Título original: Suddenly You
Traducción: Cristina Martín
1.ª edición: noviembre 2005
© 2001 by Lisa Kleypas
© Ediciones B, S.A., 2005
Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Diseño de cubierta: MRH
Diseño de colección: Ignacio Ballesteros
Depósito Legal: B.19314-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-154-5
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A mi hermano Ki, por proporcionarme constante cariño, comprensión y apoyo, y por estar siempre a mi lado cuando te necesito.
Soy muy afortunada de ser hermana tuya.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
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Epílogo
Prólogo
Londres, noviembre de 1836
—¿Qué estilo prefiere, señorita Briars? ¿Le gustaría un hombre rubio o moreno? ¿Alto o de mediana estatura? ¿Inglés o extranjero? —La mujer usaba un tono de lo más práctico, como si estuvieran hablando de un plato que había de servirse en una cena, en lugar de tratarse de un hombre de alquiler para aquella noche.
Sus preguntas hicieron que Amanda se encogiese. Notó que se le inflamaban las mejillas hasta sentirlas arder, y se preguntó si era eso lo que les ocurría a los hombres cuando visitaban por primera vez un burdel. Por suerte, aquel burdel era mucho más discreto y estaba amueblado con mucho mejor gusto de lo que había imaginado. De sus paredes no colgaban pinturas chocantes ni grabados vulgares, ni tampoco había a la vista clientes ni prostitutas. El establecimiento de la señora Bradshaw resultaba bastante atractivo, forradas de damasco color verde musgo las paredes, y la salita de recepción privada amueblada al estilo Hepplewhite. Había una mesita de mármol colocada con muy buen gusto junto a un sofá estilo Imperio adornado con escamas de delfín doradas.
Gemma Bradshaw tomó un pequeño lápiz dorado y un diminuto cuaderno que estaba sujeto del borde de la mesa, y la miró expectante.
—No tengo un estilo preferido —contestó Amanda, mortificada aunque decidida—. Me fío de su criterio. Simplemente envíeme a alguien la noche de mi cumpleaños, dentro de una semana a partir de hoy.
Por alguna razón, aquello pareció divertir a la señora Bradshaw.
—¿Como un regalo para sí misma...? Qué idea tan deliciosa. —Observó a Amanda con una sonrisa que, poco a poco, fue iluminando su rostro anguloso. No era hermosa, ni siquiera bonita, pero poseía un cutis terso y una cabellera de un rojo profundo; aparte de un cuerpo espigado y voluptuoso—. Señorita Briars, ¿me permite la indiscreción de preguntarle si es usted virgen?
—¿Por qué desea saberlo? —replicó Amanda, cautelosa.
La señora Bradshaw enarcó una de sus cejas perfectamente depiladas en un gesto divertido.
—Si de verdad está dispuesta a fiarse de mi criterio, señorita Briars, debo conocer los detalles de su situación. No es habitual que una mujer como usted acuda a mi establecimiento.
—Muy bien. —Amanda respiró hondo y habló a toda prisa, impulsada por algo similar a la desesperación, en lugar del buen juicio del que siempre se había enorgullecido—. Soy una solterona, señora Bradshaw. Dentro de una semana cumpliré treinta años. Y sí, aún soy virgen... —Tropezó con aquella palabra para proseguir acto seguido en tono resuelto—: Pero eso no quiere decir que tenga que seguir siéndolo. He acudido a usted porque de todos es sabido que es capaz de proporcionar cualquier cosa que solicite un cliente. Ya sé que debe resultar sorprendente que venga aquí una mujer como yo...
—Querida —la interrumpió la señora Bradshaw con una suave sonrisa—. Hace mucho que me pasó la época en la que yo era capaz de sorprenderme por algo. Verá, creo que entiendo muy bien su dilema, y desde luego procuraré darle una solución que sea de su agrado. Dígame, ¿tiene alguna preferencia en cuanto a la edad y el aspecto físico? ¿Algo que le guste o disguste en particular?
—Preferiría un hombre joven, pero no más que yo; que no fuera demasiado viejo. No es necesario que sea guapo, aunque no quisiera que resultase desagradable a la vista. Y limpio —agregó al ocurrírsele la idea—. Insisto en la limpieza.
