Arriésgate por mí

Ana Iturgaiz

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: septiembre, 2014

© Ana Iturgaiz, 2014

© Ediciones B, S. A., 2014

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

DL B 16222-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-845-2

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Agradecimientos

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Dedicatoria

A Pilar, Laura, Ángeles y Hosanna,

por los «malos» ratos que me hacen pasar

mientras desmenuzan mis historias.

Saberos cerca es lo mejor de todo

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Capítulo 1

1

Irene se puso cada vez más nerviosa según se acercaba a su destino.

Había salido de Bilbao antes de las tres de la tarde, después de pasarse toda la mañana limpiando el frigorífico y haciendo y deshaciendo la maleta. ¿Cómo decidir qué ropa meter cuando no sabía si se marchaba por dos días, dos meses o dos años? En los momentos más optimistas, se decía que pasaría en Asturias todo el verano; en los pesimistas, que no aguantaría hasta junio, la echarían antes y tendría que regresar a Bilbao con la cabeza gacha.

Le aterraba la idea del fracaso.

A la altura de Villaviciosa miró por el retrovisor. Entre las nubes, vio los últimos trazos de cielo azul. Por delante de ella se extendía una enorme nube gris oscura, casi negra.

Media hora más tarde, dejó atrás Gijón, y Avilés veinte minutos después. Menos de treinta kilómetros y llegaría. Fueron los veintisiete kilómetros más rápidos del mundo, a pesar de que no pasó de noventa. Al parecer su pie tenía el mismo miedo que ella de llegar y no apretaba el acelerador.

Rebasó el cartel de Cudillero y las gotas comenzaron a caer. Nada de esa ligera lluvia a la que estaba acostumbrada, no. Aquello era una tormenta en toda regla.

Los limpias barrían el parabrisas todo lo deprisa que podían, aunque no lo suficiente para desalojar el aguacero que inundaba el cristal.

Agarró el volante del Clio con fuerza y clavó los ojos en el asfalto.

La primera curva no dio paso a las casas tal y como esperaba. La segunda, tampoco. ¿Había o no había pueblo? A lo lejos, al final de la recta, por detrás de la cortina de agua, le pareció distinguir los primeros tejados. «Menos mal», suspiró. Ahora solo tenía que llegar, esperar a que escampara y...

Un charco enorme en medio de la carretera y los neumáticos patinaron. En una milésima de segundo se llamó insensata por no haberlos cambiado la última vez que llevó el coche al taller. También se acordó de su antiguo jefe y del día en que había rechazado su subida de sueldo. Él era el único responsable de que fuera a matarse en aquel pueblo sin haberlo visto siquiera.

Pisó el freno hasta el fondo a pesar de saber que no debía hacerlo. El coche continuó recto, el problema era que ir recto no significaba seguir por el carril correcto.

Fue consciente de un bulto oscuro justo delante de ella y dio un volantazo que la llevó de vuelta a su carril. El sonido de un golpe le indicó que, fuera lo que fuese lo que había visto, no lo había esquivado, aunque el impacto no había sido muy fuerte. «Al menos, no del todo.» Redujo la marcha e intentó no pisar el freno; metió la tercera, segunda... Las ruedas volvieron a obedecerla. Se arrimó al estrecho arcén, puso las luces de avería y paró.

Abrió la puerta. El agua entró en el coche. En un momento, el interior de la puerta se había calado y el costado de sus pantalones vaqueros, también.

Salió corriendo con las llaves en la mano después de dar un portazo.

Un poco atrás de donde se había detenido, un ciclista, vestido de negro y con chichonera, levantaba una bicicleta del suelo. El hombre parecía estar bien.

—¿Le ha sucedido algo?

Él se dio la vuelta. Tenía los ojos azules y toda la furia del mundo acumulada en ellos.

—¡¿A usted qué le parece?!

A Irene le amedrentó la ira con la que le contestaba. ¿Que qué le parecía? Que no. La bicicleta estaba intacta y él también. Empapado, pero entero.

—¿Puedo ayudarle?

—¿Tiene algo con lo que enderezar una rueda torcida? —le espetó él de malos modos.

Irene miró hacia donde señalaba. La rueda trasera no tenía mala pinta, tenía el mismo aspecto que una nueva.

