Bajo las estrellas

Ana Iturgaiz

Fragmento

 

1.ª edición: febrero 2012

 

© Ana Iturgaiz Rodríguez, 2012

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello Vergara

Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.8216-2012

ISBN EPUB:  978-84-15389-60-6

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A Carlos, Amaia e Iratxe, os quiero.

A todas las «compis» del curso,
 por su apoyo y por su ejemplo.

A Ángeles, Hosanna, Laura y Pilar,
 por las largas y divertidísimas charlas.
 Y, por supuesto, por las críticas.

A Nekane, por las sugerencias
 y su eterna amistad.

Pero, sobre todo, a mi madre,
 que reposa ya mecida por las olas.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

 

1

 

Villa de Estella, Reyno de Navarra,

febrero de 1296

El muchacho estaba paralizado. Desde el borde del camino, contemplaba con ojos sobrecogidos al hombre que yacía a sus pies. No era la primera vez que la muerte y la sangre le enturbiaban las pupilas, pero sí la que le había pillado más desprevenido.

—¡Gabriel! ¡Gabriel! —imploró el hermano Roger, arrodillado en el suelo junto al cuerpo aún caliente de su compañero—. ¡Muchacho! ¡Volved en vos! —demandó de nuevo, tirando con insistencia del borde inferior de su ropaje.

El religioso tuvo que insistir un par de veces más hasta que consiguió que el fiel mozo reaccionara. Gabriel se agachó junto a él aún conmocionado.

—Poned las manos aquí —ordenó el religioso. El muchacho dudó unos instantes antes de colocarlas donde le indicaba. La herida del hermano Pablo parecía muy grave, muy profunda a tenor de la cantidad de sangre que manaba—. Apretad con fuerza.

No bien el joven había hecho lo que su mentor le indicaba, este sacó el cuchillo, dio un tajo a su túnica y tiró de ella para desgarrar un largo trozo de lienzo que aplicó con firmeza sobre la cuchillada.

No volvió a dirigirse al chico hasta que estuvo seguro de que sus manos comprimían con fuerza el profundo corte.

—La villa está un poco más adelante. Corred hasta allí. Atravesad la primera puerta, pasad la judería lo más rápido que podáis y, al otro lado de la Puerta de la Tintura, encontraréis la rúa de las Tiendas. Preguntad por el maestro Rojo, Roux —se corrigió—, el orfebre. Explicadle que el hermano Pablo está malherido. Que busque un carro. ¡Traedlo lo más rápido que podáis!

Gabriel, desorientado, se miró las palmas llenas de sangre, pero al volver a ver la cara de padecimiento de su superior, las limpió con presteza en las ajadas calzas y echó a correr sobre los gastados adoquines sin volver la vista atrás.

 

 

—Margheritte, entrad y ayudad a vuestra madre.

—Pero, padre, vos sabéis que madre no necesita a nadie que le...

—¡Margheritte!

—Pero...

El orfebre le echó aquella mirada intimidatoria que su hija conocía tanto y esta se dio por vencida. Sabía bien que cuando su padre se ponía firme no había nada que hacer. Dejó caer los hombros en señal de derrota y se dispuso a obedecer. Se encaminó hacia la puerta que su padre señalaba. Sin embargo, antes de cruzar el umbral, se volvió en un último intento de buscar la compresión paterna. En vano. Este ya había regresado a la conversación que mantenía con un posible cliente. El orgullo herido de su hija era la menor de sus preocupaciones.

Por más que su madre se lo había intentado explicar, Margheritte seguía sin entender las razones que su padre esgrimía para desterrarla de su lado. Ella había pasado toda la vida sin salir de aquel taller. Allí había dado los primeros pasos, allí había dicho las primeras palabras, allí había aprendido a leer, allí había escrito las primeras letras y, sobre todo, allí se había sentado horas y más horas observando cómo los ágiles dedos de su progenitor creaban las obras de arte que tanto admiraba. Él siempre había agradecido su compañía, pero hacía ya varios meses que cada vez que un desconocido aparecía en la puerta la expulsaba lejos de su vista.

Su madre insistía en que ya era una mujer y, por lo tanto, no podía mostrarse en público ante cualquier hombre de la forma en la que lo había hecho hasta entonces, pero Margheritte, a sus trece años y a pesar de la mancha que aparecía puntualmente cada luna llena, se sentía la misma niña de siempre.

Entró en la estancia enfadada. La cocina ocupaba el resto de la planta baja que el taller dejaba libre. Y era allí donde su madre tenía su feudo. Su padre mandaba en la parte delantera, su madre lo hacía en la trasera y a ella la obligaban a mantenerse detrás cuando en realidad quería estar delante. Si se pasaba la vida fuera del taller nunca tendría trato con el resto del mundo. Cuando lo que quería era precisamente eso, conocer a la gente, escucharla cuando hablaban de sus trabajos, de sus ciudades, de sus familias. ¡Era tan interesante todo lo que contaban! Pero sus padres, en vez de permitírselo, hacían todo lo contrario. La ocultaban. ¡Qué injusta era la vida!

Un rato después, se limpiaba con la punta de su vestido los ojos enrojecidos. Lo que más odiaba de los quehaceres diarios era picar cebollas. Por suerte, la tortura ya había finalizado. Además, acababa de escuchar cerrarse la puerta de la calle. Se levantó deprisa, depositó la tarea cumplida en las manos maternas y se aproximó al taller.

—¿Ya se ha marchado? ¿De dónde era? ¿Ha comprado algo? —preguntó impaciente, mirando hacia todos los lados para comprobar si faltaba alguna de las piezas que su progenitor había creado tan minuciosamente bajo su atenta supervisión.

—Hija, ya sabéis que la mayoría de las veces la gente tiene que pensarse las cosas antes de tomar una decisión.

—No ha comprado.

No, el desconocido no se había llevado nada. La caja de plata con filigranas y la cruz con la imagen de la Virgen con la cara hecha de cristal de roca seguían sobre la mesa. También estaban la arqueta con granates incrustados y las dos palmatorias que el orfebre había acabado apenas dos semanas antes.

