Tu nombre al trasluz

Ana Iturgaiz

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
Epílogo
trasluz

A Iratxe Zabala,

porque la amistad es lo único

que importa

trasluz-1

1

Miguel cerró la puerta de su negocio y se acercó a los dos pollinos que había comprado el día anterior. Miró los muros de las casas vecinas a pesar de que la noche estaba a punto de caer y apenas se veía nada. Como esperaba, todas las ventanas estaban cubiertas. Las gruesas contraventanas protegían a los vecinos del frescor de las noches de abril. No es que lo que estaba a punto de hacer fuera ilegal; no al menos como algunos de sus trabajos, pero en su situación, pasar desapercibido en una ciudad tan chis­mosa como Valladolid era lo mejor que le podía suceder.

Hacía solo dos días que había recibido la visita de los agentes de la autoridad eclesiástica. Estos habían permanecido en la imprenta varias horas, desde Sextas a Vísperas. Cuatro horas ha­bían sido suficientes para que Miguel tomara la decisión que pla­neaba por su cabeza desde tiempo atrás: quedarse en Valladolid era demasiado peligroso ahora que su nombre aparecía escrito en uno de los papeles que manejaba el Santo Oficio.

Sospechas, eran solo sospechas aún sin confirmar, pero Miguel sabía que no hacía falta más que una nueva mención, una insinuación del más insignificante de sus enemigos para que su nombre apareciera en letras capitales en la cabecera de una orden de arresto.

Después de tantos años, se marchaba de la ciudad en la que había desarrollado su trabajo. Se volvía a su pueblo.

Las cosas no serían fáciles. Tendría que empezar de nuevo, en un lugar en el que no estaba nada seguro de que su oficio fuera bien recibido. Al fin y al cabo, y a pesar de que la Corona promovía el negocio de la imprenta, eran muchos los que no aceptaban los nuevos inventos y menos si estos venían de tierras lejanas.

Uno de los burros levantó la cabeza cuando lo oyó acercarse y Miguel decidió que ya era hora de centrarse en lo importante: su nueva vida. Se despojó de la capa y la dejó a un lado. Haría otra revisión a la carga antes de partir. En el carro que tenía delante, y que estaba a punto de conducir durante más de cuarenta leguas, transportaba todo por lo que había luchado desde que dejó atrás la infancia; lo que de verdad le importaba: las piezas de la prensa y su tesoro más preciado, cientos de piezas de plomo con las letras talladas en ellas. Se había dejado todos sus ahorros en los dos juegos de tipos que se llevaba y estaba dispuesto a mo­rir por ellos, se dijo mientras se encaramaba de un salto al carro.

El burro que le había mirado antes rebuznó una vez. Miguel perdió la respiración y miró a las ventanas cercanas. Nadie se asomó. Rezó para que el animal no chistara de nuevo. Por suerte, no lo hizo.

—Tienes razón, amigo, este hombre que te compró ayer no está dispuesto a morir, por eso se marcha de aquí —le susurró al animal.

Miguel vivía de imprimir reglamentos, ordenanzas, tratados de ética, escritos personales..., pero también de aquellas otras obras que era mejor alejar de los ojos de la Iglesia. La Inquisición estrechaba el cerco y apretaba las garras cada vez más. Por eso había tomado la decisión de alejarse de una de las principales ciudades de España y seguir ejerciendo su profesión en un lugar alejado de los círculos religiosos, políticos y culturales del Imperio. Se marchaba lejos, a los confines de Castilla, donde la palabra «Humanismo» no se hubiera escuchado nunca y no fuera acompañada de «persecución». Eran muchos los que habían caído ya debido a sus ideas; su antiguo patrón, sin ir más lejos, y muchos otros, entre los que se encontraba Sancho, su amigo de la infancia.

Hacía mucho tiempo que no pensaba en él, pero intuía que, ahora que se volvía a Villasana, su figura cruzaría por su mente más veces de las deseadas.

A pesar de no ser necesario, apretó de nuevo las sogas que afianzaban los gruesos maderos que conformaban la imprenta y el enorme mueble de cajones en el que guardaba los moldes de las letras. Comprobó también el cajón en el que llevaba el papel sobrante de su último trabajo. La tapa estaba fuertemente clavada. Los pliegos no se mojarían aunque lloviera; los había envuelto en un lienzo encerado para mantenerlos seguros de posibles tormentas.