—Ni un solo destornillador —confesó. No tenía ni idea de cómo cambiar una rueda, ni siquiera una bombilla, y le parecía absurdo llevar herramientas en el coche. Cuando le pasaba algo, llamaba al taller—. ¿Cree que hace falta avisar a la compañía de seguros? —Él, por toda contestación, se inclinó sobre la bicicleta y se puso a hurgar en el juego de piñones, platos o como se llamaran todos aquellos engranajes—. ¿Doy parte entonces? —repitió ella que se estaba poniendo de mal humor. El comportamiento obtuso de aquel hombre la obligaba a seguir debajo de la lluvia. Estaba completamente calada.

—Guárdese el seguro para cuando se lleve a un peatón por delante en el pueblo —gruñó él.

Irene se quedó muda y él aprovechó para subirse a la bicicleta y alejarse.

—¡Chalada! —le pareció oír.

—¡Imbécil! —le insultó ella.

Antes de correr hacia el coche, pudo ver que él giraba la cabeza y la miraba. Tuvo la certeza de que la había oído.

Cuando arrancaba el coche de nuevo y entraba en el pueblo de Cudillero, solo podía pensar en que su nueva vida no podía haber empezado de peor manera.

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Capítulo 2

2

Iago se sentó en el sofá verde del vestíbulo del hotel de Mercedes. Esta se acomodó a su lado, sin ningún cuidado, a pesar de la mano vendada.

—¿Cómo no me has llamado antes?

—Porque no es nada —dijo ella como si estuviera hablando de un grano en vez de un hueso roto.

El cabestrillo que le había puesto el médico había desaparecido para ser sustituido por uno de esos pañuelos inmensos de mil colores que Mercedes usaba para cualquier cosa; cinturón, coletero, jersey y ahora también para sostener la mano en el aire.

—Tienes un dedo fracturado. Tenía que haberte acompañado yo a Avilés.

—Ya lo ha hecho un amigo.

—¿Qué amigo?

—Uno —dijo Mercedes sin más explicaciones.

No era normal semejante moderación verbal en ella. Iago decidió que debía de estar un poco impresionada por el accidente.

—¿Cómo ha sido?

—Tropecé con la falda y me caí por las escaleras.

Iago miró la larga y floreada falda de Mercedes que se extendía sobre el sofá.

—Ibas a toda prisa, como si lo viera.

—Ha sido culpa de Alicia; acababa de discutir con ella.

Iago suspiró.

—¿Y por qué ha sido ahora?

—¿Por qué va a ser?, por lo mismo de siempre, «porque no sé qué hago aquí en vez de estar atendiendo mi negocio, porque dije que hoy era solomillo y no entrecot, porque cualquier día me marcho, porque...». Ya ni me acuerdo de por qué era esta vez. Me pone de los nervios y encima tengo que encontrármela a todas horas por el hotel.

—No te quejes, es la mejor opción que tenías. Necesitabas una cocinera con urgencia y ella es una de las mejores del pueblo.

—Y tú uno de los chicos más sexis de por aquí. No pudo resistirse a tus encantos —le aseguró Mercedes al tiempo que le guiñaba un ojo e intentaba acariciarle con la mano herida.

Mercedes se miró la venda tras dar un respingo de dolor.

—¿Qué es lo que te ha dicho el médico?

—Que el dedo meñique es el único que está roto. Te inmovilizan los demás para que no lo muevas.

—Eso ya lo sé —gruñó Iago—. Por si lo has olvidado, soy deportista, estoy acostumbrado a las lesiones. Sé cómo funcionan los médicos.

Mercedes no pareció enterarse de su mal humor.

—¿Quién te lo ha contado?

—Fernando. Acababa de regresar de entrenar y me he pasado por el bar.

Mercedes se le echó al cuello.

—¡Y has venido enseguida a ver lo que me había sucedido! Eres un encanto —dijo y le dio un sonoro beso en la mejilla—. Mi gruñón encantador. —Le hizo mimos.

Iago se soltó del abrazo; y provocó un sinfín de risas en Mercedes.

—Me marcho a casa a por unas cosas. Vengo al hotel, prepárame una habitación. Me quedaré aquí hasta que te manejes bien y la persona que has contratado se entere de cómo funciona todo —dijo mientras se levantaba y cogía la chichonera de encima de la mesita en la que la había dejado.

A Mercedes se le iluminó el rostro todavía más y le dio otro beso, que Iago no acogió con demasiada alegría.

—¿Ves como eres un amor?

—Déjate de amores y busca las llaves de uno de los apartamentos.

—Te daré uno de los dos del fondo.

—Uno que esté lo más lejos posible de los huéspedes.

—El tuyo, el mismo en que estuviste el año pasado.

—Vuelvo en una hora.

Se detuvo un instante debajo del dintel de la puerta principal de la casa de indiano que Mercedes había convertido en hotel. Había dejado de llover.