Una enorme desilusión se reflejaba en su aún infantil rostro. El hombre pasó el brazo sobre los hombros de la niña y la condujo hacia dentro.

—No os preocupéis. Veréis como regresa.

A punto estaban de entrar en la cocina cuando se oyeron unos gritos procedentes del exterior.

—¡Rojo, Rojo, abrid!

 

 

Margheritte reconoció la voz. Era el señor Nicolás, el carpintero, el vecino de la casa de al lado. Y, por la urgencia, aquella no era una visita de cortesía. ¿Qué habría sucedido?

—Quedaos aquí.

—Padre...

Alienor Roux volvió a dirigir a su hija una de aquellas miradas de advertencia y retrocedió para reabrir la puerta que acababa de cerrar.

Sin embargo, esa vez, la muchacha no estaba dispuesta a que la dejaran a un lado, siguió a su padre y se escondió detrás de él.

—¿Quién llama?

—Aquí fuera hay un mozalbete que pregunta por vos.

El orfebre abrió.

Era cierto. En medio de la calle, doblado en dos y con las manos apoyadas en las rodillas, un chaval, que tendría más o menos la misma edad que Margheritte, intentaba recobrar el resuello. El hombre salió al exterior cuando comprobó que no iba a ser fácil que el muchacho se acercara hasta él.

—Dicen que me buscáis. ¿Qué deseáis? —le increpó.

Gabriel elevó un poco la cabeza, lo justo para que sus ojos se toparan con un hombre bastante más alto de lo que esperaba. Asintió con la cabeza mientras se esforzaba por recuperar la respiración. Lo consiguió unos instantes más tarde. Por suerte para él, el orfebre seguía a su lado. Había tenido a bien esperar a lo que tenía que decirle.

Se incorporó dolorido, con las manos sujetándose la parte inferior de la espalda. Un conjunto de cabezas de hombres, mujeres y niños lo rodeaban por todas partes, tal era la expectación que su llegada había causado.

—Me manda el hermano Roger. Nos han atacado. El hermano Pablo está malherido. Hay que ir a ayudarlo —narró apresurado.

El hombre que tenía delante se puso pálido. Echó una mirada nerviosa a los vecinos allí congregados y le hizo un gesto rápido.

—Esperad un instante.

El chico lo oyó hablar con alguien dentro de la casa y, un momento después, salió con un atado debajo del brazo.

—Muchacho, señaladme el camino.

 

 

Hacía ya mucho rato que Margheritte se había acostado, sin embargo, seguía despierta. Aquel día, más que nunca, hubiera deseado quedarse en la cocina al terminar la cena, sentarse en el suelo y ayudar a su madre a remendar los puños desgastados de las camisas de su padre. Aquella era la única manera de enterarse de algo. Pero no se lo habían permitido. Cuando su cuchara rebañó la última gota de la sopa, la habían enviado a su alcoba. ¡Si hasta le habían excusado de las obligaciones diarias! ¿Quién se habrá encargado de llenar el cántaro de agua? Le divirtió pensar que el muchacho habría tenido que realizar el trabajo. ¡Que se fastidiara! Era un zafio y un mentiroso y si no, ¿a qué había venido que una de las veces que se había cruzado con ella en la escalera le dijera que tenía los ojos del color del mar? ¿Ella? El muy bobo, seguro que ni en sus mejores sueños había soñado con verse junto al océano. ¿Cómo sería el mar? «Cuando sea mayor, iré y lo veré con mis propios ojos», se prometió.

Había sido un día extraño. Desde que aquel chico había aparecido en medio de la calle en busca de su progenitor, su casa no era su casa, su padre no era su padre y su madre gastaba todos los minutos del día en atender al herido y a unos desconocidos que aún no sabía qué hacían allí. Nada de lo que ocurría era normal. Aunque todos ellos hicieran lo imposible por simular que lo era. Conversaciones por los rincones que cesaban en cuanto ella aparecía, enigmáticas miradas por encima de su cabeza y silencios, mudos silencios, a todas horas. Y todo para conseguir que ella no se enterase de nada, claro que el muchacho tampoco parecía muy informado de lo que sucedía. Se comportaban con él de la misma manera que cuando ella estaba presente. Se alegró de no ser la única a la que mantenían al margen.

Dio una vuelta en la cama para cambiar de posición, aunque sabía que mirar al techo no iba a facilitarle la tarea de coger el sueño.

Se concentró en los sonidos que llegaban hasta sus oídos. Era absurdo preguntarse qué estaba sucediendo abajo. Sabía la respuesta: hablaban. Los podía oír. El eco de las voces atravesaba las cañas del cielo raso de la cocina y se colaba entre las rendijas del suelo de su habitación. Solo había un problema, no conseguía entender lo que decían.

En algunas ocasiones, las voces masculinas subían de tono y ella se concentraba en poder descifrar un par de frases, pero, cuando comenzaba a comprender alguna de las palabras, los sonidos se perdían de nuevo.

Si al menos su madre hubiera seguido en la cocina, podía haber bajado con cualquier excusa inventada, a riesgo de toparse con la mirada contrariada de su padre. Sin embargo, ni siquiera tenía aquella opción, ya que estaba velando al hermano Pablo en el taller. Un rato antes, la había escuchado subir por la escalera y despedir al muchacho a la puerta del desván, donde le habían dispuesto un lecho; un hatajo de paja, una sábana y una manta habían sido suficientes para fabricarle una confortable cama. Los había oído puesto que el sobrado era la estancia contigua a la suya.

Margheritte sonrió en la oscuridad. Estaba segura de que el sencillo «que descanséis» con el que su madre se había despedido del muchacho había sido toda una advertencia.

Solo fue un leve crujido, pero ella lo escuchó a la perfección, tan claro, tan evidente, que le hizo abrir los ojos. Se quedó atenta en espera de que quien fuera diera el siguiente paso, porque aquello eran unos pasos. Este no se produjo hasta minutos después. Esa vez fue más un roce que un crujido. Alguien arrastraba los pies al otro lado de la puerta. El muchacho, sin duda. Las pisadas se dirigían hacia la escalera. ¿Se atrevería a bajar? Si él lo hacía, ella, desde luego, no se quedaría allí arriba.