«No vale de nada retrasar el momento», se dijo en un arranque de sinceridad.

La capa regresó a su espalda antes de acomodarse y azuzar a las bestias. Tenía que conseguir salir antes de que la noche se echara y las puertas de la villa se cerraran.

Las ruedas de la carreta comenzaron a girar sobre la calle empedrada.

—¡Maestro!

Miguel estuvo a punto de saltar del asiento. Contuvo la ansiedad gracias a la experiencia de años al borde de la legalidad. Compuso el rostro.

—¡Pedro! —Miguel paró a las bestias con un tirón de la cuerda que tenía entre las manos—. ¿Qué hacéis aquí?

Miguel había liquidado el último jornal a todos sus ayudantes el día anterior y los había despedido con una carta de recomendación. ¿Qué hacía uno de los correctores esperándolo?

—¿Podéis llevarme con vos? Necesitaréis un ayudante donde quiera que vayáis.

El joven parecía ansioso.

—Te aseguro que estaría encantado de llevarte conmigo, pero no creo que sea de tu agrado a donde me dirijo. Nada tiene que ver con una urbe como Valladolid.

—Estoy dispuesto a enterrarme en cualquier lugar, menos bajo tierra, que es donde acabaré si me quedo aquí.

—No podréis dedicaros solo al oficio de corregir. Tendréis que hacer todo lo que os mande, empezando por salir a conseguir clientes.

—Prefiero los caminos a la cárcel.

Miguel sabía bien de las andanzas del joven. Eran muchas ho­ras compartiendo sitio con la gente que trabajaba para él y conocía gran parte de la vida de todos ellos. Pedro Heras era joven, soltero y sin familia, bien agraciado y con cara de atreverse con todo y llevaba muchos años viviendo tan al límite como sus ganancias le permitían.

—¿Qué es esta vez: mujeres o juego?

Su ayudante cambió el semblante preocupado por uno menos serio. Se enorgullecía de los problemas que le perseguían.

—Ambas cosas.

A pesar de la intención de Miguel de pasar desapercibido, no pudo evitar lanzar una carcajada.

—Anda, sube —concedió al tiempo que le tendía una mano—. Y acomódate bien que nos queda un largo viaje.

trasluz-2

2

Burgos, valle de Mena.

Dos meses después

Miguel decidió que era hora de regresar y se levantó del tron­co en el que estaba sentado.

La casa familiar serviría para sus propósitos a pesar de los años de abandono. El tejado no estaba tan mal como había temido al principio. La estructura no estaba demasiado dañada y las goteras quedarían solucionadas en unas cuantas tardes. Aunque le habría venido bien que alguien le ayudara, tendría que ha­cerlo solo. Estaba Pedro, su ayudante. «Mejor no», se convenció. Lo necesitaba en la imprenta, no arreglando las paredes y el tejado de una casa vieja. Y si no era a Pedro, no pensaba contárselo a nadie, y menos a su familia. Demasiado arriesgado para él, que sabía qué se jugaba, como para involucrar a nadie más.

Ni se molestó en volver el viejo portón. Entre aquellas cuatro paredes no había nada que mereciera la atención de nadie. Todavía. «Tendré que pensar en una forma eficaz de cerrarla cuan­do comience a traer las cosas.»

Cogió el candil que había dejado sobre el alféizar de la ventana y retrocedió por el camino. Lo apagaría en cuanto se acercara al pueblo. De esa manera, pasaría más desapercibido cuando atravesara la puerta de la calle del convento. Una visita a la ta­ber­na, una conversación con Enrique y unas palmadas en la espalda de algunos paisanos bastarían para integrarse en la vida cotidiana. Nadie sospecharía.

A la altura del bosquecillo de avellanos, la luna apareció ante él. Extraño, puesto que el cielo había amanecido gris y había per­manecido cubierto durante todo el día. Apagó la llama de un soplido. Los rayos serían suficientes para guiar sus pasos.

Fue por eso por lo que vio la luz que salía por la ventana de la casa de la vieja Ángela. Hacía años que estaba vacía, desde que la anciana había muerto. O, al menos, eso le había contado su hermana en la incesante cháchara a la que le sometía desde que había regresado al pueblo. Juana podía tener muchos defectos, pero si de algo podía presumir era de conocer todo lo que sucedía en la villa. Por eso le pareció tan extraño notar que aquella casa estaba habitada sin ella saberlo. ¿Quién ocupaba el hogar de su amigo muerto?

