Mi tierra eres tú (Segundas oportunidades 1)

Bela Marbel

Fragmento

Creditos

1.ª edición: enero, 2015

© de la fotografía de portada: Artjesiel Fotografía

© 2015 by Bela Marbel

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 1492-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-948-0

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Cheny,

por todas aquellas veces que

quisiste estampar el ordenador contra la pared

y, en cambio, suspiraste resignado y me regalaste una sonrisa.

En ocasiones incluso un humeante té.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo

Un poquito más…

Agradecimientos

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Capítulo 1

El primer beso, la primera vez

En aquel maravilloso paraje, Natalia tenía la sensación de que estaban en otro mundo, en otra época. Alejados de todo y de todos, ella y sus amigos se dejaban guiar por sus instintos y emociones.— ¡George! Tírame la cuerda, ¡vamos! —le animó ella.

—Tú no vas a poder pasar, eres muy pequeña —contestó George.

—No soy pequeña, sí que puedo.

—¡Venga! ¡Tírala, ya!, que nosotros también queremos pasar —reclamó Dan.

—No te preocupes Nat, súbete en mi espalda y yo te paso —sugirió Mark, con esa manera suya de americanizar todos los nombres.

—Sois unos cavernícolas, puedo pasar sola.

—¡Queréis dejar que pase de una vez! —gritó Dani.

—Pero si te caes, luego no llores, ¿eh? —le advirtió George.

—No voy a llorar, porque no me voy a caer.

Por fin, George le tiró la cuerda para que pasara al otro lado del barranco. Había un par de metros de caída y casi el doble de un lado a otro, pero ella no pensaba demostrar delante de los chicos que tenía miedo. Después de todo, si se caía, como mucho se rompería una pierna, pensaba mientras enrollaba su brazo en la cuerda. Tomó impulso, yéndose lo más atrás que pudo, y empezó a correr hacia el borde. Notó que Mark le daba un último empujón para ayudarla a llegar al otro lado y, antes de estar a salvo, George se había estirado para cogerla y ayudarla a poner los pies sobre el suelo.

Sin darse cuenta se abrazó a su cintura, gritando y celebrando que había conseguido pasar, y por primera vez en su vida sintió aquel cosquilleo en el estómago al estar tan cerca de él. Nunca había sentido nada parecido con ningún chico, ni siquiera con Mark, que sí la cogía y la abrazaba a menudo.

Pero las sensaciones que le provocaba acercarse a Mark eran puras, como las que se tienen hacia un hermano, sin embargo los sentimientos que le estaba despertando George no eran nada inocentes. Nunca había pensado en un amigo de ese modo. En ese momento le hubiera gustado averiguar cómo era un beso. Qué se sentía cuando un chico unía sus labios con los de una chica. ¿Qué sentiría ella si George la besara? Se puso roja de pensarlo.

—¿Estás bien? —preguntó él al notar su nerviosismo.

—Sí, sí. Me ha encantado.

—¡Venga, dejar ya de toquetearos y pasarnos la cuerda! —gritó Dani, ganándose un coscorrón de Mark.

—¡Ay! Pero si no he hecho nada… —¡Déjalos en paz! —ordenó Mark a su amigo.

George la soltó para atar una piedra al extremo de la cuerda, que habían enganchado a la rama de un árbol que colgaba sobre el barranco, a fin de que ésta pudiera atravesar el vacío sin problemas.

Dani se hizo rápidamente con ella y, después de una carrerilla y un empujón de Mark, terminó en el otro lado sin demasiada dificultad. Por último saltó Mark, que ya a los quince años era un chico muy alto; medía más de metro ochenta.

George era casi de la misma altura que Mark. Dani, en cambio, era más bajito y desgarbado que los otros dos, claro que también era dos años menor, aunque siempre iba con ellos. Ya el verano anterior, durante su primer año de campamento, hicieron rápidamente una pandilla de cuatro; los tres chicos y ella.