—¡Ten cuidado que ya está oscureciendo! —le gritó ella desde las escaleras de subida a las habitaciones.

—Lo intentaré —farfulló él—. Si no me tropiezo de nuevo con una loca que intenta llevarme por delante.

—¡Silvia! —se oyó desde dentro de la casa.

Mercedes llamaba a una de las chicas que la ayudaban en el hotel, seguramente para que comprobara si su alojamiento estaba listo para ser ocupado.

Iago cogió el manillar de la bicicleta, que había dejado apoyada en la fachada color teja, a la vez que oyó el ruido de un motor. Era una moto de poca cilindrada. La conducía un chaval.

Tan pronto como el vehículo entró en el jardín del hotel, Silvia salió corriendo de la parte de atrás de la casona y se subió de paquete.

«Más vale que la habitación esté arreglada porque si no me veo haciéndome la cama yo mismo.»

Los chicos no habían llegado a la cancela de acceso de la finca cuando se cruzaron con los faros de un coche que entraba en la propiedad. Iago vio al conductor de la moto hacer un quiebro y esquivar al coche de milagro. Silvia y su novio salieron del recinto y desaparecieron de su vista.

El propietario del vehículo se acercó hasta la puerta del hotel. Se trataba de un Clío color aceituna y Iago jugó a adivinar el sexo de su propietario. Acertó. Era una chica, una chica a la que conocía. La misma que había estado a punto de atropellarlo hacía un rato.

Esperó antes de montarse en la bicicleta no fuera que aquella mujer hiciera patinar de nuevo su vehículo sobre la gravilla del camino y lo estampara contra la fachada del hotel. Afortunadamente, hizo gala de haber conseguido el carnet de conducir en un sitio distinto a una tómbola y aparcó en una esquina del camino.

Solo cuando vio apagarse los faros y abrirse la puerta, se puso el casco, se montó en la bicicleta y puso el pie derecho en el pedal.

—¡Ah! —oyó que decía ella—, es usted. Era aquí adonde se dirigía cuando tropezamos.

Iago levantó los ojos del pedal y la miró fijamente.

«¿Tropezamos?», pensó, todavía estaba enfadado con ella por el accidente. Sin embargo, nada dijo. Pero la chica no iba a dejarle escapar así como así y se le puso delante antes de que pudiera dar la primera pedalada.

—¿Tanto la he impresionado que es incapaz de dejarme en paz cada vez que me ve?

—¿Perdone?

—¿Puede hacer el favor de quitarse de en medio? Ne-ce-si-to pasar.

—Veo que la rueda de su bici está perfectamente.

—¿Cómo lo sabe si aún no la ha visto funcionar? —gruñó él.

—Porque si estuviera estropeada, como usted sugirió antes, no se montaría en ella sino que la llevaría andando. No me cabe duda de que cuida a su bicicleta mejor que a su perro.

De acuerdo, no era tan tonta como le había parecido antes.

—No tengo perro —farfulló él.

—No me extraña —masculló ella.

¿Qué había querido decir con aquello?

—Apártese.

Pero ella no se movió.

—¿Está la dueña de La casona de la Paca dentro?

—No.

—El hotel no parece grande. ¿Sabe dónde la puedo encontrar?

—Búsquela.

—Usted acaba de salir. ¿No la ha visto?

Él perdió la paciencia y comenzó a pedalear. Ella no tuvo más remedio que hacerse a un lado para que no se la llevara por delante.

—¡Chalada! —repitió él cuando ya la había rebasado.

—¡Imbécil! —le pareció que le contestaba.

Iago atravesó la verja que separaba el recinto del hotel de la carretera y se dirigió hacia el pueblo de Cudillero. No había alcanzado las primeras casas cuando se dio cuenta de que era la primera vez que sonreía en todo el día.

Irene sacó el trolley del maletero y lo arrastró hasta el hotel. La puerta estaba cerrada, pero no tuvo más que empujar una de las hojas y se abrió. Se encontraba en una enorme estancia. A su derecha, habían habilitado una zona para estar. En la pared del fondo, había una chimenea y un espejo antiguo sobre ella. Delante de la chimenea, un sofá de color verde, y a los lados, dos butacas tapizadas en grandes cuadros amarillos y blancos y una silla antigua con la misma tela. Al otro lado de la habitación, una pequeña mesa rodeada de dos butaquitas de teca y otro pequeño sofá de flores granates. Varias lámparas de mesa repartidas y encendidas aquí y allá producían una sensación de lo más acogedora.