Apartó la frazada que la cubría y se levantó. Estaba tan excitada que ni notó que la madera estaba helada. Descalza, recorrió con sigilo la distancia que la separaba de la salida y colocó la oreja. Ni un solo sonido llegó hasta ella. Los hombres del piso inferior habían detenido la conversación. Se decidió. Si la descubrían siempre podía alegar que la bacinilla no se encontraba debajo de la cama. Levantó el pasador, que su madre había insistido en que corriera, abrió la hoja lo más despacio que pudo y sacó la cabeza.

La escasa claridad que ascendía de abajo le permitió intuir lo que ya había imaginado.

Tumbado en el suelo, con la cabeza asomando por el hueco de la escalera, el chico se esforzaba por enterarse de lo que tenía lugar en la cocina. Margheritte se acercó con cautela.

—Os van a oír —farfulló Gabriel, con la voz tan baja que apenas entendió lo que decía—. ¡Tumbaos!

Ella obedeció.

—¿Qué hacéis? —susurró después de agacharse.

—¿No lo veis?

Parecía enfadado.

—Espiar.

—No estoy espiando. Solamente me estoy enterando de lo que sucede.

—Ya. ¿Habéis averiguado algo?

—Shhh... —le exhortó él y, con un gesto, le insistió en que se callara.

Ambos se quedaron en silencio, atentos a las palabras que provenían de abajo.

—Creo que sería mejor que pasara de nuevo a vuestras manos, Alienor. —Aquella era la voz del hermano Roger—. Esa era la razón por la que nos dirigíamos hacia aquí; para intentar convenceros.

—Hace años que decidimos que no era seguro. Este sería el primer sitio en el que buscarían. —La voz del orfebre sonó más brusca de lo que Margheritte le había oído nunca.

—Ya lo hicieron en el pasado y por eso no se les va a ocurrir venir de nuevo. Quedasteis limpio aquella vez. No es probable que imaginen que está de nuevo en vuestro poder. Ya os he explicado por qué no podemos seguir custodiándolo.

El chico se puso tenso cuando se oyó el ruido de un asiento al arrastrarse. Ella le puso la mano sobre el brazo para tranquilizarlo. Los pasos de su padre, que recorrían la cocina a uno y otro lado, le confirmaron que estaba en lo cierto. Aún estaban a salvo, la conversación no había finalizado.

—No lo quiero conmigo.

—Sé a la perfección a qué responde vuestra fatiga —comentó el hermano Roger—. Pensáis en vuestra familia.

Margheritte percibió cómo su padre detenía su camino.

—Ellas son todo lo que tengo —afirmó con tono afligido.

—Habrá gente a quienes les parezcan necias vuestras palabras. Sabéis que las cosas podrían ser de otra manera.

—Antaño me negué a luchar por algo que no era mío y no lo voy a hacer ahora.

—Ni siquiera por vuestra hija...

—Precisamente por ella. No se merece vivir rodeada de intrigas y falsedades, donde el amigo más cercano acaba siendo el enemigo más voraz, y donde las palabras confabulación, conspiración, maquinación y perfidia se susurran por las esquinas antes de que amanezca y después de que anochezca.

Margheritte estaba confundida. ¿De qué estaba hablando su padre?

—Comprendo vuestras razones, pero creo que no tenéis otra alternativa —contestó el templario.

—Puedo acudir al padre Guillelmet. El monasterio de Irache no es peor sitio que otros.

—Sabéis que no comparto vuestra simpatía por ese hombre.

—Haré lo que me parezca más apropiado. —La voz del orfebre volvió a sonar tensa.

—Lo sé, estáis en vuestro derecho.

Un largo silencio acompañó a las palabras del religioso.

—Deberíamos velar al hermano Pablo —fue lo siguiente que escucharon de boca del dueño de la casa.

—Vayamos —accedió el religioso. El eco de los pasos les dijo a los furtivos observadores que los hombres se encaminaban hacia el taller. Lo que no consiguieron oír fueron las últimas palabras del hermano—. Pensároslo durante esta noche, lo tengo conmigo.

 

2

 

25 de octubre de 1307

Once años después

Margheritte salió del edificio con paso seguro. Sabía que el mayoral se había quedado a la puerta de la cofradía observándola marchar. Se ciñó la prenda que se había echado sobre los hombros para combatir el frío del otoño y se obligó a caminar con decisión. Recorrió los soportales de la Plaza del Mercado Nuevo, como había hecho tantas veces a lo largo de la vida. Al pasar junto a la iglesia de San Juan, se santiguó un par de veces y continuó andando. Giró por la primera calle que encontró a la derecha y que la hizo desaparecer de la vista del hombre. Solo entonces se permitió aflojar el ritmo.

Se había preparado para ello. Había estado durante varios días repitiendo lo que iba a decir, pero lo cierto era que no le había resultado nada fácil. Abandonar el único hogar que uno ha conocido no era algo que se hiciera todos los días. Demasiada suerte había tenido durante aquellos meses. El gremio de orfebres le había permitido quedarse con la casa durante todo ese tiempo a pesar de que no tenía ningún derecho a hacerlo. Después de la muerte de su padre, Simón Learza, el mayoral de la cofradía, le había indicado que no había prisa. La casa todavía no había sido asignada y podía continuar en ella hasta que el futuro propietario la reclamara. Más tarde, había tenido la fortuna de que el pobre hombre al que le había tocado en suerte la plaza que su padre había dejado libre se astillara una pierna en una mala caída desde un árbol y no había podido tomar posesión aún del hogar que por derecho le pertenecía. Y así continuaba la situación por el momento. Al final, la decisión de aceptar la invitación de su prima había salido solo de ella. Había acallado el antiguo deseo de emular a las mujeres que pasaban a menudo por el barrio de los francos camino del sepulcro del Apóstol, se había negado la posibilidad de conocer nuevas tierras y nuevas gentes y había atendido a lo que el raciocinio le dictaba. «Es lo mejor que puedo hacer», se repitió al tiempo que se incorporaba a la marea humana que inundaba la rúa Mayor.