Pensó en los hermanos de Sancho. Apenas los recordaba. Eran mucho mayores que él y habían ido desapareciendo del pue­blo poco a poco en los años en los que ellos solo pensaban en subirse a los árboles y en pescar en el río. Uno se había embarcado a las Indias, y bien que alardeaba de ello su cómplice de juegos, su compañero de profesión. ¿Durante cuántos años habían sido inseparables Sancho y él? Más de veinte. Los primeros dieciséis en el pueblo, y cuatro más, en Logroño. Hasta que San­cho se prendó de la hija de Miguel de Eguía, el dueño de la imprenta en la que trabajaban, y este le propuso dirigir el taller de Alcalá de Henares.

Allí se labró la desgracia. Tantos años juntos y ahora ni siquiera sabía dónde yacían sus restos.

Miguel se persignó y, sin pensarlo siquiera, se encaminó hacia la vivienda de su amigo. Estaba a menos de veinte pasos de la entrada cuando la puerta se abrió y un hombre salió de ella.

No supo por qué, pero se salió del camino y se metió en los matorrales, en busca de refugio.

Avanzó, agachado, hacia el lateral del edificio. Dejó el candil en el suelo y se acercó a la esquina de la fachada.

El hombre era enjuto y bastante alto. Lo veía de perfil. No era nadie del pueblo, no lo había visto antes. Si conociera a alguien tan alto como aquel hombre, lo recordaría. Hablaba con una mujer. Imposible verla porque se mantenía un paso atrás del umbral de la casa.

Atendió a la conversación.

—¿Eso es todo? —dijo el hombre.

—¿Qué esperabais? —contestó ella con aspereza.

—Me aseguraron que sería bien recibido. He hecho un largo viaje.

Miguel oyó el entrechocar de monedas y después la contestación de la mujer.

—Id con Dios.

El hombre debió de quedar satisfecho con el pago ya que se agachó para coger un farol a sus pies. Miguel lo vio despedirse con una inclinación y marcharse por el mismo camino por el que él había llegado.

Unos instantes después, oyó a la mujer soltar un profundo suspiro, como si sostuviera una enorme piedra. El triste lamento encendió su curiosidad.

¿Cómo sería? ¿Alta? ¿Delgada? ¿Baja? Gruesa no, seguro que no. Desde luego, era joven, lo indicaba su voz. ¿Quién sería?

Recorrió el muro hacia atrás y llegó a un ventanuco. Sabía que alcanzaría a verla en el portal, antes de que desapareciera por las escaleras de subida a la vivienda.

En efecto, allí estaba. La espalda de una joven esbelta, vestida de negro, con el cabello recogido bajo un pañuelo. Tenía los hombros caídos y se abrazaba a sí misma.

Miguel no dejó de observarla. Ella estuvo un buen rato mirando a la oscuridad antes de elevar una mano y arrancarse el pañuelo de un tirón. Una cascada de pelo oscuro cayó sobre sus hombros. Las ondas rebotaron sobre su espalda.

Ella cerró la puerta y se dio la vuelta. Miguel se ocultó. Esperó a oír el crujido de la madera del primer peldaño y se asomó de nue­vo. La luz de la vela que ella llevaba en la mano, y que había cogido de un hueco de la pared, le mostró su perfil. Aquella mujer tenía los rasgos pronunciados, nariz con carácter y labios carnosos.

Aquella mujer no era una desconocida para él. La conocía, la había visto antes, pero no recordaba dónde.

—Benditos son los ojos que te encuentran.

El saludo de su hermana le dejó claro a Miguel que estaba enfadada con él por llegar tarde a la cena.

—Perdón por el retraso —se disculpó—. Me he entretenido —añadió para justificarse.

—A punto estaba de encomendarme a la Virgen para que te encontrara donde fuera que estuvieras.

—Déjalo en paz y pon el puchero a la mesa —gruñó su cuñado a la vez que daba una palmada sobre el banco en el que se sentaba.

Miguel se acercó a Marcos y le echó una mirada de agradecimiento. Juana lo trataba como a un muchacho. Aún creía que tenía los mismos dieciséis años que cuando partió de Villasana.