«Creo que este sitio me va a gustar», se dijo Irene con ánimos renovados.

La recepción estaba detrás de la mesa y las sillas. Un gran jarrón lleno de flores presidía el mostrador.

Ni rastro del recepcionista. Tampoco había timbre para avisar de su llegada.

—¡Hola! —se animó a decir—. ¡Hola!

Nada. Como si la tierra se hubiera tragado a los moradores de aquel sitio. Por un instante pensó que el ciclista podía ser un asesino en serie que hubiera acabado con los huéspedes, y los de la moto, con los que casi había chocado al entrar en la propiedad, sus cómplices. Le entró la risa.

«Irene, relaja esos nervios.»

Una enorme puerta corredera de cristal separaba la entrada del resto de la casa. Soltó la maleta y se animó a traspasarla. La escalera partía de aquel punto. Irene se fijó en la barandilla, pulcramente pintada de blanco, y decidió que aquella maravilla tenía que tener los mismos años que la casa. Al otro lado de la escalera se abría otra sala, mucho más iluminada que la anterior. Las mesas estaban dispuestas para comer, pero allí no había nadie. Miró el reloj de su muñeca. Eran las ocho y media de la noche. Todavía pronto para cenar.

«Sobre todo si los visitantes están de turismo.»

A su izquierda, se abría un corredor hacia el interior de la casa. Un ruido de cacharros le iluminó la mente. «La cocina.» Se dirigió hacia allí.

No había dado ni dos pasos cuando de una puerta al fondo del pasillo salió una mujer. Era baja y muy ancha e iba hacia ella a toda prisa. Llevaba el teléfono pegado a la oreja y hablaba a gritos.

—Pero ¿cómo que se marchó? ¿No pudiste hacer nada?

—Perdone, pero... —intentó detenerla.

La mujer no le hizo ni caso, al parecer Irene se había vuelto transparente. Se echó a un lado para no ser atropellada. Pasó a su lado al tiempo que se soltaba el lazo del delantal, dio unos pasos más y, de repente, se volvió.

—Toma —le dijo y le tendió el mandil que acababa de quitarse—, te hará falta.

Se marchó, dejándola completamente aturdida.

El desconcierto le duró poco.

—¡Mierda! ¡Alicia! —gritó alguien desde la misma estancia de la que había salido la mujer, y que Irene supuso sería la cocina—. ¡No me hagas esto que tenemos a veinte huéspedes esperando por tu ventresca a la espalda! ¡Prometiste estar todo el verano!

La mujer que chillaba apareció en el pasillo.

—Creo que se ha ido.

—¿Quién eres tú?

—Acabo de llegar. Me llamo Irene, Irene Ramos, vengo a trabajar.

—¡Irene! ¡Soy Mercedes!

Su jefa se le echó encima y le dio un fuerte abrazo, a pesar de tener un único brazo útil. Al separarse, descubrió que era más joven de lo que había supuesto. No tendría más de cincuenta años, o al menos eso aparentaba con aquellos rizos alborotados sujetos de cualquier manera en lo alto de la cabeza. Vestía una camiseta verde y un chaleco hecho de trozos de telas de mil colores. Una falda larga y desgarbada le caía hasta los pies. Era como si hubiera salido de una comuna de hippies americanos a mediados de los años setenta y continuara usando el mismo vestuario. Llevaba un pañuelo anudado al cuello y la mano vendada apoyada en él.

—¿Qué te ha sucedido? —fue lo primero que le preguntó Irene.

Mercedes levantó la mano.

—¿Esto? No es nada. Un dedo roto. Alicia debe de estar ya en el pueblo. ¿Qué hora es? —preguntó de repente.

—Cerca de las nueve —contestó Irene sin necesidad de volver a comprobarlo.

—¿Ya? ¿Qué vamos a hacer ahora? A las nueve y media empezarán a llegar y Alicia aún no había hecho nada, ni había metido las ventrescas al horno.

—Entiendo que te has quedado sin cocinera.

—Sin cocinera y sin ayudante. Habrá que mandar a los clientes al pueblo a cenar. Voy a por la agenda.

Mercedes retrocedió y se metió en una habitación a la izquierda del pasillo. Irene aprovechó para recoger la maleta que había dejado en la entrada del hotel, pero tuvo un arrebato del tipo «tengo que demostrar de que soy una profesional para que me den el trabajo». Se acercó hasta la estancia donde había desaparecido su jefa, dejó el equipaje y se colocó alrededor de la cintura el delantal que todavía llevaba en la mano.

—¿Dónde está la cocina?

