Rivales de día, amantes de noche (Un romance en Londres 1)

Nieves Hidalgo

Fragmento

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1

Inglaterra. 1818

«¡¡Un condenador tutor!!», pensó enfadada.

Una fina película de agua empapaba caminos y prados, y el cielo estaba cubierto de nubes grises. El carruaje pasó por encima de un socavón, una de las ruedas se atoró y la cabina se ladeó peligrosamente, haciendo que el cochero jurase entre dientes y la muchacha que ocupaba el vehículo se golpeara un hombro contra la puerta. Abrió la cortinilla al ver que paraban y escuchó de fondo los epítetos ásperos de su cochero en contra de los elementos. Lo vio trajinar junto a la rueda, de rodillas sobre el barro, chorreando agua su capote y su sombrero, que apenas lo protegían de la lluvia.

—¿Qué ha pasado, señor McBain?

—Que si llegamos a la ciudad con esta rueda, va a ser un milagro, señorita. Intentaré ponerle remedio, a ver si resiste. Cierre la cortina, cada vez llueve con más fuerza.

—¿Puedo ayudarle en algo?

La risa del sujeto llegó hasta ella amortiguada por el ruido del agua que repiqueteaba sobre el techo del vehículo.

—No, señorita, aunque se agradece el gesto.

Barbara cerró, recostándose de nuevo en el asiento.

Desde que salieran de Edimburgo no había tenido más que problemas. En realidad, desde que a Thomas Ross se le ocurriera morirse, dejándola sumida en la incertidumbre y la pena. Porque, a pesar de haber sido un hombre severo, de férreas costumbres, que nunca le dispensó demasiadas muestras de cariño, ella lo quiso. Huérfana desde niña, la había acogido, procurándole la mejor educación y siendo para ella el único padre conocido.

La vida no era justa.

Al menos, a ella, parecía querer quitarle siempre lo que más amaba. Primero sus padres, luego su tío… No le conoció enfermo, ni siquiera un resfriado, y seguía extrañándole su repentina muerte. Lo encontraron en la biblioteca, con un libro en las manos, como si durmiese. Por lo que dijo el médico, su corazón no quiso seguir latiendo.

Volvía a estar sola.

Se recriminaba a sí misma el abominable sentimiento de efímera libertad que, por escasos segundos, la embargó al conocer su fallecimiento. Había sido un instante, pero se arrepentía: le parecía repugnante y la denigraba como persona. A pesar de avergonzarse, se lo confesó a su vieja dama de compañía, Cliona, con la que no tenía secretos.

—No hay nada de malo en que, por un instante, te hayas sentido aliviada. Todos sabemos que tu tío no era, lo que se dice, un sujeto de costumbres alegres. Ni cariñoso. No lo fue con nadie, en realidad, aunque a ti te quería como si fueras su hija. Era un buen hombre, eso sí, uno de los mejores, pero nunca acabó de entender que tú estás en la flor de la vida. Para ti no ha sido fácil pasar tantos años encerrada en colegios o entre estos muros. No te culpes, niña, la aspiración a ser libre nace con el ser humano.

Mantuvo la compostura durante el entierro, soportó con estoicismo el pésame de amigos y conocidos, se encargó de organizarlo todo, de atender a quienes se quedaron a pasar la noche en la mansión... Fue un modelo de serenidad y fortaleza. Pero cuando todo terminó, se encerró en su cuarto, negándose a ver a nadie. Cliona consiguió que saliera, aunque fuera para deambular por la casa como un alma en pena, sin fuerzas para nada, abrumada de ver los ventanales y los espejos cubiertos de telas negras. Le dolían los ojos de tanto llorar.

Sin embargo, cuando dos días más tarde escuchó de labios del abogado, Cuthbert Angis, las disposiciones dejadas en el testamento, se olvidó del dolor y le sobrevino un arrebato de furia.

—¡Un tutor!

—Su difunto tío deseaba que quedara protegida.

—¿Protegida de qué? Encarcelada de nuevo, diría yo. Y esta puñalada es cosa suya, Angis.