Miró a sus tres amigos y se dio cuenta de que ella era la única que no había crecido y que ya no iba a hacerlo mucho más; medía metro y medio, pero ya tenía catorce años y estaba bien formada. Era pequeña y delgada, con una ondulada melena pelirroja y los ojos del color de la miel.

Y muy decidida y valiente. Le encantaba meterse en problemas con la pandilla.

El verano anterior todos habían sido más infantiles, pero ahora algunos de los juegos que antes había compartido con George se habían convertido en tabú. Él se lo había advertido desde el principio: «ya no podemos jugar a las cosquillas o a pelearnos como siempre sin que pase algo que no debe pasar».

Ella no tenía ni idea de qué había querido decir con esa frase pero, aunque se lo preguntó, él no terminó de explicarse nunca.

Sin embargo, con aquel abrazo lo había sentido y entendió de pronto qué era lo que podía pasar… Sólo que ella sí quería que pasara. Desde ese momento, conseguir que George la besara iba a ser su prioridad.

George era rubio y tenía los ojos de un azul intenso. Y, a pesar de haber nacido en Texas, hablaba correctamente tanto inglés como castellano, dado que su madre tenía origen hispano.

Él decía que el español era más difícil y que por eso se manejaba con él un poco peor. George y Mark estudiaban en el mismo internado, ya que ambos eran de Houston, mientras que Dani y ella vivían en Alicante e iban a diferentes colegios durante el invierno.

Pero, cada verano, los cuatro vivían su aventura común en el campamento de arqueología de Granada, aunque la mayor parte del tiempo lo pasaban correteando por ahí, investigando el terreno, en lugar de estar desenterrando huesos. Y la mayoría de los fines de semana iban al cortijo de la familia de Mark, situado en un pueblo cercano a Granada. Su madre había muerto el año anterior y ahora era la abuela quien se hacía cargo de batallar con ellos cuatro.

Aquel fin de semana también irían y ella se había propuesto arrancar allí un beso a George.

El sábado por la mañana Natalia tenía el corazón al borde del colapso, latía tan fuerte que parecía que se le fuese a salir del pecho. Desde que había decidido que George la iba a besar antes de que regresaran al campamento, no podía pensar en otra cosa.

A primera hora ya estaba en la recepción del albergue, con su maleta preparada y esperando a los chicos, lista para salir inmediatamente en busca del autobús que los llevaría hasta Benaluga.

El primero en aparecer fue Dani.

—¡Sois unos tardones! —le recriminó.

—Pero si son las ocho y aún no hemos desayunado —se quejó él.

—Pues ya desayunaremos en casa de la abuela.

—De eso nada, yo necesito comer algo antes de moverme —dijo una voz desde lo alto de las escaleras.

George y Mark bajaban tranquilos, charlando sobre algún partido de fútbol.

—Venga, George… Si nos vamos ya, podemos coger el autobús de las ocho y cuarto —propuso ella.

—Yo voy a desayunar —contestó él.

—Pero qué bruto eres, hombre.

—¿Por qué? Sólo quiero comer algo.

—Venga, desayunemos algo. El fin de semana es largo y lo aprovecharemos bien, no te preocupes —la tranquilizó Mark, cogiéndole la bolsa.

Aquél era el tipo de gestos a los que estaba acostumbrada.

Tanto Mark como George estaban educados en la caballerosidad hacia las mujeres, cosas del internado, pero Mark además era especialmente protector mientras que a George le gustaba hacerla enfadar de vez en cuando.

Ellos cuatro fueron de los primeros en entrar aquel día al comedor. Normalmente, los fines de semana los chicos del campamento los aprovechaban para levantarse más tarde, incluso los que salían a pasarlo fuera. Pero a ellos la abuela los esperaba temprano, ya que tenían que hacerse cargo de los caballos.

En el buffet, como había chicos de muchas nacionalidades, además de pan, jamón y bollería, había beicon y huevos revueltos. Los platos de George y Mark siempre llegaban a la mesa a rebosar, mientras que en el de Dani nunca faltaba algo de chocolate. Ella normalmente comía bastante bien, pero esa mañana tenía el estómago cerrado y sólo pudo tomar un vaso de leche.