—Hay que esperar a Gonzalo. Lo he mandado a buscarte —le explicó ella.

Juana y Marcos no tenían hijos. Se habían casado mucho antes de que él se marchara a Logroño y, cuando lo hizo, Dios aún no les había bendecido con ellos. Pero hacía ya más de diez años que la tercera de sus hermanas había fallecido de sobreparto llevándose con ella la vida del recién nacido y dejando en este mun­do a un pequeño de tres años, despeinado y mocoso, y a un hom­bre incapaz de hacerse cargo del chiquillo. Lo que empezó como una desgracia para el matrimonio pronto se convirtió en un milagro puesto que desde que las paladas de tierra comenzaron a caer sobre el féretro y Gonzalo se aferró a la falda de su tía fue para ambos el hijo que nunca tuvieron. Así se lo había relatado Juana en la misiva que el cura del pueblo había escrito por ella en su momento y así lo había constatado Miguel ahora que había regresado a Villasana.

—Te he dicho que no tardaría en llegar, pero como eres tan cabezota tenías que enviar al chico a... —se quejó el marido de Juana.

—¿Y qué querías que hiciera? Ninguno de los dos teníais nin­guna prisa por venir a casa, tú no hace mucho que has aparecido por esa puerta —le acusó su hermana.

—Mujer, que estábamos hablando con los paisanos.

—¿Hablando? ¡Ja! Mejor será que digas «bebiendo con los paisanos» y con «ese» ayudante. —Miguel sonrió en silencio. Si había alguien a quien Juana reprobaba era a Pedro Heras. «Demasiado joven para ser tan libertino», le había dicho poco después de su llegada. Además, el hecho de que su ayudante prefiriera vivir en la posada en vez de en alguna casa de bien, sin que nadie le controlara una vez terminado el trabajo, no favorecía la idea que Juana tenía de él—. No hay más que oleros para saber la forma en la que habláis los hombres.

—Pues no sé de qué te quejas. Otros «hablan» mucho más que nosotros. Solo tienes que asomarte para verlos pasar cruzando la calle de lado a lado. Además, ¿quién te iba a traer noticias de lo que sucede cada día en las calles de este pueblo?

Juana se dio la vuelta y gruñó algo sobre los hombres que ni Miguel ni Marcos entendieron. Se acercó hasta la chimenea, asió el caldero posado sobre el trébede y lo puso sobre el tablero. Sin dar tiempo a que los hombres hicieran un solo comentario sobre lo bien que olía la sopa o el hambre que traían, cogió un cucharón y comenzó a llenar sus escudillas.

—¡No seas tan brusca! —protestó Marcos cuando unas gotas cayeron sobre la superficie de la mesa.

Pero su mujer no estaba precisamente de buen humor y no le prestó la más mínima atención.

—¡Noticias dice! Cuando nunca cuentan nada. Soy yo la que tengo que entablar conversación con las vecinas si quiero enterarme de lo importante. —Pero hablar sola no era nada interesante, así que, cuando se sentó a comer su propia cena, volvió a prestarles atención—. ¿Y qué es lo que ha sucedido en el día de hoy?

Ahora fue Miguel el que dejó de escuchar la charla y se concentró en el guiso. No había estado en la taberna mucho tiempo, solo el necesario para que la gente lo viera y los paisanos no se preguntaran qué era aquello que lo mantenía lejos de la vida del pueblo.

—El agua que cayó ayer anegó el prado del Cojo y ha tenido que sacar todo el ganado y subirlo hasta la loma que hay detrás de la casa del viejo José.

A Miguel aquella nueva le preocupaba, vaya si le preocupaba.

—¿Detrás de mi casa? —preguntó a su cuñado, como si no supiera que el viejo José siempre había sido su abuelo.

—Eso he dicho.

«¡Maldita suerte!» Lo peor que le podía pasar era que alguien husmeara por aquella zona, menos ahora que ya había pensado en trasladar todo lo necesario para el negocio que estaba a punto de cerrar. Bastante tenía con saber que la casa más cercana, la casa de Sancho, estaba de nuevo habitada.

—¿Y eso es todo? —preguntó su hermana a la que lo que les sucediera a unas vacas no le parecía nada interesante.

—¿Y qué más quieres, mujer, que las monjas del convento de Santa Ana abandonen la clausura y salgan en procesión? —ex­clamó Marcos, desesperado ya por las quejas de su mujer.