—Yo no…

—Aclaremos las cosas, creo que ya va siendo hora. Yo no soy mi tío. Él llegó a depender casi por completo de usted hasta mi vuelta a casa, sé que en los dos últimos años dejó el control del negocio en sus manos. Control que, no me lo irá a negar, le ha reportado estupendos beneficios, ¿no es cierto? —Sonrió con ironía al ver que enrojecía—. He estudiado las cuentas, de modo que intentar negar sus chanchullos no va a servirle de nada.

—Me está insultando, señorita Ross.

—Le estoy informando —contradijo ella—. Si no lo puse en conocimiento de mi tío fue por no preocuparle. Claro que hube de hacerme cargo del negocio, aunque usted se opuso con uñas y dientes; era eso o permitir que todo desapareciera, gracias a sus malas gestiones y a sus robos. Edimburgo crece, necesita madera y la Ross Company se la va a proporcionar. Una empresa dirigida por mí, no por usted. Y su venganza es esta: haber convencido a mi tío para que me asignara un tutor si él faltaba.

—¡No puede probar que le he robado!

—Cierto. Es usted muy listo. Lo que desde luego no quitará que difunda sus indignas «cualidades» de estafador entre las amistades de mi tío. Está acabado, Angis.

—Habla como una loca. —El abogado empezaba a respirar con dificultad; tanto, que hubo de aflojarse el nudo de la corbata y no encontraba postura cómoda en el asiento.

—¿Se lo parezco?

Angis se estremeció. Si aquella muchacha se hubiera echado a llorar, si se hubiera mostrado histérica o empezado a gritar… Pero no. Barbara Ross mantenía un tono de voz pausado, frío. Hasta ese momento, la había considerado una muchacha callada. Con conocimientos suficientes como para dirigir la puñetera Ross Company, sí, pero sin llegar a más. Siempre estuvo convencido de conseguir, a la muerte de Ross, que se fiara de sus consejos. ¡Qué equivocación! Aquella insolente que lo miraba con desdén, que se atrevía a tratarle de tú a tú a pesar de ser una simple mujer, tenía un coraje que le estaba sorprendiendo.

Además, ella tenía todos los ases en su mano.

Y lo sabía.

En su profesión primaba la confianza; si ella destrozaba su reputación, y podía hacerlo, se vería abocado al ostracismo.

Thomas Ross debería haberle bajado aquellos humos de princesa con unas cuantas palizas. De haber estado en su mano… Ajustó de nuevo su corbatín, cerró la carpeta de los documentos y concretó, sin atreverse a mirarla a los ojos:

—Esto es lo que hay: debe cumplirse la última voluntad de su tío.

Barbara apretó con fuerza los brazos del sillón, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. De buena gana hubiera saltado por encima de la mesa y rodeado el cuello escuálido de aquel leguleyo.

—Salga de esta casa y no vuelva nunca.

—Tengo cosas que…

—¡Nunca!

Él tomó la carpeta y salió de allí a escape, no sin antes regalarle una apagada maldición.

Barbara elevó entonces la mirada hacia el óleo colgado encima de la chimenea. El hombre del retrato, de pie, vestido de oscuro, apoyaba su mano derecha en el respaldo de un sillón de brocado rojo. Su gesto le pareció más severo que otras veces que miró el excelente trabajo del pintor, como si le recriminara su comportamiento, para nada femenino.

—¿Qué has hecho, tío?

Una semana más tarde tenía solucionado el control de la fábrica de maderas: quedaba en manos de un hombre de su total confianza, hasta ahora encargado de la misma, que le haría llegar sus informes a Londres.

No estaba preocupada por el negocio. Con o sin ella en Escocia la fábrica continuaría suministrando los pedidos, cada vez más frecuentes y abultados.

Pero la mansión…

La casa se asemejaba a un enorme fantasma cubierto de sudarios. Muebles, lámparas y espejos yacían ahora ocultos tras los oscuros lienzos; los postigos estaban cerrados, las plantas que con tanto esmero cuidaba se habían sorteado entre los criados, que ya habían comenzado a marcharse. Ninguno se quedaría en la calle. Thomas dejó dispuesto que se entregara una generosa cantidad de dinero a cada sirviente, junto con una carta de inmejorables referencias.