Mercedes pareció quedarse un poco sorprendida, pero enseguida se le iluminó la cara. Le desapareció el gesto de «no tengo ni idea de qué hacer ahora» y lo sustituyó por el de alguien a quien el problema se le ha solucionado solo.

Su jefa echó a andar hasta la puerta del fondo.

—Esa es la cena —le dijo a Irene y le señaló tres enormes bandejas de horno con dos trozos de pescado cada una—, también había ensalada. Si tienes alguna duda, llama a Alicia. —Le entregó un teléfono móvil—. Yo voy a poner las servilletas en el comedor.

—¿Dónde...? —Pero su nueva jefa había desaparecido sin tener tiempo a confesarle que era la primera vez que usaba la cocina industrial de un establecimiento hotelero. Y la primera que cocinaba para otros.

Su yo sincero empezó a temblar. Aquello era peor que el examen de conducir. Miró a su alrededor y vio un horno parecido al que ella tenía en casa y que nunca usaba, pero mayor. Aunque vacío, estaba funcionando. Tiró de la puerta hacia ella y colocó la primera de las bandejas, después, la otra y luego, la que faltaba. Cabían las tres sin problema. No tocó la temperatura, la dejó igual que estaba; y rezó para que aquello fuera todo lo que había que hacer con el pescado.

Vio un enorme puchero al fuego. Mercedes solo había hablado de las ensaladas. Se acercó a la cazuela y cogió la tapa.

—¡Mierda! —La dejó caer al suelo con gran estrépito. Se llevó el dedo índice a la boca. Se había quemado. En una de las paredes habían colgado un botiquín, pero Irene decidió que no era tan grave como para abrirlo.

Se asomó al puchero a pesar del vapor que emanaba de él. Aquello parecía un caldo; olía igual a los que hacía su madre con las cabezas de merluza que congelaba. A Irene no le pareció nada apetecible y lo dejó cocer.

Sobre una enorme mesa metálica estaban todos los ingredientes para las ensaladas. Se acercó allí. «Lechuga, tomate, cebolleta. Bien, lo normal. Gambas, angulas, bonito en aceite. Mal.» ¿Cuál sería la idea de la cocinera, ponerlo todo junto o las verduras por un lado y lo marino por otro?

Echó un vistazo al teléfono que Mercedes le había dado. Diez minutos en su nuevo trabajo y ya tenía que pedir ayuda. No, no lo haría.

Pero ni tiempo tuvo para pensar. Mercedes apareció en la cocina toda acelerada.

—¿Ya está la comida? Tengo a tres parejas que no quieren esperar hasta las nueve y media.

Irene cogió el teléfono a todo correr.

—¿Cómo decías que se llamaba la cocinera?

Si después de hablar con Alicia se pensó que sus problemas se habían solucionado, estaba completamente equivocada.

Para empezar, el horno se paró cinco minutos después sin que ella hiciera nada. Irene no tenía mucha práctica en la cocina, pero lo que sí sabía era que el pescado no se hacía en tan poco tiempo. Se acercó al electrodoméstico y giró una de las ruedas. El ruido del ventilador, que comenzó a funcionar otra vez, y la luz encendida le indicaron que había tocado el mando correcto.

Se puso con las ensaladas. Mercedes había hablado de veinte comensales. «¡Veinte!» Cogió una pila de platos y los esparció sobre la superficie de acero inoxidable. «Primero la lechuga.» Se puso a repartirla por todos los platos. Cuando ya tuvo una capa verde, siguió con los tomates cherry. Cinco en cada plato. Se quedó sin ellos en la mitad. Revisó los platos servidos y fue quitando dos de cada uno de ellos. «Ahora la cebolleta.» No encontró cómo cortarla. Se puso a abrir cajones hasta que dio con el de los cuchillos.

Una, dos, tres... seis, siete cebolletas. Las lágrimas le corrían por las mejillas, cuanto más se las limpiaba más lloraba.

No había acabado cuando oyó pasos apresurados por el pasillo. Mercedes, sin duda.

—Ya tengo a cuatro sentados, necesito algo que ponerles.

—¿Dónde está la sal? ¿Y el resto para aliñarlas?

Mercedes se encogió de hombros como si le hubiera preguntado cómo pilotar un Airbus.

—No tengo ni idea.

Empezó la búsqueda del aceite y el vinagre. Abrieron todos los armarios de una de las paredes en vano. Comenzó a hacer lo mismo con los del otro lado.

—Mercedes, ¡¿te has dado cuenta de que tienes a un montón de gente en el comedor esperando?!