Miguel tenía una novedad mucho más interesante. Que un forastero llegara de Dios sabía dónde y se afincara en el pueblo era mucho más sustancioso. Los cuchicheos serían mucho mayores cuando se supiera que el forastero era en realidad «una» forastera. Y más aún si contaba que había visto a un hombre saliendo de la casa.

—A mí me ha contado mi prima Nicolasa, a la que se lo había dicho la hija del Loco, que la mujer de Sancho López ha ocu­pado la casa de la vieja Ángela.

Vaya, la novedad de Miguel acababa de convertirse en noticia antigua. Pero muy interesante. «Ella» era la mujer de Sancho, la hija del gran Miguel de Eguía. Por eso le sonaba su cara, porque la conocía, la había visto a veces en el taller de Logroño, en el que Sancho y él habían trabajado tantos años.

—¿Así que es la mujer de Sancho? —preguntó.

Se arrepintió al instante de no haber refrenado la lengua. Acababa de delatarse.

La atracción de su hermana se trasladó de la novedad sobre la viuda de su amigo a él mismo.

—¿La has visto?

—¿Cuándo lo podría haber hecho? —dijo él a su vez, en un in­tento de alejarse del terreno espinoso en el que se había metido.

—Al parecer lleva aquí varios días, pero aún no ha aparecido por la villa. Dicen que cuando llegó, traía todo lo necesario, animales y todo. Se rumorea que debe de tener la bolsa llena. ¿Tú no la habrás visto?

Miguel se sintió vigilado.

—¿No te acabo de decir que no?

—No sé, igual la conociste en Logroño.

—¿Ah? Te refieres a eso. La vi en algún momento, pero fue hace tanto tiempo que, tenlo por seguro, si la volviera a encontrar, no la reconocería.

Y lo decía en serio. Mientras la espiaba por la ventana no se le había ocurrido quién era, ni siquiera al saber que tenía que ser pariente de su amigo, ni siquiera al verla vestida de luto.

—Pues por el bien de Sancho, que en paz descanse —dijo Juana mientras se hacía la señal de la cruz sobre el pecho—, espero que entonces fuera una mujer decente y que hayan sido las circunstancias las que le hayan hecho caer en esto porque...

Su hermana se calló y dejó una acusación en el aire.

—Porque, ¿qué? ¿Qué es lo que sucede con ella?

Su hermana se acercó al centro de la mesa.

—Dicen... que «recibe» en la casa.

Eso sí, eso sí que no se lo esperaba. Miguel se echó hacia atrás al acusar el golpe. La mujer de Sancho, la hija del Miguel de Eguía, ¿«entretenía» hombres?

—Mujer —intervino su cuñado—, eso no son más que mentiras de viejas que no tienen más que hacer. ¡Mejor les valdría acercarse a la iglesia a rezar por el prójimo!

—Parece que han visto salir a desconocidos del camino de la casa de la vieja Ángela —continuó su hermana.

Miguel sabía que era cierto. Él mismo había sido testigo de ello hacía un par de horas.

—¿Se sabe desde cuándo está aquí?

—Nicolasa no sabía nada más. Pero mañana habrá alguien que me cuente las novedades. Por cierto, ¿tú sabes de qué murió el po­bre Sancho? Me dijeron que de un mal en el pecho, pero no sé si...

Claro que lo sabía, todo el mundo en el gremio lo sabía. A Sancho lo habían llevado preso. Lo metieron en la cárcel por orden de la Inquisición y no salió de ella.

De repente, fue consciente de lo que la presencia de la mujer de Sancho significaba para él: una amenaza.

Elena estiró el lienzo y lo usó para tapar a Sancho.

—Buen sueño —susurró al tiempo que se inclinaba para dar­le un beso en la frente.

Él aguantó la caricia de su madre, aunque no disimuló el fastidio que le provocaba que le tratara como a un lactante y se apartó con rapidez. Además, para dejar claro que ya no tenía edad de ser arropado, se destapó de nuevo y observó a su madre mien­tras cogía la palmatoria del suelo y se retiraba.

—¿Madre?

Elena se dio la vuelta con la vela en alto. Observó las mantas a los pies de la cama y calló.

—Dime, hijo.

—¿Quién era ese hombre?