El lápiz garabateaba a toda prisa sobre el cuaderno.
—No creo que eso resulte un problema —repuso la señora Bradshaw con una centelleante chispa en sus bonitos ojos castaños, sospechosamente parecida a la risa.
—También debo insistir en la discreción —dijo Amanda en tono tajante—. Si llega a descubrirse lo que he hecho...
—Querida —dijo la señora Bradshaw adoptando una postura más cómoda en el sofá—, ¿qué cree usted que sería de mi negocio si consintiera que se violase la intimidad de mis clientes? Debe saber que mis empleados atienden a algunos de los miembros más destacados del Parlamento, por no mencionar a los lores y damas más acaudalados de la alta sociedad. Su secreto estará a salvo, señorita Briars.
—Gracias —respondió Amanda, invadida en partes iguales por el alivio y el terror; y también por la terrible sospecha de que estaba cometiendo el error más grave de toda su vida.
1
Amanda sabía exactamente por qué el hombre que estaba de pie en la puerta era un prostituto. Desde el momento en que lo hizo entrar en la casa con el gesto de quien proporciona asilo a un convicto fugado, él no dejó de mirarla en silencio, confundido. Era obvio que carecía de la capacidad mental necesaria para dedicarse a una ocupación de corte más intelectual. Pero de más está decir que un hombre no necesitaba poseer inteligencia para hacer aquello por lo que lo habían contratado.
—Dese prisa —susurró Amanda, tirando con ansiedad del musculoso brazo del hombre. Cerró la puerta de golpe tras él—. ¿Cree que le habrá visto alguien? No había previsto que se presentase usted sin más en la puerta principal. ¿Es que a los hombres de su profesión no se les enseña a guardar cierta discreción?
—Mi... profesión —repitió él, desconcertado.
Ahora que lo tenía a salvo de las miradas públicas, Amanda se permitió observarlo de arriba abajo. A pesar de su aparente escasez de intelecto, era notablemente apuesto. En realidad, era bello, si es que podía aplicarse semejante adjetivo a una criatura tan masculina. Poseía una constitución robusta a pesar de ser delgado, con unos hombros que parecían abarcar la anchura de la puerta al completo. Su cabello negro y brillante era espeso y estaba bien cortado, y su bronceado rostro relucía gracias a un pulcro afeitado. Tenía una nariz larga y recta y una boca sensual.
Y también un par de notables ojos azules, de un tono que Amanda estaba segura de no haber visto antes; a excepción, tal vez, de la tienda donde el farmacéutico local fabricaba tinta cociendo plantas de indigofera y sulfato de cobre durante varios días hasta que producían un azul tan intenso y profundo que se acercaba al violeta. Sin embargo, los ojos de este hombre no poseían la mirada angelical que, por lo general, uno podría asociar a dicho color: era astuta, curtida, como si hubiese contemplado con demasiada frecuencia el lado desagradable de la vida que ella no había llegado a conocer.
A Amanda no le costó comprender por qué las mujeres pagaban por gozar de la compañía de aquel hombre. La idea de alquilar aquella criatura masculina de poderosa mirada para que hiciera lo que una le ordenase resultaba extraordinaria. Y tentadora. Amanda se sintió avergonzada de la secreta reacción que experimentó al verlo, de los estremecimientos fríos y calientes que recorrieron todo su cuerpo, del intenso rubor que tiñó a sus mejillas. Se había resignado a ser una digna solterona... Incluso se había convencido a sí misma de que el hecho de no haberse casado le permitía disfrutar de una gran libertad. No obstante, su inquieto cuerpo, por lo visto, no entendía que una mujer de su edad no debía verse ya acosada por el deseo. En una época en la que tener veintiún años se consideraba ser vieja, llegar soltera a los treinta decía a las claras que esa mujer se había quedado para vestir santos. Había dejado atrás su mejor momento, ya no era deseable. Una «carraca», así era como la sociedad denominaba a una mujer como ella. Ojalá pudiera aceptar su destino.
Amanda se obligó a sí misma a mirar directamente aquellos extraordinarios ojos azules.