Aquel frío y soleado día de octubre era una jornada muy especial para la villa de Estella. Sus habitantes se habían superado. Todas y cada una de las casas que tenía al alcance de su vista estaban engalanadas. Los más pudientes habían hecho colgar de los balcones pendones, banderas o enseñas. El color rojo, emblema del Reyno de Navarra, y el azul y el amarillo, divisa de la monarquía francesa, aparecían por todas partes. Hasta los menos privilegiados habían adornado los miradores: cientos de ramas de laurel y de olivo convertían las balaustradas en auténticos vergeles.

La ciudad estaba preparada para dar la bienvenida a Luis I, infante de Francia y recién coronado rey de Navarra.

Mar empezó a caminar, pero apenas había dado tres pasos cuando algo se aferró a sus piernas y poco faltó para que acabara en el suelo.

—¡Teresa! ¡Casi me tiráis!

Una niña de unos seis años, morena, con el pelo muy rizado y sonrisa encantadora, la miraba con cara de ser un angelito recién caído del cielo.

—Hola, Mar.

—¿Dónde está vuestra madre?

La niña se limitó a encogerse de hombros.

—Por ahí —comentó con vaguedad.

Teresa era la nieta de la señora Manuela, la mujer del carpintero y su vecina más cercana. El día en el que su padre murió tan repentinamente y la dejó sola en el mundo —su madre hacía ya años que había sido llamada ante la presencia del Señor—, había sido Manuela, con ayuda de su hija, la que se había hecho cargo de todo. Había avisado al párroco de la iglesia del Santo Sepulcro, había aseado al orfebre, lo había amortajado, lo había velado y había estado con ella para recibir las condolencias de los amigos y conocidos. Y todavía había tenido tiempo para consolarla. Además, Mar llevaba más de seis meses durmiendo en la cama con Teresa. La señora Manuela había sido inflexible en esto. «De ninguna de las maneras voy a permitir que paséis las noches a solas», le había dicho sin necesidad de añadir el resto de las palabras que pensaba: «no sería decente». Y a esas alturas, se podía decir que los Alvar eran su segunda familia.

—Ya os habéis escapado otra vez. Venga —dijo al tiempo que la cogía de la mano—, volvamos a casa.

Comenzaron a recorrer la rúa Mayor, camino del Puente de San Martín, sin embargo, entre la gente con la que se cruzaban y a la que tenían que saludar y las veces que Teresa se detenía para mirar cualquier cosa que le llamaba la atención, apenas si conseguían avanzar cuando se paraban de nuevo.

—Mar, ¡mirad allí! —gritó la niña antes de soltarse de un tirón y correr hacia donde se había formado un corrillo de gente.

Margheritte la siguió intentando no perderla de vista. La niña se había fundido con un grupo de gente y admiraba las cabriolas de un pequeño perro blanco con manchas negras que bailaba sobre las patas traseras al son que su dueño tocaba en una pandereta. Al parecer, era muy gracioso porque la gente reía sin descanso. Estiró el cuello para ver por dónde se había colado Teresa y la descubrió sentada en la primera fila, muy concentrada en lo que estaba sucediendo delante de ella y con una inocente expresión de adoración por el animal.

Tenía prisa, solo le quedaban un par de días antes de abandonar definitivamente su hogar y todavía le faltaban muchas cosas que recoger, pero no fue capaz de obligar a Teresa a abandonar aquello que tanto le subyugaba. Así que se dispuso a esperar a que la representación finalizara.

—¡Mar! —exclamó una voz femenina a su lado—. ¿No habréis visto a...?

Isabel, la madre de Teresa, apareció de improviso con cara de preocupación. La joven portaba entre los brazos a su hijo más pequeño. El bebé se entretenía jugueteando con las cuerdas con las que su madre sujetaba la capucha que ocultaba su pelo.

Mar señaló a la parte delantera del corrillo.

—Voy a matarla, llevo media mañana detrás de ella. En cuanto me doy la vuelta, desaparece como un rayo. Sujetadme a Santiago.

Antes de que se diera cuenta, Mar tenía al niño entre los brazos. El pequeño extrañó el cuerpo de su madre y se rebulló inquieto. Un instante después, Isabel apareció con su hija sujeta por la oreja.

—¡Ay, ay, ay, ay! —se quejaba la niña, que andaba de puntillas en un intento de aminorar el dolor.

—¡A ver si aprendéis de una vez a no escaparos!

Mar se apiadó de la chiquilla. Volvió a entregar al pequeño a su madre, a la que no quedó más remedio que soltar a su hija mayor. La niña se apresuró a esconderse detrás de su salvadora.

—Dejadla, que hoy es un día especial. No todos los días el rey de Navarra llega a Estella.

—Eso, eso —coreó Teresa aún oculta detrás del vestido de su salvadora.

Isabel optó por no hacer caso de su hija y centró toda la atención en la joven.

—Os habéis puesto muy elegante esta mañana —insinuó.

Mar había sacado su mejor ropa. Además, el color violeta siempre le había sentado bien, o al menos eso era lo que le decía su madre; que el azul profundo de sus ojos en ocasiones parecía transformarse en el color de las lilas.

—Vengo del gremio —explicó escueta.

No tuvo que añadir nada más. Isabel sabía de qué hablaba.

—Voy a casa de mi madre política, ¿queréis acompañarnos?

—¡Sí, sí, sí! —gritó Teresa mientras daba saltos a su alrededor—. ¡Acompañadnos, acompañadnos!

—Pero es que...

—¡Por favor, por favor! —rogaba la niña con las manos unidas y mirándola a los ojos.

Mar no pudo negarse. Al fin y al cabo, con toda seguridad, aquella iba a ser la última vez que estuviera con ella.

—Bueno, pero solo me acerco hasta la puerta y después me marcho a casa.