Ella regresó junto a él.

—Nadie importante.

—¿Seguro?

—Seguro, hijo. Duérmete y no te preocupes.

—Madre, si fuera algo importante, me lo contaríais, ¿verdad?

—No es nada por lo que tengas que inquietarte.

Pero Sancho estaba preocupado, y mucho. Se incorporó de repente, víctima de una fuerza incontrolable. El terror asomó a sus labios.

—¿No os ocurrirá a vos lo mismo que le sucedió a padre, verdad?

Elena le sonrió para tranquilizarlo y se sentó a su lado. Venció la tentación de apoyar la cabeza de su hijo en su regazo cuando vio que él se apartaba para evitar sus ternezas. Sus­piró.

—Nada de eso sucederá. ¿De dónde has sacado esa idea?

—Vos hacéis las mismas cosas que él.

—No, no. Es verdad que he tomado algo del oficio de tu padre, pero te aseguro que lo que hago no entraña ningún peligro.

Elena rezó en silencio para que fuera cierto lo que estaba diciendo. Notó como su hijo se relajaba lejos de sus brazos.

—Os creo.

—Me alegro de que lo hagas. Duerme ahora.

Sancho le echó una mirada cariñosa, se cubrió, cogió postura y se dispuso a obedecerla.

Tan pronto como Elena cerró la puerta del cuarto, se dirigió al piso de abajo.

Allí estaba, en la bodega, en el mismo sitio en el que la había dejado un rato antes tan pronto como la recibió de manos del mensajero enviado por su padre. Porque había sido su padre el que la había escrito. No había necesitado más que romper el lacre para distinguir su angulosa caligrafía plasmada en el papel.

La carta era la respuesta a una que ella había enviado a su madre cuando decidió salir de Alcalá de Henares y establecerse en la antigua casa que la familia de su marido tenía en el norte de Castilla. Pero era él el que contestaba en vez de su progenitora. «Como siempre controlando la vida del resto.»

Elena tomó aire antes de acercarse y desplegarla.

Mi muy apreciada hija:

Por la letra enviada a vuestra madre el pasado mes de mayo, doy cuenta del lugar en el que os encontráis y os envío esta misiva para anunciaros una noticia dolorosa para todos. La llegada de vuestras palabras causó gran turbación a vuestra madre que, desde entonces, se encuentra postrada en su lecho sin fuerzas para levantarse. Vos misma pusisteis en su conocimiento hechos que yo le había ocultado para evitar que la agitación hiciera presa de ella. Días hace desde que co­noció la noticia de que habíais rehusado el ofrecimiento que tan generosamente os hice a vos y a vuestro hijo para que re­gresarais junto a ella y que habíais abandonado vuestra casa para emprender una empresa en la que, no lo dudo, fracasaréis. Solo me dice que salga en vuestra busca y os traiga de vuelta a Pamplona, pero conocedor como soy —puesto que vos misma así me lo hicisteis saber la última vez en que nos encontramos— de vuestra negativa, os escribo esta misiva en la que no hago otra cosa que atender sus ruegos.

Miguel de Eguía, impresor,

a dieciséis de junio de mil quinientos treinta y cuatro

Los dedos de Elena estrujaron el papel convirtiéndolo en una bola informe. La ira, que rebullía en su interior, se le subió a la garganta y le dejó la acidez del limón y el sabor de la hiel.

Sin pensarlo, la estiró de nuevo. Un ligero movimiento sobre la llama de la vela y la hoja prendió. La sujetó con cuidado mientras veía cómo los enérgicos trazos de su padre eran devorados por el fuego. Cuando ya solo quedaban los bordes del pliego, lo dejó caer sobre el suelo y lo pisó con fuerza, para que no quedaran ni las cenizas.

Sintió un ahogo repentino y abrió la puerta de la casa en busca de aire. El frescor de la noche restableció parte de su aplomo.

¿Cómo osaba escribirle? ¿Cómo se atrevía a dirigirse a ella después del daño que le había causado con las últimas palabras que le había dirigido en Alcalá? Encima la acusaba de ser la culpable de las dolencias de su madre cuando ella sabía mejor que nadie que, si había algún causante de su padecimiento, era él. La culpa era única y exclusivamente de Miguel de Eguía que, no contento de las correrías con otras mujeres, hacía gala de ellas en público.