Irene se dio la vuelta para averiguar quién era el propietario de aquella voz. Era delgado y estaba muy moreno a pesar de ser mayo. Tenía el pelo castaño claro y lo llevaba más largo de lo normal. Vestía vaqueros oscuros y una camiseta gris con unas letras rojas en el pecho en las que ponía «Go On!». Era la imagen de uno de esos surfistas que había visto a veces en las playas vizcaínas. Pero ya cercano a los cuarenta.

—¡Iago! Menos mal que has llegado.

—¿Dónde está Alicia? ¿Y Raquel? —preguntó él.

—Raquel ha llamado, se ha puesto enferma. Iba a encargar a Silvia que se quedara esta noche para atender el comedor, pero no la he encontrado y no me coge el móvil. Alicia también se ha marchado.

—¡¿Que se ha marchado?! ¿Has vuelto a discutir con ella? Pero Mercedes, no sabes cómo es y que...

—Sí, que la necesito con locura. Ya lo sé, ya, pero ¡ahora no la tenemos! Además no ha sido culpa mía; un problema con la chica que le atiende el bar. Solo contamos con Irene.

—¿Irene? Ah sí, la persona que has contratado. Así que ha llegado. Por fin.

A Irene le molestó aquel «por fin». Como si no esperara que se presentara aquella noche, tal y como había quedado con Mercedes.

—Sí, Irene Ramos —dijo antes de que siguieran hablando como si no estuviera presente.

—Este es Iago —le presentó Mercedes—, mi salvador desde hace unos años —dijo a la vez que se le tiraba al cuello y le plantaba un beso en la cara—. Siempre se presenta cuando más lo necesito —dijo divertida. Parecía haber olvidado de repente el problema de la cocina.

—Pues hoy he estado a punto de no aparecer porque una loca con un horroroso coche verde casi me tira a la cuneta —dijo él con los ojos clavados en su cara y aspecto de querer hacer con ella lo mismo que contaba.

¿Era él, el de la bicicleta? ¿El novio, marido, amante, o lo que fuera de su jefa? No le había reconocido sin la ropa de ciclista. «Horror.»

—¿Por dónde empezamos? —trasladó Mercedes el problema a Iago.

Este se olvidó de Irene y empezó a preguntar.

—¿Qué es lo que hay?

—Irene es la que ha hablado con Alicia, ella te lo cuenta.

—Ventresca de bonito al horno con una ensalada de guarnición —contestó antes de que él le preguntara.

—¿Y eso? —Iago señaló hacia las gambas y las gulas.

—Eso es parte de la guarnición. Estoy esperando a que la comida esté para...

—De eso nada —gruñó Iago—. Eso va de entrante. Que parezca que tardan en comer. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no estás ya con ello? —No esperó la respuesta de Irene y empezó a dar órdenes—. Primero las gambas que tardarán más en comerlas y dará tiempo a preparar el resto. Ahí, la sartén. Allí, la cayena. El aceite, ahí.

Irene tomó aire, se mordió la lengua e hizo lo que le indicaba, en el mismo orden. Echó un puñado de gambas sobre la sartén. Una columna de humo picante se elevó ante ella y comenzó a toser. Pero nadie se apiadó de ella. Ni entonces ni cuando tuvo que cortar las rodajas de limón.

Mercedes cogió un plato de un montón e hizo intención de ponérselo ante Irene.

—De eso nada, que lo haga Marta.

Marta era la chica que limpiaba los platos. Hasta ese momento. A Marta le encantó la idea y se quitó los guantes enseguida. Cogió otra pila de platos y los colocó uno detrás de otro. Irene repartió media docena de gambas en cada uno de ellos.

—¿Y ahora...?

—Los llevará Marta. Mercedes, trae un delantal de los nuevos.

La chica se desprendió de la bata azul que le protegía la ropa y metió los platos llenos en un carro. Dos minutos después se los llevaba hasta el comedor ataviada con un impoluto delantal blanco ribeteado de puntillas.

Mercedes estaba encantada, todo estaba saliendo bien.

—Ahora las gulas —dijo él en cuanto la primera tanda de platos desapareció de la cocina—. Ajos en ese cajón.

Irene peló una docena de ajos mientras que él abría con la punta de un cuchillo los envases de las gulas. Ella lo miraba de reojo. «¡Se cansará de trabajar!»

—¡Todo solucionado! —dijo Mercedes eufórica, que se había escapado para espiar a los clientes—. Se han quedado encantados. Tardarán un buen rato en chuparlas bien.