Cuando terminaron se dirigieron a la parada del autobús, pero cuando llegaron éste estaba a punto de salir. Corrieron hacia él. Ahí los chicos sí le llevaban mucha ventaja, porque aunque era rápida, tenía las piernas mucho más cortas que ellos.

De repente George miró hacia atrás y se paró un instante.

Luego esperó a que ella se acercara y la levantó en volandas, echándosela al hombro, con lo que llegaron al autobús en un santiamén, mientras ella se quejaba amargamente.

—Eres un bruto —insistió una vez en el asiento.

—Es la segunda vez que me llamas eso y aún no sé por qué. Estás muy rara últimamente —comentó él.

Sorprendida, se sonrojó por un momento, pensando que tal vez él se había dado cuenta de algo. Pero no, George la miraba intrigado de verdad.

—No estarás con eso de las chicas ¿no? —preguntó.

En esos momentos creyó que le saldría humo por las orejas.

¿Cómo podía preguntarle eso? Era un bruto de verdad, pero no quería decírselo otra vez. Conseguir realizar sus planes iba a ser más difícil de lo que se imaginaba.

—Lo que me pasa es que eres idiota. Me has cogido como si fuera un saco de patatas y soy una mujer —contestó muy digna.

Y casi se muere al escuchar cómo él se carcajeaba. No podía creérselo, se estaba riendo de ella.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó, realmente irritada.

—Una mujer, dice… ¡Eres una chiquilla! —No soy una chiquilla, sólo tengo un año menos que tú.

—Yo también soy un crío, no me creo un hombre. ¿Ves como estás rara? —Estará enamorada —sugirió Dan, que se llevó un nuevo pescozón por parte de Mark.

—¡Au! Si no he dicho nada… —Eso es una tontería, las niñas no se enamoran —contestó George.

Pero ella se había puesto como un tomate y la rabia llenaba por completo su pequeño cuerpo. Estaba claro que Mark se había dado cuenta de lo que pasaba, e incluso Dan sospechaba algo, pero George… Nada de nada.

—Además, de quién se va a enamorar si siempre está con nosotros. No creo que haya conocido a ningún chico —insistió George.

—A lo mejor me he enamorado de Mark —replicó ella, para ver su reacción.

Al principio lo vio ponerse blanco. Luego, mientras recuperaba el color, entrecerró los ojos y dirigió una fría mirada hacia Mark.

—Te está tomando el pelo —contestó el aludido.

—Ya. ¡Y a mí que me importa! —protestó George.

—Pues te has mosqueado —dijo Dani, poniendo los brazos a modo de barrera entre él y Mark, por si le caía otra, aunque esta vez vino del lado de George.

—Me tenéis frito. Estáis raros todos, no solo Nat. Sor Alfonsa dice que es porque tenéis las hormonas revolucionadas —sentenció Dani.

Sor Alfonsa era la monja tutora del equipo de excavación rojo, que era al que pertenecían los chicos. Era una mujer muy voluntariosa y con mucha fuerza, que los intentaba controlar sin coartar su libertad porque sabía que eran buenos muchachos que sólo estaban experimentando. La monja conjugaba a la perfección su fe con la ciencia, lo cual era digno de alabanzas.

En cuanto llegaron a la hacienda, la abuela los mandó a los establos a asear a los caballos.

Ella rápidamente escogió a su yegua favorita. Era esbelta y de capa torda, con unas manchas que semejaban estrellas; característica a la que debía su nombre. También tenía una crin muy poblada, igual que la cola, en varios tonos de rubio y gris, lo que le hacía parecer que la habían teñido. Era muy mansa.