—Tengo la intención de ser franca, señor... No, no importa, no me diga su nombre; no vamos a conocernos lo suficiente como para que yo necesite saberlo. Verá, he tenido oportunidad de reflexionar sobre una decisión que tomé más bien de manera precipitada, y el hecho es que... en fin, que he cambiado de idea. Le ruego que no se lo tome como una ofensa personal, no tiene nada que ver con usted ni con su físico y, por descontado, así se lo haré saber a su jefa, la señora Bradshaw. En realidad, es usted un hombre muy apuesto, y muy puntual, y no me cabe duda alguna de que se le da muy bien lo... bueno, lo que usted hace. Lo cierto es que he cometido un error. Todos cometemos errores y, desde luego, yo no soy una excepción. Son muchísimas las veces que cometo pequeñas equivocaciones al juzgar...
—Espere. —El hombre alzó sus grandes manos en un gesto defensivo y clavó la mirada en el sonrojado rostro de Amanda—. Deje de hablar.
Nadie, en toda su vida adulta, se había atrevido nunca a hacerla callar. Sorprendida, selló sus labios y se esforzó por contener el torrente de palabras que amenazaba con desbordarlos. El desconocido cruzó los brazos delante de su musculoso pecho y apoyó la espalda contra la puerta para mirarla fijamente. La luz de la lámpara que había en el minúsculo recibidor de aquella casa a la moda londinense, proyectaba un fleco de sombras, debido a sus largas pestañas, sobre sus perfilados y elegantes pómulos.
Amanda no pudo evitar pensar que la señora Bradshaw tenía un gusto excelente. El hombre que le había enviado vestía incluso demasiado bien y ofrecía un aspecto próspero, con un atuendo a la moda sin dejar de ser tradicional: levita negra y pantalones gris marengo, y zapatos negros de impecable brillo. Su camisa blanca almidonada destacaba respecto a su tez morena, y su corbata de seda gris lucía un nudo sencillo y perfecto. Justo hasta ese momento, si le hubieran instado a Amanda a que describiese su hombre ideal, lo habría imaginado rubio, de piel clara y huesos finos, pero ahora se vio obligada a revisar por completo aquella visión. Ningún Apolo de cabellos rubios podría siquiera compararse con aquel hombre grande y apuesto.
—Es usted la señorita Amanda Briars —dijo él, como si solicitara confirmación—. La novelista.
—Sí, escribo novelas —repuso ella con forzada paciencia—. Y usted es el caballero que envía la señora Bradshaw, ¿no es así?
—Al parecer, lo soy —contestó él muy despacio.
—Pues bien, acepte mis excusas, señor... No, no me lo diga. Como le he explicado, he cometido una equivocación y, por lo tanto, debe usted irse. Por descontado, le pagaré por sus servicios aun cuando ya no sean necesarios, dado que la culpa es del todo mía. Dígame cuáles son sus honorarios habituales y zanjaremos el asunto de inmediato.
Sin dejar de mirarla, el semblante del desconocido experimentó un cambio y el aturdimiento dio paso a la fascinación, al tiempo que sus ojos azules centelleaban con un aire entre divertido y malicioso que le produjo un incómodo hormigueo en la piel.
—Explíqueme qué servicios se requerían —sugirió con cautela, apartándose de la puerta. Se acercó a Amanda hasta que su cuerpo se cernió por encima del de ella—. Me temo que no he llegado a hablar de los detalles con la señora Bradshaw.
—Oh... Supongo que meramente los básicos. —El aplomo de Amanda se estaba viniendo abajo a cada segundo que transcurría. Sentía un terrible sofoco en las mejillas, y el corazón le retumbaba en todo el cuerpo—. Lo normal. —Se volvió a ciegas hacia la mesa semicircular de madera satinada que apoyaba contra la pared, donde había depositado un fajo de billetes doblados con extremo cuidado—. Siempre pago mis deudas. Les he causado molestias tanto a usted como a la señora Bradshaw para nada, de modo que estoy más que dispuesta a compensárselo...
De pronto se interrumpió con un sonido ahogado, al sentir que él cerraba la mano alrededor de su brazo. Era impensable que un desconocido osase poner la mano en parte alguna del cuerpo de una dama. Aunque más impensable todavía era que una dama recurriese a un hombre de alquiler y, sin embargo, eso era precisamente lo que ella había hecho. Deprimida, tomó la decisión de ahorcarse antes de volver a cometer semejante necedad.