Poco quedaba pues por hacer allí y Barbara lo sabía.

Dolía.

¡Cómo dolía despedirse de cada habitación, de cada objeto! De Cariño, su caballo; un animal de color café con buena alzada, cabeza elegante, ojos despiertos, crines sedosas y largas extremidades rematadas por borlas blancas. Su imagen era portentosa, se había enamorado de él nada más verlo, cuando su tío se lo regaló al regresar del internado; desde ese instante, fueron inseparables.

Pero no podía llevarlo con ella a Londres.

Lo que más le punzaba el alma era tener que decir adiós a cada una de las personas que conocía desde que era una niña, aunque pasó más tiempo fuera de la casa que dentro. De todos sabía sus nombres, el nombre de sus hijos, sus problemas y sus alegrías. Una gran familia a la que se veía obligada a abandonar.

La fuente del jardín, esa en la que tres querubines dejaban correr el agua que manaba de sus flautas en un pilón octogonal, callaba.

En esos momentos odió ser mujer. Odió las leyes que la obligaban a depender de un hombre, como si las mujeres fueran incapaces de subsistir solas. Odió tener que esperar hasta una mayoría de edad impuesta por una sociedad rancia que, sin embargo, se la concedía a los varones años antes que a la mujer. En un futuro, las cosas cambiarían, lo intuía y soñaba, pero de momento tenía que claudicar y adaptarse a las normas. ¡Que no resignarse a ellas!

Allí se encontraba pues, metida en un carruaje de camino a Londres, la ciudad en la que llegara al mundo y a la que nunca regresó, donde debería ir y venir vigilada por alguna alcahueta proporcionada por su nuevo tutor.

De hecho, tendría que haber emprendido viaje con alguna otra dama y no solo en compañía de su cochero. Se había negado en redondo. Conocía a McBain desde que no abultaba un palmo y le confiaría su vida. Ojalá hubiese podido tener el apoyo de Cliona, pero ni su edad recomendaba un viaje tan agotador ni hubiera sido justo separarla de sus nietos, ahora que podía disfrutar de ellos. Habían prometido escribirse cada poco.

El carruaje volvió a ponerse en marcha minutos después y la joven se asomó por la ventanilla.

—¿Todo bien, señor McBain? —alzó la voz para hacerse escuchar por encima del ruido de la lluvia.

—Llegaremos, señorita.

Cerró la cortina, se recostó de nuevo en el asiento y entretuvo el tedio imaginándose cómo sería el hombre elegido por su tío. No sabía de él nada en absoluto, salvo que se llamaba Alan Chambers y era el vizconde de Maine.

Pensar en ese individuo la alteró.

«Dios mío, cómo voy a echar de menos Escocia».

Cansada de darle vueltas al problema, suspiró y cerró los ojos, rezando por llegar cuanto antes. Después de varios días de viaje, parando en posadas de camas poco o nada cómodas, le dolían todos los huesos. Necesitaba un baño caliente y dormir veinticuatro horas seguidas.

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2

—¡Por todos los demonios, Benjamin! —protestó, mirando la muñeca de cara redonda, que a él le parecía horrorosa—. ¿No se le ha ocurrido nada mejor?

—Milord, una muñeca siempre es algo que agrada a una jovencita. Le aseguro que esta en concreto, está haciendo furor; se ha puesto de moda coleccionarla con distintos vestidos.

—Pues a mí me parece fea de narices. Cintas de colores, un costurero, un chal… Qué sé yo, hombre, algo con un poco más de gusto que este monstruo.

Benjamin Kipling se encogió de hombros, envolvió de nuevo la muñeca en el papel y confirmó:

—Cambiaré el regalo, milord.

—Olvídelo y déjelo en su cuarto, no merece la pena que pierda más tiempo con esto. ¿Qué sabemos de la institutriz?

—Es posible que llegue hoy mismo, milord.

—Bien. Ande, llévese eso. —Señaló la muñeca.

—Como guste el señor. Excelencia. —Hizo una inclinación de cabeza al hombre que se encontraba de pie, con las manos cruzadas a la espalda, mirando por la ventana. Apenas oyó que se cerraba la puerta, este se volvió hacia el dueño de la casa.

—Has sido un auténtico grosero, después de ocuparse de ir a comprar un regalo. Regalo, dicho sea de paso, que deberías haber ido a adquirir tú mismo.

—Yo no tengo tiempo para esas cosas.

—Ya. Solo tienes tiempo para lo que te interesa.

—No empieces, Conrad, hoy no estoy de humor.

Conrad Chambers, duque de Hatfield, se quedó mirando a su hermano con cara de pocos amigos. Alan tenía un carácter endemoniado, pero no toda la culpa era suya. Él, como cabeza de familia tras la muerte de su progenitor, debería haberle puesto freno. A él y a Vincent, tres años menor que Alan y el que solía reírle las gracias cuando no participaba en algún escándalo.

El duque observó cómo su hermano iba y venía por la sala, echando rápidas miradas al bonito reloj dorado que adornaba la repisa de la chimenea.

—¿Qué pasa?

—Que tengo una cita, eso es lo que pasa, y he de esperar a que llegue esa mocosa. Oye, ¿no podrías…?

—No.

—Al menos, déjame acabar.

—Ni falta que hace porque sé lo que vas a pedirme: yo me quedo aquí, espero a esa chiquilla y mientras, tú, te largas a ver a tu amante de turno o a jugar en Brooks’s.

—Conrad, es preciosa —rogó.

—No me hagas repetir las cosas. Tuviste tiempo de sobra para responder al abogado de ese sujeto… ¿cómo se llamaba? Ross. Para poner una excusa que te librara de hacerte cargo de la niña.

—Estuve ocupado.

—Por supuesto que sí: con Josephine Crane. Cantante, rubia y con más curvas que la costa de Cornualles.

—¿Me estás espiando?

—¡No digas necedades!

—Entonces ¿cómo sabes que…?

—¡Maldita sea, Alan! —Dio un paso hacia él, pero se impuso la disciplina de la que siempre hacía gala—. Te tuvieron que sacar de White’s borracho como una cuba, acabaste en su casa y hube de ir a por ti porque la chica pensó que te morías.

Alan apretó las mandíbulas y dio la espalda a su hermano. Recordaba perfectamente esa noche, que intentó transcurriera sin incidentes. Pero alguien había sacado a colación un nombre en el club. Un maldito nombre que le lanzó a dolorosos recuerdos. Y empezó a beber como un maldito. Para olvidarse de ese título y de la mujer que destrozó la vida de su padre y la suya. Conrad llevaba razón: acabó en casa de su amante y no se comportó como se esperaba de un caballero con dos dedos de frente.

—Pero dejemos ese asunto y volvamos a lo que interesa ahora: eres el tutor de esa pequeña y tienes que recibirla —le azuzó el duque—. Esa niña está sola en el mundo. Ahora es tu responsabilidad.

—No sé qué diferencia hay en que la reciba uno u otro.

—Pues la hay. Ella querrá conocer al hombre que va a cuidar de ella y no soy yo. Además, me esperan, esta noche tenemos invitados.

—No te llevaría mucho tiempo. De verdad que me harías un grandísimo favor.

Conrad suspiró con cansancio y se dirigió a la puerta. Alan nunca rogaba; que lo estuviera haciendo solo podía significar que estaba asustado ante la perspectiva de verse a cargo de una pequeña.

—Pídeselo a Ben —le fustigó, volviéndose a mirarlo tras abrir—. Puede que acceda a ejercer de anfitrión hasta que te dignes regresar a tu casa y cumplir con tus deberes. Desde luego, lo haría bastante mejor que tú.

—Gracias por nada, hermano.

—Un día de estos acabarás con mi paciencia y nos veremos la cara en el ring.

—Cuando quieras. Márchate de una vez, disfruta de tu condenada reunión.

El duque salió dando un portazo, manifestando su mal humor, y Alan abandonó su gesto sarcástico para fruncir el ceño. Con el índice y el pulgar se masajeó el puente de la nariz. No le preocupaba en absoluto la amenaza de su hermano, aunque era bastante bueno con los puños; siempre que se enfrentaban en el gimnasio solía ganarle y le dejaba dolorido por varios días. Lo que de verdad le preocupaba era la llegada de la sobrina de Thomas.

—El viejo Ross…

Se habían conocido en Aberdeen y, a pesar de la diferencia de edad, se hicieron grandes amigos, se vieron en varias ocasiones y mantuvieron correspondencia de vez en cuando. La noticia de su muerte le dejó un amargo sabor de boca. Pero endosarle la tutoría de su sobrina… Recordó, vagamente, la acuarela de una chiquilla con el cabello cobrizo y unos preciosos ojos verdes.

—¡Qué narices voy a hacer yo con una niña!

Subió a su recámara. Sin solicitar la ayuda de Benjamin, eligió la ropa que iba a ponerse, se cambió, tomó el sombrero y bajó a la planta inferior. Esa noche se emborracharía para olvidar el giro que había dado su vida de un día para otro: una mocosa y una institutriz en su casa. Se le acababa de ir al garete su tranquilidad de soltero.

Benjamin, como si le hubiera intuido, estaba al pie de la escalera con el bastón en la mano.

—¿Volverá tarde, milord?

—No me espere levantado. Quiero pedirle un favor: cuando llegue esa chiquilla, atiéndala usted. Espero que le guste su cuarto, a las crías les gusta el rosa, ¿verdad? Y diga a Rachel que prepare una tarta de chocolate.

—Sí, milord.

Justo en ese instante sonó la campanilla de la puerta principal y, dos segundos después, a lo lejos, la de la entrada de servicio. Ambos se miraron. Kipling se aproximó a la mirilla para ver de quién se trataba.

—Es lady Vivien, milord —le informó en tono muy quedo.

—La que me faltaba.

La llamada a la puerta de servicio se repitió.

—Debe de ser la nueva criada que pedimos. O la institutriz. ¿Abro a milady? —preguntó el mayordomo, llevando la mano al picaporte.

—Deme un momento. A lady Vivien le dice que estoy enfermo. O que me he muerto, a su elección. Saldré por detrás.

A Benjamin no le dio tiempo a objetar nada antes de ver a su joven amo perderse pasillo adelante, hacia la parte trasera de la casa. Le dio unos instantes, como pidiera, antes de abrir la puerta.

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3

Barbara aceptó la ayuda de McBain para descender del carruaje. Le iba a echar de menos, como a los demás; regresaría a Escocia en cuanto repararan los desperfectos del coche.

Mientras él bajaba su equipaje, abrió la verja que rodeaba la casa y avanzó por el caminillo de grava que llevaba a la puerta principal, cargando por sí misma el maletín de mano. Observó durante un momento la construcción: dos plantas, ladrillo rojizo y tejados de pizarra negra, rodeada por un cuidado jardín. Apenas se cruzaron con personas por la calle, reinaba la tranquilidad y las edificaciones colindantes estaban igual de pulcras, lo que indicaba que se trataba de una zona residencial y tranquila.

Reinició el camino, pero antes de poder dar dos pasos una mujer envuelta en un costoso traje y con un ridículo sombrero atado bajo la barbilla, pasó a su lado, haciendo que se apartara para evitar ser arrollada. La recién aparecida se la quedó mirado unos segundos y torció la boca en un gesto de disgusto.

—La puerta de servicio está a ese lado —dijo, olvidándose de ella y apurando el paso.

Barbara estuvo a punto de contestar algo, pero el desprecio de aquella mujer la dejó sin palabras. Tampoco era extraño que aquella gallina clueca la hubiese confundido con una criada, tal y como iba vestida, ya que había elegido su capa de entretiempo más usada para el viaje. No estaba con ánimos de discutir, de modo que prefirió dar un rodeo y entrar por donde le indicara.

La dama que la había menospreciado se paró ante la puerta principal, alisó las presuntas arrugas de su traje y recolocó su sombrerito antes de tocar la campanilla. En cuanto abrieron, se coló en el interior de la casa como si fuera la dueña.

Kipling inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto.

—Milady.

—Avise a lord Maine.

—Lo lamento, pero ha salido.

—¿Salió?

—Eso es, milady.

—Y ¿dónde ha ido? —quiso saber, sin disimular su contrariedad.