¿Cómo podía ser tan vil? A veces odiaba la idea de que le corriera la misma sangre por las venas.

Decía que no quería causar mayor agitación en su madre y que por dicho motivo no le había contado lo sucedido entre padre e hija. Lo que no quería era explicarle la razón por la que Elena había decidido cortar todo tipo de relación con su familia.

No era más que un cobarde. Por desgracia, ella lo había descubierto cuando más lo necesitaba, cuando pensaba que era la única persona que no le fallaría. Sin embargo, lo había hecho. Y de la peor manera posible.

No podía perdonarle, ni a él ni a sus hermanos. No cuando lo único que les había pedido, que les había rogado, era que salvaran a su marido y a su hijo. Los cuatro se habían negado. Ninguno había hecho ningún esfuerzo por ayudarla. A su única hija, a su única hermana.

Acercó un banco a la mesa junto a la pared y tomó el tarro de la tinta negra. De la cesta en que guardaba el montón de papeles, sacó uno. Cogió la pluma y la untó.

Respondería a su madre para tranquilizarla, pero su padre no recibiría de ella ni una sola línea.

Tres horas más tarde, la tinta se había secado en la punta de la pluma y el papel seguía estando inmaculado.

trasluz-3

3

Si algo había aprendido Elena en los últimos tres años, era que la vergüenza no daba de comer ni servía para nada. Por eso había decidido salir a la calle. Por eso y porque si las cosas salían como esperaba, los pliegos de papel que había traído de Alcalá de Henares no le durarían mucho tiempo.

Imprimir naipes había sido su trabajo en Alcalá y lo sería también en el valle de Mena. Según le había contado su marido las pocas veces que hablaba de su pueblo natal, Villasana no era un lugar pobre. La villa tenía la suerte de encontrarse en la salida de Castilla hacia el puerto de Bilbao. El Camino Real la atravesaba y era una gran fuente de riqueza.

Ella misma lo había podido comprobar. Camino de su nuevo hogar y desde que llegara a Medina de Pomar, había visitado las tabernas y en todas había ofrecido su trabajo. Al llegar a Villasana ya contaba con dos clientes. Dos clientes, que habían pasado a ser cuatro con los hombres que la habían visitado los días anteriores. El problema era que el montón de papel había descendido de forma importante y, si de algo estaba segura, era de que en Villasana no tenía posibilidad de encontrarlo y de que, en caso de hacerlo, no podría pagarlo. Por eso había decidido fabricarlo ella misma.

Pediría. Ya lo había hecho antes, pero ese día le había entrado la cobardía; había evitado la villa en la que vivía y había visitado los caseríos de las afueras de Villasana en primer lugar.

El ardid le había funcionado. Después de llevar todo el día mendigando trapos viejos de casa en casa, podía explicar quién era ella y a qué se dedicaba sin notar en la boca del estómago la extraña sensación con la que se había despertado.

Entró en la villa decidida, con la mano apoyada sobre el petate en el que la mula transportaba las telas que había conseguido.

—Madre —Elena miró a su hijo por encima del lomo del animal—, ¿pretendéis recorreros todas las casas?

—Todas —confirmó—, pero no hoy. Por ahora bastará con un par de ellas.

Serviría para que se corriera la voz por el pueblo. La próxima vez que llamara a las puertas se ahorraría la presentación.

Sancho lanzó un suspiro de alivio y a Elena se le relajaron las facciones al mirarlo. Hasta se podría ahorrar mencionar su apellido de casada. Bastaba con observar a su hijo para saber quién era su padre. No tenía más que catorce años, pero bajo aquellas facciones de mozalbete desgarbado ya se adivinaba el corte de la cara, los ojos, la nariz e, incluso, la altura de su difunto marido.

Elena apartó la vista de él y miró lo que tenía ante ella. Las casas se alineaban pegadas las unas a las otras a lo largo de la calle del Medio. Solo se veían puertas, ventanas y balcones que mos­traban el compacto trazado urbano. Sin embargo, la impresión de que solo había edificios era falsa ya que todas las viviendas poseían un terreno en la parte trasera, en donde sus propietarios cultivaban las legumbres y hortalizas con las que proveían sus fogones de lo más elemental.

No se molestó en llamar a ninguna puerta. Dos mujeres abrie­ron la suya a la vez, una a la izquierda, la otra a la derecha de la calle, y se plantaron ante ella. Estaba claro que su presencia causaba expectación.

