Porque eres mía (Teatro Capitol 2)

Lisa Kleypas

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Londres, otoño de 1833

—No puedo casarme con él. No puedo hacerlo. —Al contemplar a lord Clifton paseando por el jardín en compañía de su padre, a Madeline se le revolvieron las tripas.

Hasta que su madre, lady Matthews, le contestó, no se percató de que había hablado en voz alta.

—Aprenderás a cuidar de lord Clifton —dijo secamente. Como era habitual, su afilado rostro mostraba una expresión adusta de reprobación. Después de conducir su vida con una tendencia a la autoinmolación próxima al martirio, había dejado claro que esperaba que sus tres hijas hicieran lo mismo. Los fríos ojos castaños, enmarcados en un rostro pálido y elegante, se clavaron en Madeline. Excepto ella, que se ruborizaba con facilidad, todas las mujeres Matthews compartían idéntica blancura de tez.

»Espero que algún día, cuando hayas madurado —continuó Agnes—, agradezcas que se te haya concertado tan estupendo enlace.

Madeline estuvo a punto de asfixiarse debido a una oleada de resentimiento y sintió que un rubor delator se instalaba en sus mejillas, tiñéndolas de un rosa brillante. Durante años había intentado ser cuanto sus padres esperaban de ella: dócil, discreta, obediente... Pero ya no podía contener sus sentimientos por más tiempo.

—¡Agradecer! —exclamó con amargura—. El casarme con un hombre más viejo que mi padre...

—Sólo uno o dos años —la interrumpió Agnes.

—... que no comparte ninguna de mis aficiones y que me ve tan sólo como a una yegua de cría...

—¡Madeline! —exclamó Agnes—. Semejantes palabras no son dignas de ti.

—Pero es la verdad —replicó Madeline, esforzándose por no alzar la voz—. Lord Clifton tiene dos hijas de su primer matrimonio. Todo el mundo sabe que quiere tener hijos, y se supone que yo soy la destinada a dárselos. Se me enterrará de por vida en el campo o, al menos, hasta que él muera, y luego seré demasiado vieja para disfrutar de mi libertad.

—Ya está bien —dijo su madre con rigidez—. Veo que se te tienen que recordar algunas circunstancias, Madeline. Es obligación de la mujer compartir los intereses de su marido, no al revés. No se puede culpar a lord Clifton de que, casualmente, no disfrute con actividades tan frívolas como la lectura o la música. Es un hombre serio, con una gran influencia política, y espero que te dirijas a él con el respeto que se merece. En lo referente a su edad, llegarás a valorar su sabiduría y terminarás por buscar su consejo en todos los aspectos de la vida. Para una mujer, no hay otro camino hacia la felicidad.

Madeline apretó los puños y observó con tristeza a través de la ventana la voluminosa figura de lord Clifton.

—Si al menos me hubierais dejado alternar en sociedad un año, quizá me hubiera sido más fácil aceptar el compromiso. Nunca he ido a un baile o asistido a una cena o una fiesta. He tenido que seguir en el colegio, a pesar de que todas mis amigas ya se han ido. Incluso mis hermanas han sido presentadas en palacio...

—No han sido tan afortunadas como tú —respondió Agnes con la espalda más tiesa que una tabla—. Te ahorrarás todas las preocupaciones e inconvenientes de la temporada, porque ya estás comprometida con el mejor y más admirable partido de Inglaterra.

—Ésa es tu idea de él —replicó Madeline entre dientes, poniéndose tensa, pues en ese momento su padre y lord Clifton entraban en la habitación—, no la mía.

Al igual que cualquier otra chica de dieciocho años, había fantaseado con casarse con un gallardo y apuesto joven que se enamorase locamente de ella. Lord Clifton se hallaba todo lo lejos que se pudiera imaginar de aquellas fantasías. Era un cincuentón bajo y fornido, de carrillos bamboleantes, con el rostro surcado por profundas arrugas, la cabeza sin pelo y labios gruesos y húmedos; todo lo cual evocaba en Madeline la imagen de una rana.

¡Si tan sólo tuviera sentido del humor, una naturaleza amable o algo que ella pudiera encontrar siquiera un poco atractivo...! Pero Clifton no era más que un pedante sin imaginación, con una vida guiada por la rutina: la caza y las carreras, la administración de la hacienda, los ocasionales discursos en la Cámara de los Lores... Y lo que aún era peor: sentía un injustificado desprecio por la música, el arte, la literatura... Todo aquello, en fin, por lo que Madeline suspiraba.

Al verla en el otro extremo de la habitación, Clifton se acercó con una sonrisa carnosa y las comisuras de la boca brillantes de humedad. Madeline odiaba la forma en que la miraba, como quien observa un objeto que desea comprar.

Por inexperta que pudiera ser, sabía que la quería por ser joven, saludable y presumiblemente fértil. Al igual que su esposa, viviría en un estado más o menos permanente de gravidez hasta que Clifton se viera satisfecho por el número de hijos que ella le diera. Nada esperaba del corazón, la mente o el alma de Madeline.

—Mi querida señorita Matthews —dijo con voz ronca y profunda—, cada día está usted más encantadora.

Madeline pensó que incluso tenía voz de rana y tuvo que reprimir una sonrisita histérica. Las pegajosas manos de Clifton se cerraron sobre las de ella y las atrajo hasta sus labios. Tuvo que cerrar los ojos y armarse de valor para soportar el escalofrío de asco que la recorrio al sentir los abotargados labios rozar el anverso de su muñeca. Clifton, confundiendo la reacción de Madeline con una suerte de recato virginal —quizás incluso de excitación—, la miró con una sonrisa aún más amplia.

Las disculpas aducidas ante la petición de que dieran un paseo juntos no tardaron en ser soslayadas por el entusiasta beneplácito de sus padres, determinados a tener en la familia a un hombre de tales medios e influencia; lord Clifton obtendría de ellos cuanto deseara.

Tras agarrar a regañadientes el brazo de su prometido, Madeline salió a pasear por el jardín, de una geométrica y meticulosa disposición de setos de espino blanco, pulcros senderos de arena y arriates de flores.

—¿Disfruta de sus vacaciones escolares? —preguntó lord Clifton, mientras los pequeños pero pesados pies hacían crujir la grava del sendero.

—Sí, gracias, milord —contestó Madeline sin dejar de mirar el terreno que se extendía ante ellos.

—Sin duda ha de estar deseando abandonar el internado, tal y como ya han hecho sus compañeras —observó Clifton—. A petición mía, sus padres accedieron a mantenerla allí dos años más que a las otras chicas.

—¿A petición suya? —repitió Madeline, asustada por la influencia que parecía tener sobre sus padres—. Pero ¿por qué?

—Me pareció que sería beneficioso para usted, querida mía —afirmó con sonrisa autosuficiente—. Tenía que pulirse y disciplinarse. A la fruta perfecta hay que darle tiempo para que madure. Ahora ya no es tan impetuosa como antes, ¿eh? Tal y como pretendía, se ha hecho más paciente.

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