—Lo ignoro, milady.

—¿De veras no le ha dicho dónde iba? Se supone que es usted su ayuda de cámara además de su mayordomo.

—No tuvo a bien ponerme en antecedentes, milady.

—¿Seguro?

—Seguro, milady —respondió él, con aire cansado.

La joven, visiblemente irritada, ni siquiera le dio las gracias, pero sí una orden.

—Dígale que tenemos que vernos. Que me mande una nota en cuanto regrese.

Benjamin, sin contestar, se limitó a abrirle la puerta. La vio alejarse, con ese paso altivo de siempre y movió la cabeza.

—El señor podría buscarse a una auténtica dama en vez de estar rodeado siempre de… —obvió el adjetivo, cerró y se dirigió hacia el otro extremo de la casa.

Entretanto, Alan había llegado a la puerta de servicio, que ya se disponía a abrir su ama de llaves. Se le adelantó, abrió él mismo, agarró a la muchacha que aguardaba fuera y tiró de ella hacia adentro.

Barbara, por completo descolocada, le vio mirar al exterior con todo sigilo, como si se escondiera de alguien, antes de desaparecer cerrando a sus espaldas.

—Qué tipo tan descortés… y tan loco.

—Sígame, por favor —escuchó que le decía la mujer, con un atisbo de risa en la voz—, estaba trabajando en la cocina.

La joven suspiró al darse cuenta de que, por segunda vez en pocos minutos, la habían confundido con una empleada.

La estancia indicada olía a pan recién horneado, a especias, a dulces. Casi al mismo tiempo que ellas, por la puerta de enfrente, apareció un sujeto alto, delgado, con el cabello plateado en las sienes, ojos claros, traje oscuro y más tieso que el palo de una escoba.

—Bienvenida. —La miró con atención, catalogándola, y decidió que no daba el tipo de criada. Se hizo cargo del maletín y lo dejó a un lado—. Es usted más joven de lo que esperábamos. Soy Benjamin Kipling, mayordomo y ayuda de cámara de lord Maine. —Ella abrió la boca para presentarse, pero él no le dio oportunidad—. No se preocupe por las referencias, ya se las entregará a milord.

«McBain debe haber equivocado la dirección y esto es un manicomio», pensó la muchacha.

La mujer que la recibió, era la cara opuesta del mayordomo: rostro rubicundo y sonriente, cabello claro arreglado en un moño tirante y ancha de caderas. De edad aproximada a la de su compañero, vestía uniforme negro y delantal inmaculado, que se alisó mientras sacaba una bandeja del horno y la examinaba al mismo tiempo.

—Yo soy la señora Palmer, el ama de llaves y la cocinera. Puede llamarme Rachel.

—Barb… Barbara.

—Es muy joven —repitió el mismo parecer que Kipling—. Se la ve algo pálida. ¿Ha cenado? ¿No? Siéntese entonces, queda algo de guiso.

—Bueno, señora Palmer…

—Rachel a secas —pidió, trajinando ya con los cacharros.

—Es muy amable, pero creo que existe una pequeña confusión.

—¿Confusión? —preguntó Benjamin, arqueando sus pobladas cejas—. ¿Acaso no la envía la agencia Marpel?

—Me temo que no, señor… ¿Kipling? —Él asintió—. No me envía ninguna agencia y no soy lo que… crean que soy.

—¿No es la institutriz que estamos esperando?

—Lo siento.

—La nueva criada, entonces.

—Tampoco.

—Entonces ¿quién es usted? —demandó, por completo desconcertado.

—Barbara Ross. Mi cochero está afuera, junto con mi equipaje. Si alguien pudiera echarle una mano…

—¡Virgen Santísima! —Sin tener en cuenta su posición social con respecto a la recién llegada, se dejó caer en una silla mientras se llevaba la mano a la garganta, notando que le faltaba el aire.