—Señoras, buen día —saludó con amabilidad.

—Os dé Dios —contestaron ambas al unísono.

—Espero no molestar. Me llamo Elena de Eguía, viuda de Sancho López, natural de esta villa —se presentó.

No tuvo que decir nada más.

—Sois la que vivís en la casa de la vieja Ángela —dijo la que había salido de la casa de la derecha—. Ansiábamos conoceros.

—¡Manola! —la riñó la vecina de enfrente como si querer ha­cer amistad con ella fuera un insulto para el resto de los vecinos.

Elena no hizo caso de la exclamación y continuó hablando con la joven.

—Es cierto. Era la casa de mi marido —aclaró como si tuviera que justificar su derecho a establecerse en aquel lugar—. Me gano la vida recogiendo ropas viejas que tiño y arreglo para después venderlas. No puedo ofrecer mucho por ellas, pero tengo buenas manos para los zurcidos y conozco la mejor receta de tintura. El negro de mis telas permanece después de los años y los lavados. ¿No tendréis por un casual algo que pueda servirme? Creo que podríamos llegar a un buen acuerdo —recitó de corrido.

La mujer mayor la miró con el ceño fruncido. Elena imaginaba lo que estaba pensando. «¿Quién se cree que es esta mujer para prácticamente pedirnos que le regalemos algo tan preciado como ropa?»

En cambio, a la joven se le iluminó el rostro.

—¡Esperad un momento! —gritó y entró a todo correr en la casa de la izquierda.

La oyó subir las escaleras.

—¡Manola! —gritó la otra vecina—, ¿qué estás haciendo?

La chica apareció por la ventana central del piso superior.

—Estoy harta de ver las vestiduras de mi difunta suegra. Creo que ya ha llegado la hora de vaciar el arcón —explicó antes de desaparecer.

—¡Pero mujer, piénsalo bien, qué va a decir el pueblo!

—¡Que digan lo que quieran! —se oyó desde dentro de la casa.

—¡Si no es por el qué dirán, piensa al menos en que te pueden hacer falta en algún momento!

Elena no acababa de comprender la conversación. ¿Por el qué dirán? ¿Y qué le importaba a nadie que aquella chica le regalara la ropa de su suegra?

La siguiente vez que la joven se dejó ver estaba de nuevo en la calle.

—¿De verdad crees que voy a ponerme algo de esa mujer, que no hizo nada más que amargarme la vida? Aquí tenéis —le ofreció a Elena al tiempo que extendía los brazos con, al menos, ¿cinco prendas?—. Son todas vuestras.

La cabeza de Elena comenzó a hacer cálculos. Con aquello, más las otras dos que había conseguido en la casa al lado de la iglesia de Vallejo y la que le habían dado a la afueras del pueblo haría frente a los dos pedidos que ya tenía apalabrados.

Pero antes de que le diera tiempo a coger la ropa, la otra vecina se la arrebató.

—¿Estás loca? —increpó a la joven—. ¡Déjame al menos que le eche un vistazo yo antes!

La chica se la volvió a quitar.

—¿Y salir a la calle y verte con su ropa? ¡Ni hablar! Me pasaría el día pensando en ella.

Y en esas estaban, que si para mí, que ni hablar, que por qué no con lo bien que me viene a mí una camisa nueva, que cómo que nueva si al menos se la puso durante los últimos quince años, que seguro que hay algo aprovechable, que no te la doy..., que ninguna de las tres se dio cuenta de que un par de hombres las observaban desde no muy lejos.

—Ahí la tienes —dijo Enrique, el amigo de Miguel, a este—. No es mala moza, ¿eh?

—¿Moza dices? —Miguel hizo un cálculo rápido—. No creo que sea mucho más joven que nosotros.

—Lo que yo digo, no es una pollita, pero tiene aspecto de seguir por estos caminos durante muchos años más, ¿no crees?

—Eso es indudable —musitó Miguel para sí.

Enrique tenía razón, ni siquiera vestida de negro y con el cabello cubierto perdía el aspecto de una mujer joven. Después de tantos años, guardaba la misma apariencia que tenía cuando paseaba por Logroño del brazo de su madre.

No era muy alta; sus ojos le llegarían a él a la altura de la bar

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos