne tenía la absoluta certeza de que el relicario estaba en aquel maldito trasto. Apretó los puños, reprimiendo a duras penas la tentación de coger un hacha y descargar su frustración sobre el secretaire que había pertenecido a la bruja de Heather Lovejoy. Le había prometido a Kathleen que no lo dañaría y él había tomado la decisión de cumplir sus promesas… siempre que beneficiase a sus propósitos.
Según le había dicho ella, era una inigualable obra de arte de estilo Neuwied elaborada por el mismísimo David Roentgen, un afamado artesano alemán. Una exquisita pieza de madera noble con delicados adornos de marquetería que enmascaraba un sinfín de pequeños artilugios mecánicos para esconder y guardar toda clase de secretos.
Para Connor, no era más que un mueble infernal que frustraba su voluntad. Pero teniendo en cuenta que Kathleen era ahora la marquesa de Dunmore, y que Connor recibía un considerable apoyo económico de su ilustre marido, le convenía respetar los deseos de la muchacha y no hacerla enfadar. ¡Diantres! Tampoco era del todo cierto. En realidad, había llegado a sentir cierto afecto por ella y no quería disgustarla, mucho menos en su estado, gestando en su vientre al futuro heredero de Nicholas Richmond. Ya había probado una vez los puños de marqués y no quería repetir la experiencia. Apreciaba su vida.
Aunque su comienzo con Kathleen había sido un poco tormentoso, siendo la sobrina de Heather y quitándole una herencia que él consideraba suya, pronto se había dado cuenta de que la muchacha tenía unas cualidades que no abundaban en esos días: bondad, lealtad, valor y mucha determinación. Virtudes que lo habían conmovido a su pesar y habían despertado sus instintos protectores. ¿Por qué? Pues porque en su mundo, las personas buenas escaseaban tanto que para él se habían convertido en algo digno de preservar.
Era curioso lo diferente que ella era de su tía. Heather Lovejoy, conocida también como Venus, solo había tenido un interés en la vida: el dinero. Como dueña de El Jardín, el selecto prostíbulo que ahora era propiedad de Connor, había sido una proxeneta dura y sin ningún tipo de consideración hacia las mujeres que trabajaban para ella.
Pero también había sido la mujer que le había salvado la vida.
Todavía sufría pesadillas sobre cómo había sido su vida antes de conocer a Heather. Al escapar del infierno vivido en el hogar de los Culpeper, había terminado cayendo en el averno del East End londinense.
La vida en Whitechapel no era vida. Miseria, inmundicia y degradación, esas eran las tres palabras que mejor describían a aquel sórdido barrio donde él había tenido que pasar varios años de su vida. La ginebra corría por sus calles despertando lo peor de una humanidad que tenía poco de humana y mucho de animal.
Connor había hecho cosas de las que se avergonzaba, cosas de las que se arrepentía y cosas que nunca se imaginó que podría llegar a hacer. Todo por sobrevivir. Aunque en esto último no tuvo demasiado éxito. Había terminado enemistándose con una banda de indeseables que traficaban con los sueños rotos de los infelices que vivían allí. Si no fuese porque Heather lo encontró en un callejón, medio muerto por una paliza, y decidió llevárselo a El Jardín, Dios sabía por qué, posiblemente hubiese terminado su triste existencia como alimento para los roedores del lugar.
Sí. Aquella bruja le había salvado la vida, pero también le había quitado su preciado relicario. Una forma efectiva de tenerlo a su merced durante los años posteriores. Ahora Heather estaba muerta y su relicario desaparecido.
Connor miró con frustración el secretaire. Estaba allí, lo intuía. Pero ¿dónde? Kathleen y él habían pasado semanas intentando desentrañar sus secretos, explorándolo centímetro a centímetro. Ella, en busca de una libreta que le diera las riendas de su vida de nuevo. Connor, simulando ayudarla, había actuado por su propio interés, al menos al principio. Y, aunque habían encontrado algunos de los secretos que ocultaba Heather, ninguno había hallado en aquel condenado mueble las causas de sus desvelos.
El eco de unas risas le trajo de vuelta al presente. Consultó su reloj de bolsillo. Era la hora de salir y mezclarse con sus clientes. Una costumbre que se había impuesto desde que transformara El Jardín Secreto en un selecto club masculino donde los caballeros jugaban y disfrutaban de espectáculos eróticos plagados de sensualidad, mientras degustaban una copa de las mejores bebidas alcohólicas y alternaban con las chicas.