Después de asearla se iría a dar un paseo con ella mientras los chicos daban de comer a los cerdos. Ésa era una tarea de la que la abuela la dispensaba por ser chica, aunque a cambio tenía que ayudarla en la cocina, claro que eso no le importaba porque allí se lo pasaba especialmente bien; le encantaba amasar el pan y el olor que dejaban las galletas de canela y las tortas de manteca en toda la casa. Los chicos se apuntaban muchas veces, aunque en esas ocasiones casi siempre terminaban los cuatro castigados por tirarse la harina en una batalla sin cuartel.

Mientras ella cepillaba a Estrella, George acicalaba a Elegante, que era un semental de color zaíno oscuro, al que no podía montar. Cuando quería hacerlo tenía que elegir a Toro, que era un joven potro, negro azabache, muy alto y nervioso, con el que él se entendía a la perfección.

—Hoy no tengo que ayudar en la cocina, así es que en cuanto termine de cepillar a Estrella me voy con ella a dar una vuelta —informó a George.

—¡Qué morro! Con eso de que eres chica, te libras de mucho trabajar.

—Se dice de mucho trabajo.

—Pero te libras, se diga cómo se diga.

—En tu próxima vida pídete chica —contestó con coquetería.

Mark, Dani y ella se dirigieron a las caballerizas principales mientras que George llevó a Zaíno hacia otra más pequeña, la de los sementales, que el jamelgo compartía con otros dos machos con mucho futuro, pero aún jóvenes e inexpertos.

Los muchachos no sólo se encargaban de asear y alimentar a los caballos con heno y hierba cortada, también pasaban gran parte del tiempo viendo ensayar a los ejemplares que se dedicaban al baile.

La mayoría eran alazanes robustos y con un porte extraordinario, con largas crines y colas, a los que vestían para los entrenamientos casi con tanto primor como para los espectáculos.

George tenía que dejar impecable a Elegante porque ese fin de semana iba a tener lugar una cubrición con una yegua que también era de la casa, lo cual era todo un acto festivo. Se preparaba mucha comida y una pequeña fiesta con baile para cuando todo hubiera terminado. A ellos les dejaban asistir a la cena y al principio de la fiesta, pero a las doce los mandaban a la cama y los mayores seguían hasta altas horas de la madrugada.

Ella colocó con mucho cuidado la manta bien estirada bajo la montura, para evitar que en el animal se hiciese rozaduras, y por último le puso las bridas y el filete antes de sacarla con cuidado de su cubículo.

Estrella se dejaba montar con facilidad y apenas tuvo que azuzarla un poco con los pies para que se pusiera en marcha.

Enseguida iban al trote. Después de un rato la notó cabecear con uno de esos gestos tan elegantes y artísticos de los que hacía gala y escuchó un ruido tras ella. Al galope se acercaba un caballo más joven y nervioso que pasó por su lado como alma que lleva el diablo. Se le aceleró el corazón, el jinete era George y, aunque ella miró hacia atrás esperando ver a los otros chicos, parecía que esta vez iba solo.

Unos metros por delante vio cómo animal y muchacho se giraban y volvían hasta ellas. Empezaron a dar vueltas a su alrededor; él estaba tan guapo con su sombrero de cowboy… —¿Podemos acompañaros? —preguntó George.

—Claro. Pero nosotras no vamos a correr —le previno.

—¿Y si nos apostamos algo? —¿El qué? —Un beso. —Ella se puso roja, no esperaba esa respuesta, aunque fue capaz de contestar con descaro.

—¿Tuyo? —Pues claro.

—¿Y qué te hace pensar que quiero un beso tuyo? —Es que yo sí quiero uno tuyo, así que si pierdes me lo tendrás que dar.

—Pero en la cara… Él negó con la cabeza.

—Ni hablar. No voy a besarte —lo provocó.

—A lo mejor ganas… —Vale, pero si gano yo, ¿cuál es mi recompensa? —Si ganas, el beso me lo das tú donde quieras. Si elijes la mejilla, no me quejaré.

—¿Dónde están Mark y Dani? —preguntó ella para asegurarse de que no los iban a pillar.

—¿Y qué más te da? ¿Es que necesitas que Mark te dé permiso? —preguntó él con tono de enfadado.