En buena hora se le ocurrió decir aquello. Seis horas después seguía sentada en el suelo del patio de la casa de la suegra de Isabel jugando a las tabas con Teresa.

 

 

Gabriel obligó al caballo a aligerar la marcha. Siempre que llegaba al monasterio le gustaba hacerlo con tranquilidad. Aquellos viejos edificios le hacían sentir un orgullo singular, algo especial que le costaba describir con palabras. Imaginaba que sería como ser el propietario de un castillo y asomarse a las almenas a observar las propiedades. Solo que, en este caso, nada de lo que veía era suyo. Él no era más que un simple huésped de los hermanos. «Eso sí, un huésped de lujo», se dijo, al tiempo que recordaba la gentileza con la que lo trataban cada vez que regresaba.

Se dio el gusto de pasar, montado en el caballo como estaba, por debajo del pequeño puente que hacía de unión entre la iglesia de Santa María de los Huertos y el hospital de peregrinos. Aquello era algo que de niño siempre soñaba con hacer y que se apresuró a llevar a cabo en cuanto tuvo ocasión de subirse a su propio rocín.

Cuando alcanzó la hospedería vio a uno de los hermanos salir de ella y encaminarse a la iglesia. No lo reconoció. Con la túnica blanca, la cruz roja bordada sobre ella, la capa nívea, el pelo rapado y la barba crecida era difícil saber quién era de todos. Además, hacía años que él había dejado el convento y en ese tiempo se habían incorporado nuevos monjes a los que apenas conocía. Contestó amablemente a la inclinación de cabeza que le dirigió el religioso y siguió adelante.

Descabalgó delante de la muralla exterior del convento. La enredadera, que amenazaba todos los años con engullir aquellos recios muros, exhibía con descaro su color rojo antes de que las hojas comenzaran a caer. A Gabriel se le escapó una sonrisa cuando sus ojos se posaron sobre la campana. Aquella era una de sus travesuras más comunes: escaparse a las horas de los rezos y tocar la campana con la misma urgencia que si llamara el Gran Maestre en persona. Ver al hermano portero atravesar el patio con los andares de pato era uno de los mayores placeres que tenía un niño de once años. Se contuvo de volverlo a hacer. Sería mejor portarse como el adulto que era si no quería correr el riesgo de soportar la reprimenda que estaba seguro de que el hermano Roger le echaría.

Pasó por debajo del arco de entrada con las riendas en la mano. Como suponía, el convento estaba en plena ebullición. El patio que daba acceso al monasterio no era grande y continuaba dedicado a los caballos en su totalidad. Varias personas se movían por el interior realizando distintas labores. Todos eran criados de la orden. La cruz roja bordada a un lado del pecho los identificaba como tales. Gabriel los observó con curiosidad. En la herrería, situada a su diestra, el herrero luchaba por conseguir que un animal le permitiera revisar una de las pezuñas posteriores. A la siniestra, dos de los domésticos se esforzaban en partir varios enormes troncos de quejigos que, supuso, se habían secado aquel tórrido verano. Después de trocearlos, ordenaban los leños debajo de un tejadillo que se había construido para albergarlos. La pila de troncos estaba bastante crecida; los monjes se preparaban para la llegada del invierno. Pensar en los próximos meses le recordó que tenía que tomar la decisión de hacia dónde se encaminaría en cuanto partiera de allí, aunque, por suerte, la aparición de uno de los escuderos le salvó por el momento.

El muchacho se acercó con rapidez. En cuanto lo vio, soltó la horquilla con la que estaba echando el forraje dentro de las caballerizas y se aproximó hacia él.

—Señor, si me permitís —le dijo sin quitarle la vista de encima.

Gabriel vio su propio reflejo diez años antes. La misma altura, el mismo pelo, la misma constitución. Conocía muy bien aquella mirada de excitación cuando alguien ajeno a la orden aparecía por allí. Sabía a la perfección qué significaba aquel brillo. Imaginaba, sin lugar a confundirse, el único deseo que llenaba el entendimiento de aquel muchacho. Todo se resumía en una sola, pero peligrosa, palabra: aventura. Y sabía también que nadie, hiciera lo que hiciese y dijera lo que dijese, iba a conseguir quitarle de la cabeza la idea de que fuera de aquellos muros había un mundo excitante esperando su llegada. Y lo sabía porque era lo mismo que había experimentado él hacía más de una década en sus propias carnes.

—Claro. Cuidádmelo bien —contestó, tendiéndole las riendas.

Le hubiera gustado quedarse a charlar un rato más con el chico y contestar a todas las preguntas que estaba seguro que le haría, pero no tuvo tiempo. El hermano portero aparecía por la puerta principal del edificio con los andares de pato.

—Gabriel Etayo —exclamó cuando lo reconoció—. Hacía mucho tiempo que no nos visitabais.

—Hermano José —le saludó Gabriel con una inclinación de cabeza.

—Pasad —le invitó mientras le observaba de arriba abajo—. El hermano Roger estará encantado de veros.

Gabriel se revolvió incómodo, aunque se abstuvo de contestar. Sabía lo que el portero insinuaba: que los andrajos que vestía no serían del gusto de su antiguo tutor. Y sabía lo que vendría después: una nueva y contenida reprimenda por el tipo de vida que llevaba. Se encogió de hombros antes de echar a andar detrás del religioso. Al fin y al cabo, ya estaba acostumbrado a la censura del hermano Roger. Habían vivido demasiados años juntos.

Atravesaron la portería y salieron al claustro. Recorrieron dos de los lados bajo las viejas arquerías que Gabriel conocía tan bien. Se cruzaron con varios de los monjes. Algunos eran viejos conocidos, otros apenas le sonaban.

—Hermano Juan, hermano Santiago, hermano Benjamín, hermano Clovis,... —saludaba según se acercaba a ellos.