«¿Seis gambas?» Irene no lo creía así y se dio buena prisa en acabar de picar lo que tenía en las manos.

—En cuanto termines con eso —le ordenó él de nuevo—, haces otra tanda de gambas. El resto de los comensales empezará a llegar en breve. Mercedes, enciende esa placa para que mantengamos los platos calientes. —Su jefa se apresuró a obedecerle. «La tiene comiendo de su mano», pensó Irene—. Yo abriré unos botes de los pimientos que se embotaron el mes pasado para ponerlos con la ventresca.

¿Abrir unos botes? Irene le miró de reojo. Se calló lo que le gustaría haberle dicho: «¿Por qué no coges la sartén y te pones a trabajar de una vez?»

Mercedes hizo un par de viajes más al comedor. Cada vez que iba o venía estaba más contenta. Según ella, todo estaba saliendo genial, aunque Irene tenía ciertas dudas.

—Cariño —llamó Mercedes a Iago varios minutos después—, ¿crees que se puede sacar el bonito?

Él se acercó hasta el horno y decidió que, en efecto, ya estaba listo para servir. Se dignó a sacar las tres bandejas del horno y a meter las tres siguientes.

«Solo porque Mercedes no puede hacerlo y yo estoy ocupada.»

Irene acabó de hacer la última tanda de gambas. Terminaría con la de gulas y ya se podría relajar. No quedaba más que servir el bonito.

Eso se pensaba ella porque a partir de ese instante comenzaron los interrogantes. Iago preguntaba y ella respondía. Bueno, a veces, era ella la que preguntaba y él ladraba.

—¿Qué es esto?

—Una ensalada.

—¿Esto una ensalada?

—Sí.

—¿Qué hacen estos tomates sin partir?

—¿No se ponen enteros?

—No.

—¿Seguro que no?

—No. Pártelos por la mitad.

—Ahora mismo.

—¿Dónde está el caldo del bonito para regarlo mientras se asa?

—¿No será «eso» que se cuece en esa cazuela?

—¿Qué pasa con esas ensaladas?

—Ya están.

—¿Desde cuándo las cebolletas pican? ¡Esto son cebollas! ¡Haz el favor de picarlas de nuevo!

«¿Favor? ¿Obedecer órdenes es hacer un favor?»

—¿Qué hay para postre?

—Flan con nata y nueces.

—¿Dónde están los flanes, dónde está la nata?

—Ni idea.

—¿No eres tú la que has hablado con Alicia?

—Creo que ha dicho algo del frigorífico.

—¿Y no se te ha ocurrido sacarlos antes para que no estuvieran tan fríos? —No, no se le había ocurrido. Y si a los clientes les gustaban fríos, ¿qué?—. ¡Pon agua a calentar! Los meteremos un momento para atemperarlos un poco.

«¡Haz! ¡Pon! ¡Lava! ¡Fríe! ¡Más platos! ¡Deprisa, deprisa! ¡Llevo un rato esperando! ¿No viene ya? ¡Caliéntalo de nuevo! ¿Es que no sabes hacer las cosas más deprisa?»

Las siguientes dos horas fueron las peores de la vida de Irene.

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Capítulo 3

3

Hacía ya más de una hora que el último de los clientes había abandonado el comedor. Iago terminó de revisar que las mesas quedaran perfectamente colocadas para el desayuno del día siguiente y regresó a la cocina. Suspiró con fuerza y se decidió. Se asomó a la puerta de la cocina. Mercedes observaba cómo su nueva ayudante, la que casi lo mata en medio de la carretera, terminaba de ayudar a Marta a organizar los platos y las cazuelas sucias.

—Mercedes, quiero hablar un momento contigo.

—Enseguida, cariño. Irene, ¿te queda mucho? —le dijo alegremente.

Por el gesto que puso la «nueva», Iago supo que no le hacía ninguna gracia la faena que le habían encomendado.

—Estamos a punto de acabar —reconoció y Iago supo que lo que quería era pedir permiso para marcharse.

—Cuando termines, puedes irte a tu habitación. Sobre el mostrador de recepción he dejado la llave de tu apartamento —le explicó Mercedes—. Lo encontrarás en el jardín, por el camino que rodea la casona. Al fondo a la derecha, hay dos apartamentos, el tuyo es el de la izquierda —le indicó antes de seguirlo.

Llevó a Mercedes hasta el salón de la galería, en la parte de atrás de la casa. Ella se acercó hasta el sofá y se dejó caer sobre él, con cuidado de no hacerse daño en la mano rota.