Se le tensó el cuerpo al sentir su contacto, y no se atrevió a moverse cuando oyó su voz justo a su espalda:
—No quiero dinero. —Su voz profunda estaba teñida de lo que podría denominarse como una sutil diversión—. No voy a cobrar nada por unos servicios que usted no ha recibido.
—Gracias. —Amanda juntó las dos manos cerrándolas en un solo puño, con los nudillos blancos debido a la fuerza con la que apretaba—. Muy amable de su parte. Al menos le pagaré un coche; no hay necesidad de que regrese a su casa a pie.
—¡Oh! aún no tengo pensado marcharme.
A Amanda se le descolgó la mandíbula. Se volvió para mirarlo de frente con una expresión de horror. ¿A qué se refería con eso de que no iba a marcharse? ¡Bueno, pues le obligaría a irse, le gustase o no! Estudió rápidamente las diferentes alternativas pero, por desgracia, tenía muy pocas a su alcance. Había dado la noche libre a sus sirvientes —un criado, una cocinera y una doncella—, de modo que, por ese lado, no iba a obtener ayuda. Desde luego, no pensaba recurrir a pedir socorro a gritos, pues la consiguiente publicidad resultaría perjudicial para su carrera, y sus libros constituían el único sostén económico de aquella casa. Miró de reojo una sombrilla con mango de roble que descansaba en el paragüero de porcelana situado junto a la puerta, y fue acercándose a ella con la mayor discreción posible.
—¿Está pensando en echarme golpeándome con eso? —inquirió con cortesía su indeseado invitado.
—Si es necesario...
Aquella afirmación fue acogida por el hombre con un bufido de diversión. El invitado le tocó la barbilla y la obligó a alzar la vista hacia él.
—Señor —exclamó Amanda—. ¿Le importaría...?
—Me llamo Jack. —La sombra de una sonrisa cruzó por sus labios—. Y voy a marcharme muy pronto, pero no sin antes hablar con usted de unas cuantas cosas. Tengo algunas preguntas que hacerle.
Ella suspiró con impaciencia.
—Señor Jack, no me cabe duda de que así es, pero...
—Jack es mi nombre de pila.
—Muy bien... Jack. —Frunció el ceño—. ¡Le agradecería que tuviera la amabilidad de marcharse inmediatamente!
A modo de respuesta, él se adentró un poco más en el vestíbulo, tan relajado como si ella lo hubiera invitado a tomar el té. Amanda se vio obligada a revisar su inicial opinión acerca de la pobreza intelectual de aquel individuo. Ahora que se había recuperado de la sorpresa que le había supuesto ser introducido en la casa de un tirón, su inteligencia mostraba signos de una rápida mejora.
El desconocido recorrió la casa con la mirada, valorando lo que veía, fijándose en el diseño clásico de los muebles de aquella salita azul y beige, así como en la mesa con pie de caoba, coronada por un espejo enmarcado, que había al fondo del vestíbulo. Si buscaba señales de lujosa ornamentación o detalles evidentes de riqueza, sin duda iba a quedar decepcionado; Amanda no soportaba la pretensión ni la falta de sentido práctico, por eso había escogido los muebles teniendo en cuenta su funcionalidad más que su estilo. Si adquiría un sillón, debía ser grande y cómodo; si compraba una mesita auxiliar, debía ser lo bastante robusta para sostener una pila de libros o una lámpara grande. No le gustaban los dorados ni los platos de porcelana, ni tampoco los grabados o jeroglíficos que estaban tan de moda.
Cuando el visitante se detuvo cerca de la puerta de su salita, Amanda le habló en tono seco:
—Ya que, por lo visto, va a hacer lo que le venga en gana, con independencia de lo que yo desee, entre del todo y siéntese. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Una copa de vino, quizá?
Aunque la invitación rezumaba sarcasmo, él la aceptó con una rápida sonrisa.
—Sí, si usted me acompaña.
El relámpago de sus dientes blancos, el inesperado brillo deslumbrante de su sonrisa, causaron una extraña sensación en Amanda, parecida a la que se experimenta al sumergirse en un baño caliente tras todo un día gris de invierno. Ella siempre tenía frío. El clima húmedo y nublado de Londres parecía calarle hasta los huesos, y a pesar de que utilizaba abundantes prendas de abrigo para los pies, mantas sobre el regazo, baños calientes y té reforzado con coñac, siempre estaba a un paso de la congelación.