Llegaron a la puerta que daba acceso a los aposentos del comendador y los de los hermanos. Gabriel se detuvo un segundo y se estiró la camisa. Una cosa era no tener otra ropa que ponerse y otra muy distinta no intentar estar lo más decente posible. Se echó hacia atrás los mechones de pelo que le caían sobre los ojos, afirmó el cinturón de dónde colgaba el cuchillo y se puso derecho. Solo entonces indicó con los ojos al hermano portero que estaba listo y, solo entonces, este abrió la puerta.

Gabriel entró en una sala bien iluminada. Por fortuna, hacía un día soleado y la luz del sol penetraba por los pequeños ventanales, que se disponían regularmente en una de las paredes laterales. Varios monjes se repartían por la estancia, sentados en pequeños y toscos bancos, enfrascados todos ellos en la lectura. Al notar la nueva presencia, algunos de ellos elevaron la vista y pudieron ver a una figura alta y bien plantada que, con la mirada templada, entraba en la morada como si fuera la suya propia.

Gabriel tardó en localizar al que había venido a visitar. Lo descubrió al fondo, junto a una de las ventanas. Una oleada de ternura se le agarró al pecho. Las canas le habían poblado la cabeza aquellos últimos meses y tenía los ojos cansados. Hasta tuvo la seguridad de que había encogido. Se forzó a controlar el gesto y se dirigió hacia él con decisión. Al acercarse, uno de sus pies tropezó contra un taburete abandonado, que se precipitó al suelo. El ruido hizo elevar la vista al religioso.

—¡Gabriel, hijo!

La fuerza con la que el religioso le sujetó las muñecas y el brillo húmedo que asomó a sus ojos le dijeron a Gabriel todo lo que sus palabras callaban.

 

 

—Veo que habéis llevado una vida agitada en estos últimos tiempos —comentó el hermano Roger con gesto severo.

—¿Lo decís por la herida de la espalda? No fue nada, apenas un rasguño. Por suerte, el aragonés no tuvo la fortuna de acertarme de pleno.

Los hombres estaban en la celda del monje. Gabriel se había soltado el cinturón que sujetaba el vestido y se había deshecho de él. El religioso había pedido a uno de los criados que llevara una jofaina con agua y prendas limpias para el joven. Había intentado también llamar al hermano barbero para que le cortara la mata de pelo, pero Gabriel se había negado en redondo.

—No habéis cambiado de vida —le recriminó el monje sentado en el jergón relleno de paja que hacía las veces de cama.

Gabriel acabó de pasarse las manos mojadas por el cuello y procedió a enjugarse el agua, que le caía por el pecho y la espalda, con el paño que le había entregado el monje. Miró por encima del hombro para observar el corte que le recorría la espalda desde el hombro derecho hacia la columna. Tenía mejor aspecto que los días anteriores; la hinchazón había cedido y la piel parecía menos amoratada. Únicamente le dolía cuando hacía algún movimiento brusco.

Se acercó al entrante de la pared donde había colocado la ropa limpia.

—En unos días estará curada —comentó sin darle importancia mientras se secaba las manos.

—No penséis que vais a conseguir distraerme.

A Gabriel se le escapó una media sonrisa. El hermano Roger era cada vez más anciano, pero, como buen soldado, no se le escapaba nada. Y nunca bajaba la guardia.

—En las últimas escaramuzas de los sangüesinos contra los aragoneses, el nuevo monarca envió a la caballería de la Guardia Real. Al tipo con el que me crucé en aquella taberna no parecía hacerle mucha gracia que el estandarte real de Aragón ondee en este momento en Sangüesa. Ni que yo estuviera en Aragón siendo navarro.

Gabriel se metió por la cabeza la camisa que le había enviado el hermano pañero.

—Así que seguís igual —escuchó sin dejar de notar el áspero matiz con el que habían sido dichas aquellas palabras.

No se dio la vuelta. Cogió la saya marrón de lana y se la puso. Le quedaba pequeña. Estaba claro que el doméstico para el que estaba dirigida era al menos un palmo más bajo que él; la cruz roja, que identificaba al que portaba aquel vestido como miembro del monasterio, aparecía más cerca del hombro que del corazón, donde debía estar. Después, cogió el cinturón y comenzó a ponérselo. Solo cuando hubo finalizado el último nudo, contestó al anciano.

—¿No me conocéis aún?

El hermano Roger calló durante unos instantes.

—Y ahora, ¿adónde os dirigís?

Gabriel se encogió de hombros. Sabía que lo que iba a decir no agradaría al hermano, pero no era de los que mentían para ahorrarse una reprimenda.

—A cualquier sitio en el que obtenga unas monedas. Buscaré por aquí y por allá. Seguro que consigo algo. Gracias a vos y a todas las enseñanzas que me disteis en el monasterio, suelo salir adelante sin problema.

—No era esa nuestra pretensión.

—Lo sé. Pero vos también comprendéis que no se puede atar a un caballo salvaje.

Gabriel escuchó un suspiro de resignación mientras se deshacía de sus ajadas calzas.

—Tenía la esperanza de que los años os hubieran hecho cambiar de parecer. Ya no sois el chiquillo que erais. Rezo por vos todos los días —añadió el hombre mayor—. Le pido a Dios que os ilumine para que encontréis vuestro lugar en este mundo. Le imploro que os haga topar con una buena mujer, que os dé una familia y que os obligue a asentaros. Pero, por si nada de esto sucede, sobre todo, le ruego para que ponga en vuestro camino una piedra lo bastante grande como para que no la podáis mover y os tengáis que detener el tiempo suficiente para reflexionar sobre el siguiente paso.

Gabriel soltó una carcajada.

—¿Una mujer, unos hijos? ¿Una casa? Vos mejor que nadie sabéis lo que me gusta dormir a descubierto. Todo lo que necesito es una manta y el cielo cuajado de estrellas.

Se volvió para seguir vistiéndose.

—Gabriel, no seáis blasfemo.

—De acuerdo, si lo preferís, una manta y el Señor en el firmamento.

—¿Sois feliz con lo que hacéis?