Las mujeres que trabajaban allí no eran prostitutas. Al menos ya no. Curiosamente, con la llegada de Kathleen, el prostíbulo se había convertido en lo que era ahora, y el éxito había sido arrollador. Y como él era un hombre práctico, cuando ella le cedió la propiedad decidió dejarlo así. Tal y como la señora Veillard decía, El Jardín Secreto vendía sensualidad, no sexualidad. Y Connor ganaba una fortuna cada noche con ello. Fortuna que, desde que Nicholas Richmond se encargaba de gestionar, crecía por momentos.
Salió de la biblioteca mientras se colocaba la chaqueta, una pieza de la mejor calidad hecha a medida para él por uno de los más afamados sastres de Londres. Para codearse con soltura con la flor y nata de la sociedad, debía parecerse todo lo posible a ellos. En aquel mundo elitista, las apariencias lo eran todo. Y él había sabido mimetizarse con ellos a la perfección. Ropas elegantes, modales educados, clases de dicción para eliminar el característico acento cockney de los bajos fondos…
Esa era la cualidad gracias a la cual había podido sobrevivir hasta entonces pese a las circunstancias: la flexibilidad que tenía a la hora de amoldarse a su entorno. Podía mezclarse con la chusma del East End con la misma facilidad con la que se paseaba por aquel salón, saludando a los pares del reino con cortesía.
Era educado pero no mostraba una actitud servil. Su carácter no se lo permitía. Tal vez por ello se había ganado más de una mirada de censura. ¡Qué importaba! Odiaba aquello, la hipocresía que subyacía entre las personas que lo rodeaban. Buitres ansiosos por acercarse a él de noche, amparados en la clandestinidad del lugar, deseosos de conseguir los favores del infame propietario de El Jardín Secreto, para luego, a la luz del día, ignorarlo cuando se lo cruzaban por la calle.
Era irónico que durante años hubiese soñado con poseer aquel lugar y, ahora que por fin lo había conseguido, se sintiese hastiado y vacío. Esa era la razón por la que había tomado la decisión de dejar su dirección en manos de la señora Veillard y centrarse en otros menesteres más interesantes.
Desde que Nicholas Richmond lo contratara para velar por la seguridad en Whitechapel, Connor había fundado una empresa de seguridad y vigilancia. Sus empleados eran los Blueguards, nombre con el que habían empezado a ser conocidos por el distintivo chaleco azul que llevaban. Actuaban como detectives privados, escoltas personales, cazarrecompensas ocasionales y colaboraban con Scotland Yard en un intento por sofocar el creciente índice de delincuencia que asolaba el East End. Sí, aquella era una empresa mucho más atrayente y satisfactoria en la que centrar su futuro. Y esperaba que, con el tiempo, también resultase muy lucrativa.
Un familiar cosquilleo en la nuca tensó su cuerpo y le hizo ponerse alerta. Era un sexto sentido que le había salvado la vida en más de una ocasión, señal de que alguien lo acechaba.
Sus ojos pasearon con disimulo por el salón, buscando el origen de la amenaza, pero no observó nada fuera de lo normal. Entonces, por el rabillo del ojo, la vio. Una figura tras la balaustrada del corredor de la primera planta.
Una mujer.
Aunque no pudo verla con claridad antes de que se fundiera con las sombras del corredor, algo en ella llamó su atención. Tal vez su porte orgulloso, tal vez la intensidad con la que ella lo había mirado. Pero su instinto depredador se activó, instándole a atraparla. Y, sin más dilación, fue en su busca.
Se dirigió hasta el vestíbulo y subió la gran escalinata de mármol que conducía hasta la planta de arriba, sorprendido por el irrefrenable impulso que sentía de alcanzarla antes de que desapareciera. Una vez llegó arriba se detuvo, con la respiración acelerada y el pulso desbocado, clavando su mirada en la misteriosa figura femenina que lo observaba de forma altiva. Pese a tener el cuerpo envuelto en una capa y el rostro cubierto por una máscara negra, su postura desafiante era inequívoca. Aquello lo intrigó.
Ella debió de leer algo en su mirada porque, de repente, dio un paso atrás.
—No tienes escapatoria —susurró Connor con voz ronca.
Sus palabras detuvieron a la mujer al instante. Ella alzó el mentón, orgullosa, y avanzó el paso que había retrocedido.
—¿Quién ha dicho que quiera escapar?
Aquella bravata le hizo sonreír. No pudo evitar acordarse de Kathleen. Ella le había replicado de la misma forma más de una vez, como ninguna otra mujer se había atrevido jamás a hacerlo… hasta ahora.