—Tal vez un poco de vino —se oyó decir a sí misma—. Por favor, tome asiento, señor... es decir, Jack. —Le dedicó una irónica mirada—. Dado que ahora se encuentra en mi salita, quizá desee decirme su nombre completo.
—No —respondió él en voz baja, con la sonrisa todavía centelleando en sus ojos—. En vista de las circunstancias, creo que vamos a quedarnos en el plano de los nombres de pila... Amanda.
¡Vaya, desde luego que no le faltaba descaro! Le indicó con un gesto brusco que se sentara mientras ella iba hasta el aparador. Jack, por el contrario, permaneció de pie hasta que sirvió las dos copas de vino. Sólo cuando ella se acomodó en el diván de caoba, decidió Jack ocupar el sillón Trafalgar que había al lado. La luz procedente del nutrido fuego que crepitaba en la chimenea de mármol blanco jugueteaba sobre su reluciente cabello negro y su piel de tonos dorados; resplandecía de salud y juventud. De hecho, Amanda empezó a preguntarse con actitud suspicaz si no sería unos años más joven que ella.
—¿Brindamos? —sugirió su invitado.
—Es obvio que desea hacerlo —replicó ella en tono cortante.
Aquella respuesta provocó en él una deslumbrante sonrisa, y alzó su copa.
—Por una mujer de gran audacia, imaginación y belleza.
Amanda no bebió. Lo miró ceñuda mientras él tomaba un sorbo de vino. Ciertamente, era una vergüenza que se hubiera colado de aquel modo en la casa, que se hubiera negado a marcharse cuando se le pidió que lo hiciera, y que ahora se burlara de ella.
Ella era una mujer inteligente y sincera, sabía quién era... y no era ninguna belleza. Sus atractivos eran, como mucho, moderados, y eso si no se tenía en cuenta el ideal femenino de la época. Era de baja estatura, y si bien algunos días se la podría describir como voluptuosa, otros era regordeta sin más. Su pelo era una masa caótica y rebelde de bucles color castaño rojizo; unos bucles odiosos que siempre lograban desafiar toda sustancia o utensilio del que ella se sirviera para alisarlos. Sí, tenía una bonita piel, sin marcas ni manchas, y sus ojos habían sido descritos en cierta ocasión como «agradables» por algún bienintencionado amigo de la familia, pero eran unos ojos de color gris liso, sin ningún matiz verde o azul que les aportase un poco de vida.
Al carecer de belleza física, Amanda había escogido cultivar su mente y su imaginación, lo cual, tal como había predicho con tristeza su madre, fue el definitivo golpe de mala suerte.
Los caballeros no deseaban esposas de mente cultivada, querían esposas atractivas que no les hicieran constantes reproches ni discutieran con ellos. Y, desde luego, no buscaban mujeres de vibrante imaginación que fantasearan con personajes de ficción sacados de los libros. De ahí que las dos guapas hermanas mayores de Amanda hubiesen pescado marido y ella hubiese recurrido a escribir novelas.
Su indeseado huésped continuaba mirándola fijamente con aquellos penetrantes ojos azules.
—Dígame por qué una mujer con un físico como el suyo tiene que alquilar un hombre para llevárselo a la cama.
Su estilo directo la ofendió. Sin embargo... había algo inesperadamente divertido en la perspectiva de hablar con un hombre sin ninguna de las restricciones sociales al uso.
—En primer lugar —dijo Amanda fríamente—, no hay necesidad de que me hable en tono condescendiente dando a entender que soy Helena de Troya, cuando está claro que no soy una belleza.
Aquello le reportó otra mirada fija.
—Yo creo que sí —repuso él en voz queda.
Amanda sacudió la cabeza con decisión.
—Es evidente que piensa usted que soy una de esas necias que sucumben fácilmente a los halagos, o de lo contrario es que coloca el listón muy bajo. Sea como fuere, señor, se equivoca.
Una sonrisa curvó la comisura de los labios de Jack.
—No deja usted mucho espacio para el debate, ¿no es así? ¿Es igual de contundente en todas sus opiniones?