Iago se acercó hasta los ventanales abiertos, de los que nadie se había acordado hasta entonces, y los cerró.

—Ha sido estupendo, ¿verdad? —dijo ella divertida—. Ninguno de los clientes se ha enterado de que les han servido la cena tres personas que no tienen ni idea.

—¿Estupendo? ¡Estás loca si piensas que no se han dado cuenta! ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Todo el mundo me ha felicitado. Reconoce que ha salido maravillosamente bien —cantó ella, orgullosa por su logro.

—¿Qué ha pasado con Alicia? —preguntó él más enfadado aún que antes, por la inconsciencia de Mercedes.

—Ya te lo he dicho, la avisaron por teléfono. La chica que le atiende el bar no ha ido a trabajar. Se marchó a todo correr en cuanto lo supo.

—¿Y no podías haber llamado a otra persona? En este pueblo debe de haber un montón de mujeres que se han pasado la vida entre fogones y que estarían encantadas de haber venido hoy a ganarse unos euros.

—No se me ocurrió.

—Ese es el problema, que no se te ocurren las cosas. Mercedes, esta no es la mejor manera de llevar un hotel.

—No me riñas —le pidió ella con un mohín de niña pequeña.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—¿Con lo de Alicia? —Él asintió—. Nada. Si mañana no se presenta, nos arreglaremos como hoy. Además, estará Silvia para ayudarnos —añadió como si no pasara nada.

—¡¿Estás loca?!

—Iago, no te angusties tanto, seguro que todo sale bien.

Fuera del salón alguien apagó una luz y Iago supuso que Marta y la «nueva» habrían terminado en la cocina. Se dejó caer al lado de Mercedes, desesperado ante la habitual despreocupación de la mujer con la que hablaba. Ella le puso los pies en su regazo.

—Eres tú la que tendría que estar alterada, tú eres la propietaria de esto, no yo.

—¿Qué pasa? No me negarás que Irene ha estado fantástica.

—¿Fantástica? ¿Le has visto la cara? Parecía un perro de pelea.

—Ya verás como mañana se levanta con más ánimo. Entiéndela, acababa de llegar.

—¿De dónde la has sacado?

—Me la recomendó María Luisa. ¿Te acuerdas de ella? Venía a veranear hace años y todavía hablamos de vez en cuando. Era una chica morena, muy guapa y con el pelo...

—Ni idea.

—Da igual. Irene es amiga de su hija, trabajaba con ella. Estudió Turismo y tiene un máster en Gestión Turística por una universidad catalana que ha hecho a distancia. Al parecer, lleva años esperando una oportunidad.

—Pero ¿no dices que ya trabajaba?

—Creo que su jefe la tenía como chica para todo y nunca le reconocía su trabajo. Este es el primer hotel que dirige, pero seguro que lo hace muy bien. Además, Luisa dice que es muy buena chica.

—¡Buena chica! —bufó Iago—. No es esa la impresión que yo tengo, sino todo lo contrario. Tú no necesitas una buena chica, sino alguien que te lleve el hotel. ¿Por qué demonios has dejado que se marchara Sofía?

—Se ha ido con su novio a Vigo.

—Porque tú la animaste a hacerlo.

—Llevaban más de cinco años viviendo cada uno en una provincia, se merecían ser felices.

Iago exhaló aire, despacio, para tranquilizarse. Mercedes no tenía remedio. Él la quería, pero no podía con su espíritu «hippie».

—De verdad, creo que esto no va a resultar. Tienes por delante toda la temporada de verano y contratas a alguien sin ninguna experiencia.

—Ya verás como sale bien.

Iago volvió a su intento de abrirle los ojos.

—Pero ¿has visto cómo trabaja? Esa chica no ha hecho esto en la vida. Todo ha sido un desastre. Si no aparezco yo, no sé lo que hubiera hecho. Ni siquiera sabía diferenciar una cebolleta de una cebolla picante.

—Ni yo tampoco —confirmó Mercedes como si fuera lo más normal del mundo.

—Por eso —volvió a la carga Iago—, por eso necesitas a alguien que sepa lo que tiene entre manos y no a una niñata que no ha estado en un hotel más que para deshacer la cama con algún ligue de una noche.

A Mercedes se le escapó una risita.

—No seas cruel. Tiene estudios, incluso un máster en Turismo.

Iago obvió el comentario.

—Lo mejor que puedes hacer es pagarle el día de hoy y despedirla. Que se marche a su casa. Eso sí, recomiéndale que haga un curso de cocina. Le vendrá bien para el futuro.

Mercedes bajó las piernas al

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