«Por fin un poco de diversión», pensó, y comenzó a caminar por el corredor, acortando los pasos que los separaban.
CAPÍTULO 3
Samantha creía tener el plan perfecto cuando convenció a Kathy para que arreglara aquella pequeña incursión. Abandonar la fiesta que daban sus padres antes de tiempo; entrar en El Jardín Secreto de incógnito ayudada por la señora Veillard, el ama de llaves del lugar, cubriendo su rostro con una máscara para mantener su anonimato, tal y como le había dicho su amiga que hacían las muchachas que trabajan allí; y observar cómo discurría la velada desde una posición segura para así poder saciar su curiosidad sobre aquel lugar. Incluso se había puesto un atuendo sencillo y anodino para no llamar la atención de ninguna forma. Iban a ser solo unos minutos y, cuando volviese, todos continuarían en la fiesta y nadie descubriría que había salido de la mansión.
¿Qué podía salir mal?
—No se aleje de mí, petite. Esta noche hay mucha gente. Es mejor que permanezca escondida y lo observe todo desde un sitio seguro.
Siguió a la señora Veillard, su cómplice aquella noche, por el gran vestíbulo de entrada. Aquella mujer había resultado toda una sorpresa. Kathleen le había contado lo que sabía de ella y su historia le había parecido fascinante: bailarina de can-can en París, prostituta, alcahueta y, para terminar, ama de llaves en El Jardín Secreto. Después de una vida tan ajetreada, Samantha se la había imaginado con un físico ajado de mirada dura. En cambio, la mujer era rolliza, con el rostro sonrosado y una mirada que destilaba una dulzura maternal muy atrayente, como si las adversidades con las que se había enfrentado no hubiesen podido acabar con la bondad de su corazón.
Subieron por la gran escalinata de mármol que presidía el vestíbulo hasta el primer piso, donde un largo corredor con balaustrada daba acceso visual a toda la planta baja.
—Antes, este piso estaba muy concurrido —explicó la mujer—, pero desde que Kathleen se hizo cargo del Jardín Secreto los visitantes fueron cada vez menos, y ahora que monsieur MacDunne lo dirige, para sorpresa de todos, ha decidido cerrarlo al público y destinarlo solo a las habitaciones privadas de las chicas.
—Entonces ¿ya no es un burdel?
—Non, ahora solo es un club de hombres, donde juegan, beben y se divierten con mujeres hermosas sin verse limitados por las restrictivas normas sociales. Además, los espectáculos eróticos que ofrecemos se consideran los mejores de la ciudad —añadió, con orgullo.
—Parece un lugar muy interesante —musitó Samantha, mientras recorría con la mirada el gran salón donde hombres y mujeres bailaban, reían y charlaban sin control.
—Si permanece aquí, observando entre las sombras, nadie la verá. D’accord? —la instruyó la señora Veillard—. Yo tengo que ir un momento abajo. Hoy viene una chica nueva que necesita mi guidage.
—No se preocupe por mí, señora Veillard —aseguró ella con despreocupación—. Seré invisible.
La muchacha contempló con asombro la animación que bullía abajo. Era impresionante el modo en que la ausencia de normas sociales podía transformar una velada. La gente parecía divertirse, pero de verdad, sin rastro de las sonrisas frías y cordiales, muchas de ellas falsas, que abundaban en los eventos de la alta sociedad. Aquel lugar era diferente. Se oían carcajadas profundas que en un baile convencional estarían mal vistas y conversaciones trascendentes, sobre temas profundos y controvertidos que no era de buena educación sacar a relucir en una velada «educada» y que ella siempre encontraba tan interesantes. Hombres y mujeres se relacionaban libremente, bailando, hablando y riendo, y Samantha deseó por un momento participar de aquella algarabía.
Estaba tomando nota mental de todo lo que veía cuando una figura masculina llamó su atención. Más alto que la media, y con un traje oscuro, se movía con la gracia y elegancia de un felino, pero a Samantha se le antojó más como un depredador en medio de un rebaño de ovejas. Saludaba y hablaba con los demás, pero emanaba de él una tensión que le hacía parecer alerta a cuanto ocurría a su alrededor.
Tanto era así que, por un instante, el hombre pareció ser consciente de que alguien le observaba y miró a su alrededor con el ceño fruncido. Samantha se apresuró a diluirse en las sombras del corredor, en un intento de que no la viera, pegándose a la pared. Sin embargo, él la vio… y la intensidad de su mirada le traspasó el alma.