—Soy mayorcita, no necesito que nadie me dé permiso; pero me extraña que no vengan contigo.

—Hemos hecho una apuesta y han perdido, así es que me van a cubrir con la abuela mientras dan de comer a los cerdos.

—¿También has apostado un beso con ellos? —Muy graciosa… Bueno, tú qué dices de la apuesta nuestra.

—Que has construido fatal esa frase. Lo correcto es, «¿tú qué dices de nuestra apuesta?».

—Yo digo que adelante.

—¡No! Te estaba corrigiendo, no preguntando. Déjalo, no te enteras.

—¿Y bien? —insistió él.

Ella quería con todas sus fuerzas que la besara, pero era divertido hacerlo rabiar, además parecía estar celoso de Mark.

—Vale —aceptó ella por fin—. De aquí a la colina de la cueva, pero me tienes que dar diez segundos de ventaja.

Ella azuzó a la yegua, que empezó primero a trotar y luego a correr, con aquel aire majestuoso y elegante que la caracterizaba.

Se encogió sobre Estrella para cortar mejor el viento que rozaba su figura y escondió la cara en el corto y robusto cuello de la jaca, que casi volaba con la crin al viento.

Cada vez se acercaba más a la cueva y, por un momento, temió ganar la apuesta y tener que ser ella quien decidiera dónde besarlo.

Era posible que eso formara parte del plan desde el principio, porque aún con los diez segundos de ventaja, el caballo de George era mucho más rápido que su querida Estrella. Además de que él era mucho mejor jinete que ella… Pero no, él no se iba a arriesgar a que ella escogiese la cara. Le vio pasar a su lado, igual que antes, a todo galope, y justo cuando iba a llegar a la cueva hizo girar al caballo y lo puso a caminar marcha atrás mientras le lanzaba un beso con la mano.

Puesto que ya había perdido la apuesta, frenó a la yegua un poco antes de llegar y se acercó a él despacio, muy despacio.

—He ganado. Yo elijo.

—Vale —afirmó ella, como sin darle importancia, aunque pensaba que se desmayaría de un momento a otro por lo acelerado que latía su corazón. Y además estaba aquel temblor de piernas. No sabía si podría desmontar sin caerse.

Él bajó de su caballo, lo ató en el árbol que había a la entrada de la cueva y se acercó hasta ella para ayudarla. Ese gesto, tan corriente en otros momentos, en aquel instante parecía algo íntimo; una promesa de lo que iban a compartir. George ató a la yegua junto a su joven caballo y, tomando su mano, la guió al interior de la caverna.

El lugar estaba en semi penumbra y allí, contra la pared, George la apoyó y se colocó muy cerca de ella; justo delante.

Podía notar su aliento, había estado masticando regaliz; algo que hacía a menudo.

—¿Quieres hacerlo? —preguntó él.

Ella, incapaz de contestar, movió la cabeza de arriba abajo dejando claras sus intenciones.

—¿Es la primera vez que te besa un chico? —Volvió a hacer el mismo gesto; la voz se negaba a salir de su garganta.

—¿Preferirías que fuese… Mark? —¡No! —Ahora sí había sido capaz de encontrar las palabras, incluso con demasiada energía para su gusto.

Él sonrió satisfecho, acercándose más hasta tener los labios apoyados sobre los suyos. George era tan dulce, tan tierno; tenía unos labios tan delicados y a la vez tan fuertes… Ella no imaginaba que se podían sentir tantas cosas sólo con un beso. Entonces él apretó un poco más y abrió ligeramente la boca, moviendo los labios sobre los de ella para instarla a abrirlos. Obedeció. George introdujo la lengua buscando la suya, y ese suave contacto hizo que se derritiera y se atreviera a ponerle las manos en el cuello. Después de unos segundos que le parecieron interminables, George se apartó.— Ahora eres mi novia y ningún chico más puede besarte —le informó con un tono inflexible en la voz.

—Yo no quiero que me bese ningún otro —contestó.