La pregunta le pilló por sorpresa. Se quedó callado, sin saber qué contestar. Nunca lo había pensado. Llevaba años vagabundeando por la región y no se le había dado mal. Trabajaba en lo que encontraba, dormía en donde le dejaban y se divertía cuanto podía. La mayoría de las mujeres con las que había tenido contacto no eran de las que se casaban y tenían hijos, y, por si esto fuera poco, él nunca se había prendado de ninguna de ellas lo suficiente como para plantearse cambiar de vida.

—¿Qué pretendéis exactamente?

Conocía lo suficiente a los templarios como para saber que nunca hablaban si no tenían algo importante que decir.

—¿Me podéis enumerar algunos de los oficios que habéis desempeñado en los últimos tiempos?

Gabriel se concentró para recordarlos.

—He ejercido de herrero en Tafalla, de carpintero en Viana, de albañil en Artajona, he vendido tapices por los caminos, he sido ayudante de cocina en Larraga, acompañante de peregrinos, vendimiador en todas partes, he recogido olivas, he hecho de secretario para un rico comerciante de Obanos, y un poco de todo en Sangüesa —añadió evitando parecer orgulloso.

El monje se quedó pensativo. Estaba a punto de comentar algo cuando sonó la campana de la comida. El hermano Roger interrumpió la conversación con un gesto. La emoción de ver aparecer a su antiguo escudero le había hecho olvidarse de atender las obligaciones.

Se levantó, unió las manos y comenzó a rezar los sesenta padrenuestros preceptivos antes de acudir al refectorio; treinta por los muertos y el resto por los vivos. Gabriel no tuvo ninguna duda de que además añadiría alguno más por su salvación. Después de un rato de observar a su preceptor, decidió que sumarse a las oraciones no le haría ningún mal. Lo cierto era que hacía tiempo que no oraba.

Se situó al lado del anciano y comenzó a entonar el eterno soniquete en latín que había repetido en innumerables ocasiones y que hacía tanto tiempo que no escuchaba.

 

 

Cuando Mar oyó las campanas de la iglesia de San Miguel, supo que no sería fácil llegar a su casa. Se había entretenido demasiado y, a aquella hora, las calles estarían completas. Acalló a besos los lamentos de Teresa ante su partida, se demoró en un emotivo abrazo con Isabel, agradeció la hospitalidad de la dueña de la casa y salió con prisa.

Antes de comenzar a descender la calle, miró a la lejanía. Por encima de San Martín, su barrio, el barrio de los francos, se alzaba la fortaleza de Zalatambor, que sería la residencia del monarca en los días en los que este permaneciera en Estella.

La rápida despedida de su amiga y de la pequeña había hecho que a su boca regresara el regusto amargo con el que había amanecido. Desde que las encontrara en la calle aquella mañana, no había vuelto a pensar en el escaso tiempo que faltaba para que llegara el momento de su partida. En menos de veinticuatro horas diría adiós a todo lo que había conocido hasta entonces y se embarcaría hacia un lugar y una familia desconocidos.

Inspiró aire para darse ánimos. Se envolvió en el manto y se decidió. Comenzó a bajar la cuesta. Retrasar la tarea no ayuda a que desaparezca, le había dicho su padre una vez. Evitó posar la vista sobre la muralla que rodeaba la iglesia de San Miguel. No era el momento de que le sobrepasaran los sentimientos, aún le quedaba todo por recoger y debía darse prisa si quería llegar a cenar a casa de la señora Manuela. Ya dedicaría el día siguiente a despedirse de los sitios y de la gente.

Alcanzar la rúa Mayor no fue difícil, lo complicado fue decidir hacia dónde dirigirse. Lo lógico hubiera sido girar hacia la izquierda y cruzar el río por el Puente de la Cárcel, puesto que era el camino más corto hasta su casa. Pero, en cuanto descubrió que la causa de que la multitud no avanzara era una carreta que se había quedado atascada en medio de la calle, cambió de idea. Cruzaría por el de San Martín y entraría en la rúa de las Tiendas desde la parte contraria. Con un poco de suerte, llegaría antes de que el monarca asomara siquiera por la hostería de los Unzaga, más allá del barrio de los judíos.

Pero estaba claro que aquel día la suerte no estaba de su parte. Cuando embocó el puente, le pareció que la gente que cruzaba para acercarse a aclamar al nuevo señor de Navarra no era demasiada. Podría pasar entre ellos sin mucho problema. Pero unos metros más adelante, cambió de opinión. El paso de los curiosos se había hecho más lento hasta detenerse en el centro del puente. Mar se paró al lado de cuatro labriegos, sus mujeres y una retahíla de niños. Se hizo a un lado y a otro en un intento de localizar un resquicio entre las personas que se le interponían en el camino. Se colaría por el costado de uno de los hombres. Pero cambió de idea al momento, cuando este se movió para tapar el hueco por el que ella se iba a meter. No le quedó más remedio que colocarse detrás de él y contener la impaciencia. Un rato más tarde, cuando ya por fin la multitud comenzaba a avanzar, un murmullo, originado en las últimas filas, le alcanzó.

—¡Paso a la autoridad! ¡Paso a la autoridad! —proclamaban los gritos.

La marabunta se echó a un lado y Mar se vio arrastrada hasta el pretil del puente. El golpe de su espalda contra el borde de la piedra la dejó sin aliento. Dejó escapar un silencioso quejido al tiempo que la oronda mujer que la había empujado hasta allí le pisaba uno de los pies.

Tardó unos minutos en quitársela de encima y en buscar un hueco para poder respirar. Aprovechó el sitio que había dejado vacío un niño, al que su padre había subido a hombros, para salir del encierro. Un par de empellones más y se colocó en primera fila.

Justo a tiempo para ser aplastada por las enormes patas de una manada de rocines.

Se hundió entre las personas que había dejado atrás mientras los grandes hombres de la villa al completo desfilaban ante sus ojos sobre sus monturas.