Ella respondió a su sonrisa con otra propia, más irónica.
—Por desgracia, sí.
—¿Por qué es una desgracia tener opinión propia?
—En un hombre resulta una cualidad admirable; en una mujer, se considera un defecto.
—No es ésa mi opinión. —Bebió un sorbo de vino y se relajó en su sillón. Acto seguido estiró sus largas piernas y la observó atentamente. A Amanda no le gustó el modo en que se acomodó, como si estuviera dispuesto a entablar una conversación prolongada—. No voy a permitir que eluda mi pregunta, Amanda. Explíqueme por qué ha alquilado un hombre para esta noche. —Su viva mirada la desafió a que hablara sin tapujos.
Amanda reparó en que estaba aferrando con demasiada fuerza el pie de su copa, por lo que obligó a sus dedos a aflojar la presión.
—Es mi cumpleaños.
—¿Hoy? —Jack rió con suavidad—. Feliz cumpleaños.
—Gracias. ¿Quiere marcharse ya, por favor?
—Claro que no, dado que soy su regalo de cumpleaños. Voy a hacerle compañía. No estará sola en una ocasión tan señalada. Déjeme que lo adivine... Hoy termina usted su año de vida número treinta.
—¿Cómo ha adivinado mi edad?
—Porque las mujeres siempre reaccionan de un modo extraño al cumplir treinta años. En cierta ocasión, conocí a una que ese día cubrió todos los espejos con una tela negra, exactamente como si hubiese muerto alguien.
—Estaba de luto por su juventud perdida —le dijo Amanda, tras lo cual bebió un buen trago de vino hasta notar un rastro de calor en el pecho—. Estaba reaccionando al hecho de que había alcanzado la mediana edad.
—Usted no es de mediana edad. Está en su punto. Igual que un melocotón de invernadero.
—Tonterías —musitó Amanda, molesta al advertir que aquel halago, vacío como era, le había provocado una levísima sensación de placer. Quizá fuera el vino, o tal vez se debiera al hecho de saber que se trataba de un desconocido al que jamás volvería a ver después de aquella noche pero, de pronto, se sintió libre para decirle lo que le apeteciera—. Mi mejor momento fue hace diez años; ahora simplemente me conservo, y dentro de no mucho estaré enterrada en el huerto con los demás desechos.
Jack rió y dejó a un lado su copa. A continuación, se incorporó para quitarse la levita.
—Perdóneme —dijo—, pero esto es como un horno. ¿Siempre tiene la casa tan caldeada?
Amanda lo observó con cautela.
—Fuera hay mucha humedad, y yo siempre tengo frío. La mayoría de los días llevo un gorro y un chal dentro de casa.
—Yo podría sugerirle otros métodos para mantenerse caliente.
Y, sin pedir permiso, se sentó junto a ella. Amanda se acurrucó contra su lado del diván, aferrándose a lo que quedaba de su compostura.
Por dentro se sentía alarmada a causa del macizo cuerpo masculino que tan a su alcance tenía, por la experiencia desconocida de estar sentada al lado de un hombre en mangas de camisa. Su fragancia le cosquilleó la nariz, y aspiró aquel atractivo olor... a piel masculina, a lino, con una nota penetrante de colonia cara. Nunca había caído en la cuenta de lo bien que podía oler un hombre. Ninguno de los maridos de sus hermanas desprendía aquel agradable aroma; a diferencia de este hombre, ambos eran pesados y respetables, el uno profesor de una exclusiva escuela, el otro un rico comerciante de la ciudad educado para convertirse en caballero.
—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó Amanda impulsivamente, juntando las cejas.
Jack titubeó durante una fracción de segundo antes de responder:
—Treinta y uno. Le preocupan mucho los números, ¿no es cierto?
Parecía joven para tener treinta y un años, reflexionó Amanda. No obstante, era una injusticia vital que los hombres rara vez delataran su edad, no como les ocurría a las mujeres.
—Esta noche, sí —reconoció—. Sin embargo, mañana habrá pasado mi cumpleaños y no volveré a pensar en él. Empezaré a vivir los años que me queden, y procuraré disfrutarlos todo lo que pueda.
El tono pragmático de sus palabras pareció divert