—Mejor, porque no quiero tener que pegar a Mark —afirmó él.

—Mark no me gusta así. Pero tú tampoco puedes besar a ninguna chica.

—Ya lo sé. Yo sí he tenido otras novias.

—¿Más mayores que yo? —¿Y eso qué importa? —A mí me importa.

—Sí, algunas. Pero ninguna tan guapa.

Y ella se derritió con esa respuesta y lo acercó para que volviera a besarla. Le gustaba el sabor de sus besos y el cosquilleo que le hacían sentir en el estómago.

Entonces escucharon relinchar a otros caballos y las voces de sus amigos. Se separaron rápidamente y salieron de la cueva, justo cuando Mark y Dani ataban sus monturas junto a Estrella y Toro. Ella juraría que Mark los estaba mirando con cara extraña.

—Te la vas a cargar, la abuela te ha pillado y dice que te vas a pasar fregando platos hasta el fin de tus días —avisó Dani a George.

—¿Pero no me ibais a cubrir? —La abuela es muy lista, nos ha pillado a la primera —contestó Mark.

—Dice no sé qué de que te has ido detrás de unas faldas —dijo Dani—, pero yo le he dicho que no, que solo era Nat, y me ha dado un coscorrón por tonto. No sé.

Entonces George se decidió y la cogió de la mano.

—¿Pero qué haces? —preguntó Dani—. Así parecéis novios —George le dio otro pescozón por respuesta.

—¡Ah, ya! ¡Qué asco! Es como estar con un chico.

Entonces fue ella quien se defendió sola. Se echó encima de él, tirándolo al suelo, y comenzó a pegarle mientras Dan, muy acostumbrado a pelear contra ella, le paraba los golpes y la sujetaba por las muñecas. George se rio.

—Un poco sí, la verdad —comentó antes de dirigirse directamente a Mark—. ¿Tienes algún problema con esto? —¿Con qué? —respondió Mark, encogiéndose de hombros.

—Con que seamos novios.

—Ja—se rio—, eso se veía venir. Yo ya me lo imaginaba.

¿Se lo vas a contar a la abuela? —Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.

—Eh, parad ya —ordenó Mark a Dani, que aún seguía peleándose con ella, mientras la cogía y la levantaba.

—Oye, esas cosas ya no puedes hacerlas —le recriminó George.

—Pues sí que va a ser difícil esto de que seáis novios —contestó—.

Vamos, Dan, dejemos a la parejita.

—Y tú deberías dejar de pelearte con los chicos de esa manera —le regañó George mientras la ayudaba a limpiarse el polvo.

—Vete a la mierda. Puede que seas mi novio pero no eres mi dueño, que te quede clarito —se quejó ella, enfadada.

—¡Puf! Sí que va a ser difícil, sí —resopló George, casi para sí.

Subieron a sus caballos y volvieron al cortijo. La abuela los estaba esperando y, en cuanto entraron en la casa, una zapatilla voladora pasó al lado de George para ir a estrellarse contra el brazo de Dani.

—Abuela que me ha dado a mí y yo no he hecho nada —se quejó éste.

—Para cuando lo hagas —contestó la abuela.

—Abuela, antes de que acierte, tengo que hablar con usted —le comunicó muy serio George, mientras le devolvía la zapatilla.

La abuela se colocó la alpargata en el pie y le miró de tal manera que le hizo clavar los ojos en el suelo.

—Vamos a la cocina —indicó.

Ellos tres los siguieron con la vista sin moverse del sitio.

George anduvo detrás de la abuela hasta la cocina, una estancia amplia en la que reinaba una enorme mesa de madera que no se usaba únicamente para cocinar; en ella los cuatro solían hacer los deberes del campamento y también desayunaban y cenaban ahí.

La única comida que realizaban en el comedor era el almuerzo, que la abuela insistía en que debía ser más formal. El resto de la estancia estaba repleta de muebles de obra encalados, salvo una vitrina de madera oscura en la que se g

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