El primero de todos iba el baile, seguido de los fieles, aunque no demasiado amados, recaudadores de rentas. Un poco más atrás, apareció el almirante de la ciudad, acompañado por los fiscales y los agentes policiales. Los seguían los representantes de los gremios, con el mayoral de los curtidores a la cabeza y los flancos protegidos por los dos veedores. Y, en último lugar, el cofrade mayor de San Pedro de Lizarra se erguía sobre su jamelgo con la misma altanería que si encabezara la marcha. Todos a caballo, todos en formación, todos engalanados con sus mejores ropajes y sus brillantes espuelas. Y todos acompañados por su propio séquito.

La multitud se cerró a su paso, como las aguas del Nilo detrás del pueblo israelita en busca de la tierra prometida, y Mar tuvo que disputarse de nuevo el espacio en el que ponía cada uno de los pies.

Tardó tiempo en conseguir llegar al otro lado del puente. Y aún le quedaba la peor parte. Tenía la mala suerte de que su casa estuviera en el medio de la calle por la que el rey haría aparición.

Con dificultad, se aproximó a la fachada de la Casa de Juntas y se asomó a la rúa de las Tiendas. Un océano de cabezas y una empalizada de espaldas le dieron la bienvenida. Imposible acercarse a varios metros de su hogar. Miró hacia todas partes para ver si se le ocurría alguna idea que no la obligara a quedarse allí, bloqueada, durante varias horas en la última tarde en la villa. La fachada del templo que encontró en lo alto le dio la solución.

Subiría hasta la iglesia y pasaría por las traseras de las casas colindantes hasta el extremo opuesto de la calle. Si llegaba a la casa de los pañeros y bajaba por la costanilla de la izquierda, solo tendría que organizarse para cruzar la calle principal y alcanzar la suya.

Se las apañó para cruzar la plaza. Para ello, tuvo que pasar por debajo de un carro, en el que se había subido una veintena de personas para poder observar con claridad lo que iba a suceder, y comenzó a ascender hacia San Pedro de la Rúa, patrón del barrio. Una vez arriba, se dispuso a rodear el caserío del distrito.

Tocó la bolsa que portaba colgada del cinturón y en donde llevaba la llave de su casa. Todavía estaba allí. El mayoral del gremio había insistido en que la guardase hasta el día siguiente.

Caminaba con tiento para no mancharse su mejor calzado con los terrones que pisaba. Cada vez que los muros de una casa finalizaban, se detenía un minuto y escudriñaba por la calleja anexa lo que acontecía en la arteria principal del barrio de los francos. Después de recorrer el exterior de la tercera vivienda, se empezaron a escuchar los vítores procedentes del gentío. En la cuarta, un ¡Viva el rey! le llegó hasta los oídos con toda claridad. En la quinta, los de ¡Que Dios le guarde muchos años! eran contestados por el clamor popular. Al pasar por detrás de la sexta, pudo entender un Vive le roi! Y, cuando los gritos aislados se convirtieron en un fragor general, Mar supo que el monarca estaba a punto de entrar en la calle.

La curiosidad pudo más que el deseo por llegar a su destino y descendió por la calleja más próxima, la más estrecha de todas, con cuidado para no tropezar con las piedras del camino. Ya casi alcanzaba el final de la misma cuando la oscuridad se le echó encima. Elevó los ojos para descubrir la causa de que la luz hubiera abandonado aquel rincón y se encontró con una figura que tapaba la entrada de la calle.

Al principio no lo reconoció. La luz entraba en la vía desde la espalda del desconocido y la cara quedaba oculta en la penumbra. Pero no tuvo duda de que era un hombre.

—Vaya, vaya. Si es la vecina de enfrente. ¿De qué estáis escondiéndoos?

El hijo del pañero. El abominable hijo del pañero. El detestable hijo del pañero. El odioso hijo del pañero. El despiadado hijo del pañero.

Apenas tenía diecinueve años, cinco menos que ella, pero, cada vez que lo veía, una sensación de temor se apoderaba de su mente. No era que su tamaño la amedrentara ni que el gesto de su boca se transformara en una sonrisa pérfida demasiado a menudo ni que, cuando se lo encontraba por casualidad, la mirara como si ella formara parte de su comida de aquel día, sino que su alarma ante aquel energúmeno se debía a que lo había visto más de una vez torturando a algún pobre gato vagabundo, que había sido más lento que el resto y había tenido la desgracia de caer en las garras de aquel detestable aprendiz de ser humano.

—Dejadme pasar.

Mar cruzó los brazos sobre el pecho y se puso lo más derecha que pudo, no sabía si para intimidar a aquel bruto o para reafirmar su propia serenidad.

Sin embargo, su actitud no tuvo ningún efecto en aquel animal. Lo vio apoyar la espalda en la pared, relajado. Con la punta del calzado levantaba las piedrecillas de la calle y las lanzaba hacia delante.

—¿Se puede saber adónde vais con tanta urgencia? —inquirió, mirándola de soslayo.

El chico esbozó aquella perversa sonrisa suya que tanto le desagradaba y Mar supo que había perdido la posibilidad de escabullirse. La calle era muy estrecha y, si echaba a correr e intentaba pasar por delante, él no tendría más que alargar un brazo para capturarla. Gritar tampoco le serviría de nada puesto que el vocerío era atronador. El rey cada vez estaba más cerca y la muchedumbre coreaba el nombre del monarca. Nadie la oiría, ni siquiera aquellos cuya espalda se distinguía desde la calleja. La única salida que le quedaba era dar marcha atrás y escaparse por cualquiera de las otras costanillas.

—No creo que eso sea de vuestra incumbencia —le espetó ella en un intento de entretenerle y que no se moviera de donde estaba.

Él comenzó a limpiarse las uñas de la mano izquierda con una astilla que había sacado no se sabía de dónde.

—Podría serlo... si pensara que vos me interesáis.

Mar se quedó lívida.

—¿A vos? —atinó a decir.

—¿Por qué no? A vuestra edad, no creo que vayáis a encontrar nada mejor que lo que yo os ofrezco. Y, según parece, no sois un mal partido. Dicen que vuestro padre era algo más que un simple orfebre.

El joven se irguió y comenzó a caminar hacia ella con paso felino. Mar estaba tan confusa que

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