Su respiración se detuvo en ese instante.
¿Podía ser él el hombre elegido por su corazón?
Desde luego, cuando aquellos profundos ojos verdes se posaron en ella, a pesar de la distancia que los separaba, Samantha sintió una opresión en el pecho y un hormigueo en el vientre, mientras una nueva sensación que no había advertido hasta entonces se adueñaba de todo su ser. La reconoció al instante. Era esa «atracción» sobre la que su madre le había advertido. Un sentimiento sumamente peligroso porque derivaba en el deseo.
Samantha había sido testigo del poder que tenía el deseo entre dos personas; su familia estaba plagada de parejas muy pasionales. Sus padres, sin ir más lejos, pese a estar casados desde hacía muchos años, continuaban manteniendo una relación muy intensa. Esa atracción todavía era palpable entre ellos. La forma en que se buscaban con la mirada, la manera en que se sonreían… Y aunque su madre le había hablado de ello, a pesar de que sabía que existía tal emoción, nunca antes la había sentido. Hasta ese momento.
Maldijo en silencio cuando vio cómo el hombre cruzaba de forma apresurada el salón, subía la escalinata y se detenía ante ella.
Lo observó en silencio. No era hermoso, al menos no como su hermano Joshua. Tampoco tenía esa apostura arrogante que desprendía su hermano Nicholas y que había encandilado a Kathy. No. Ese hombre tenía un donaire más primitivo, un halo de sensualidad que envolvía sus facciones afiladas y morenas. Pero lo letal en él era su mirada profunda: unos ojos tan verdes como el jade que la observaban con tanta intensidad que estaban haciendo estragos en su pulso.
No fue consciente de que había dado un paso atrás hasta que lo oyó murmurar:
—No tienes escapatoria.
El cuerpo de Samantha se envaró como un resorte, adoptando por instinto la postura altiva que había aprendido en la Academia para señoritas de la señora Carlston, a la que Kathy y ella habían asistido durante años: alzó el mentón, irguió la columna y tensó los hombros hacia atrás.
—¿Quién ha dicho que quiera escapar? —replicó, dando un paso hacia delante.
Si ese hombre esperaba intimidarla con su actitud, se iba a llevar una sorpresa. Samantha no era una damisela impresionable ni inexperta en el trato con los hombres. Bueno, en el plano de intimidad física sí. Pero en los demás aspectos, sabía cómo manejarlos a su antojo. No en balde tenía media docena de primos varones con los que mantenía un estrecho lazo de amistad y un batallón de admiradores que la acosaban desde antes de que comenzara la temporada. Pero, aun así, cuando se enfrentó a él, tuvo la certeza de que estaba ante un hombre que no se iba a dejar manipular con facilidad.
Y entonces sucedió. Los ojos verdes centellearon de interés y una sonrisa canalla sesgó los labios masculinos, haciendo que el corazón de Samantha emprendiera un desbocado galope al mismo tiempo que se quedaba sin respiración cuando él empezó a acercarse. Quedaba confirmado, ese hombre era un peligro para su cordura.
Él detuvo sus pasos justo delante de ella.
—¿Eres la nueva adquisición de El Jardín Secreto?
—¿Quién lo pregunta? —replicó ella cuando consiguió encontrar su voz.
Era irónico. Desde que empezó la temporada había estado esperando conocer a un caballero que la hiciera sentir así. Y había terminado sucediendo tal y como su madre le había dicho: en el momento más inoportuno…
—Soy Connor MacDunne, propietario de este lugar.
… Con el hombre más inapropiado.
CAPÍTULO 4
«Así que este es el infame Connor MacDunne», pensó Samantha, mirándolo con franca curiosidad.
Había oído hablar de él en numerosas ocasiones. Kathy lo tenía en gran consideración, aunque su amiga tenía un corazón tan bondadoso que a veces estaba ciega ante los defectos de los demás. Lo que sí era digno de respeto era que sus hermanos, Nicholas y Joshua, habían desarrollado cierto grado de amistad con él. Y ellos no eran hombres de entregar su confianza a cualquiera.
Algo que tenía claro es que no era un caballero, por mucho que le hubiesen engañado a primera vista sus ropas elegantes. Viéndolo más de cerca, su pelo lucía demasiado largo, su camisa se veía un poco arrugada por falta de almidón, su corbata tenía el nudo torcido y a sus zapatos les faltaban lustre; detalles que un verdadero caballero no hubiese pasado por alto al acudir a un evento.
«Un lobo con piel de cordero», pensó.
—Déjam