La señora Palmer, aunque tan confusa como él, reaccionó con premura vertiendo un poco de agua en un vaso, que le entregó. No es que el ayuda de cámara del joven amo fuera santo de su devoción, casi siempre andaban a la gresca, pero Benjamin se ahogaba y ella era buena cristiana. Esperó a que se recobrara antes de decirle:

—Yo que usted iría a ayudar al cochero de la señorita, señor Kipling. —El mayordomo cabeceó, pidió disculpas y desapareció—. Perdóneme a mí también por la confusión, pero ¿cómo es que ha entrado por la puerta de servicio?

—Mi intención era hacerlo por la principal, pero me di de bruces con una dama bastante emperifollada a la que le faltó poco para empujarme, que me «ordenó» dejar el paso libre.

—¡Dios bendito, qué embrollo tan tonto! Bueno, sea como sea, se ve que está agotada. Deme su capa, por favor. Eso es. —Entrecerró los ojos al darse cuenta de sus ropas de luto; creyó conveniente hacérselo notar—. Lamento su pérdida, señorita. Ahora mismo la conduzco al comedor y le sirvo.

—Gracias. No es necesario ir al comedor, aquí estaré bien. Tiene usted una cocina muy agradable. Es verdad que estoy fatigada del viaje, ha sido largo, bastante aburrido y hasta hemos sufrido una avería —confesó, dando un vistazo al lugar: pulcro, ordenado, con un fuego que creaba un ambiente cálido y acogedor—. De todos modos, si es posible, me gustaría conocer a lord Maine esta misma noche.

—Ya conocerá mañana a milord, ahora está a punto de dormirse de pie.

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4

Despertó temprano, como era su costumbre.

Durante los primeros instantes se sintió aturdida al no saber dónde se encontraba. Luego recordó su llegada, la sucesión de errores hasta que quedó claro quién era, la desgarradora despedida de McBain cuando se marchó a la posada, porque con él se iba todo cuanto la unía a Escocia… y los ojos azules del hombre que le abriera la puerta.

No hubiera podido describir su rostro, tan pocos segundos estuvo a su lado, pero sus ojos era imposible olvidarlos. ¿Quién sería? ¿Un secretario? Sin duda, otro de los empleados de su nuevo tutor.

Se le atascó el aire en los pulmones al pensar en el hombre que controlaría cada uno de sus movimientos. ¿Por qué su tío decidió a última hora mandarla allí? Ella nunca quiso regresar a Londres, nada la unía a la ciudad, allí no tenía familia ni amigos. Todo cuanto amaba estaba en Escocia y Thomas nunca le mencionó nada al respecto.

Intentaba amoldarse a las circunstancias, pero se la comía la incertidumbre y, sobre todo, el temor ante la nueva vida que debía emprender.

Hizo un esfuerzo por serenarse. Recostada en los almohadones, inspeccionó el cuarto. Era amplio y cómodo, pero la decoración resultaba horrenda: la mullida alfombra, las cortinas, la tapicería rayada de los sillones junto al ventanal, la colcha… ¡Hasta el vestido de la muñeca que encontró sobre la cama era rosa! Y ella… odiaba el rosa.

Se levantó, se quitó el camisón para lavarse tras el biombo y luego abrió uno de sus baúles, que estaban a un lado del cuarto. Había llevado lo imprescindible; Cliona le enviaría el resto de sus cosas. Tomó el primer vestido que encontró, a fin de cuentas, todos se parecían: grises y sin adornos, como correspondía a alguien que estaba de luto. Debería haber encargado todos negros, pero su tío le había pedido mil veces que, cuando él muriera, no usara ese color.

—No te vistas nunca de cucaracha, niña. Prométemelo.

Se le escapó una sonrisa al recordar la frase. Solo había faltado a esa promesa durante el entierro, al que asistió de luto riguroso. Podría haber seguido usando sus vestidos, pero le hubiera remordido la conciencia; ni colores ni cenefas griegas —que estaban de moda—, solo grises y, en todo caso, algún ribete blanco.

Suspiró ante los nada frívolos vestidos y cerró el baúl. Ya pediría más tarde que planchasen algunas prendas. Recogió su largo cabello en un rodete sobre la coronilla y se miró en el espejo de cuerpo entero, situado en una esquina del cuarto. A pesar de todo, parecía una cucaracha. Descolorida, eso sí. Bueno, pues tendría que aguantarse. De t

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