Olympia 1 - Punteras negras

Almudena Cid

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Personajes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Consejos y curiosidades por Almudena Cid

Agradecimientos

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Sobre la autora

Créditos

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Hace un calor de desierto en pleno verano, pero la Increíble Volteretista ni lo nota y escucha muy bajito los aplausos de la grada del estadio olímpico: un pabellón enorme de seis alturas y con sitio para un millón de espectadores, todos al tiempo gritando su nombre —«¡¡O-lym-pia, O-lym-pia, O-lym-pia!!»—, mientras se coloca en una esquina del tapiz con las mazas en la mano...

«No, las mazas no, mejor la cinta...».

En una esquina del tapiz con la cinta en la mano y...

«¿O el aro?... No. La cinta, definitivamente».

Eso. En una esquina del tapiz con la cinta en la mano, y poco a poco todo el mundo se va callando porque el futuro de la gimnasia rítmica está en juego. Van a vivir un acontecimiento único. Tremebundo. Impresionante. Empieza a sonar la música y la Increíble Volteretista mira hacia abajo y se fija en las punteras...

Olympia se frenó de golpe y salió de su fantasía justo antes de cruzar la calle, cerca del nuevo polideportivo. Había preparado la mochila en un minuto porque no quería llegar tarde al entrenamiento, había bajado de dos en dos los escalones desde el sexto piso hasta el portal y había echado a correr para coger el autobús, que, por cierto, había perdido, así que le había tocado seguir corriendo. Y ahora de pronto tenía una duda.

El maillot lo había guardado en la mochila seguro, y lo mismo los calentadores de lana negros con un hilo dorado que le había hecho su madre para su primer día en el club nuevo de gimnasia rítmica. Pero ¿había guardado las punteras? Se arrodilló en el suelo y abrió la mochila delante de ella. Maillot: sí. Calentador: sí. Punteras... Aquí. Vamos.

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Era el mes de septiembre, justo la vuelta de las vacaciones después de un verano largo, porque hacía un montón que la entrenadora no les daba dos meses enteritos libres. Algo así era impensable en un deporte como la gimnasia rítmica, pero es que ese era el tiempo que habían necesitado para que terminaran de construir el polideportivo del IVEF, el Instituto Vasco de Educación Física. Se suponía que era una instalación exclusiva para los estudiantes de Educación Física, pero una de las responsables del club era profesora allí y había logrado meter a todas sus gimnastas. A cambio, el equipo llevaría el nombre de «Club IVEF de Vitoria» y entrenaría por las tardes, que era cuando no había clase.

Se colgó la mochila a la espalda y echó a correr otra vez. Olympia corría distinto a como corren la mayoría de las niñas: iba casi saltando, como si estuviese cruzando un río de piedra en piedra, apoyando solo las punteras de los pies, como si no tocase de verdad el suelo.

Si hubiese mirado un momento a su derecha, se habría visto reflejada en el cristal del nuevo pabellón: una niña de doce años morena y delgada, con los ojos color miel —porque en invierno eran marrones y en verano, verdes, y el color miel era una mezcla de ambos—, con unas piernas larguísimas y la mochila rebotando a su espalda. Como no miró a su derecha, no se vio. Pero tenía excusa: es que había regresado a la fantasía de su gran actuación olímpica, una actuación que iba a hacer historia, y por arte de magia lo que le faltaba por recorrer para llegar a la entrada ya no eran los últimos 25 metros del lateral del polideportivo, sino los 18,4 metros de la diagonal de un tapiz de 13 por 13.

El último lanzamiento de un ejercicio dificilísimo. Está en juego conseguir algo que nunca nadie ha conseguido: el ejercicio perfecto. Y con él, la salvación del planeta.

Un inciso muy pequeño para explicar que Olympia todavía no tenía del todo claro cuál era su sueño. Unas veces era lograr el 20, la nota máxima jamás obtenida por ninguna gimnasta; otras era hacer perfecto un lanzamiento imposible que dejaba a todo el mundo con la boca abierta. Y lo mismo le pasaba con la «recompensa»: ese triunfo le podía asegurar un lugar en la historia de la gimnasia, o la salvación de la Tierra, o la medalla de oro, o una medalla de platino que se inventaban para ella porque el oro se le quedaba corto. Lo que tenía claro es que iba a hacer algo que nadie había hecho nunca. Eso era un fijo, lo que de verdad de verdad le gustaría, y el resto iba cambiando según el día.

Esa tarde de septiembre su imaginación andaba como loca: lo mismo le daba por pensar que si hacía bien el ejercicio iba a salvar la galaxia, pero si al final salía por ahí, había que entenderla.

La grada contiene el aliento

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