Olympia 3 - Un mundo de dos sabores

Almudena Cid

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Personajes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Consejos y curiosidades por Almudena Cid

Agradecimientos

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Sobre la autora

Créditos

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Olympia apoyaba la cabeza en la ventanilla del coche. Había salido de Vitoria esa mañana, con una maleta y una mochila pequeña en la que Mina había metido a presión todo lo que ella se había empeñado en llevarse, y era un montón. «Que no te vas a una estación espacial, hija. Estoy casi segura de que en Madrid hay tiendas y hasta te podemos enviar algún paquete por Correos si te dejas algo que de verdad necesitas», se reía su madre cada vez que Oly le decía que era fundamental que guardase el chándal que le habían regalado los Reyes ese año, o los calentadores de lana negros con un hilo dorado que llevó el primer día de entrenamiento en el Club IVEF, o el maillot de fresa y nata que Pili les había ayudado a coser para el ejercicio de cinta, y que al final no había podido usar en el campeonato nacional, o...

—¡Se me han olvidado las punteras nuevas!

Tomás casi da un volantazo del susto: Oly se había echado hacia delante en el asiento y un poco más y le grita al oído. Mina ni se dio la vuelta.

—No se te han olvidado, van en la maleta.

Habían conectado el GPS, y su madre no le quitaba ojo, como si así pudiese evitar que el cacharro se volviese loco y de pronto los guiara a traición a Huelva.

Olympia resopló aliviada. Menos mal. Le hubiese fastidiado dejarse en casa el regalo de Ortzi; había sido de lo mejor de ese año, después de las paperas, lo del tobillo... Casi sin darse cuenta, se llevó la mano al pie derecho y lo movió en círculos. Nada. Ya no lo notaba, ni un pinchazo. Ese verano lo había trabajado mucho en Alcántara, con todos los ejercicios que le dio Iratxe antes de despedirse de ella por vacaciones, un par de días después de que Maya, la seleccionadora nacional, le dijese que contaba con ella a partir de septiembre.

Desde su vuelta de Valladolid, todo le parecía irreal. Oly estaba muy ilusionada, tenía unas ganas locas de empezar los entrenamientos con la selección... pero a la vez le daba una pena horrible despedirse de sus amigos. Con la mejilla apoyada en el cristal, miraba sin ver el paisaje verde que pasaba delante de ella, y no podía dejar de pensar en la despedida.

Justo el día anterior, le habían montado una sorpresa en el pabellón del club. El gimnasio era una fiesta, incluso hicieron una merendola y el presidente de la Federación le entregó una placa en la que ponía: «LA FEDERACIÓN ALAVESA FELICITA A OLYMPIA POR SER ELEGIDA PARA LA SELECCIÓN NACIONAL DE GIMNASIA». Ella agradeció el gesto roja como un tomate, aunque de reojo miraba a su madre como diciendo «sabes que te la quedas tú, ¿no?».

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A Oly no le gustaban las placas, ni siquiera las medallas, solo las copas. Cuando era pequeña, su padre tenía muchas de sus partidas al mus, era todo un campeón, y ella no paraba de decirle que algún día le gustaría llegar a tener tantas copas como él. No sabía que para cuando superara a su padre, las copas ya le importarían bien poco.

Durante la fiesta, Patricia, Irene, Isabel y Carmen no se habían separado de ella en ningún momento. No hacía ni un año que se conocían, pero habían pasado por muchas cosas juntas (las tardes de entrenamiento, las risas en el vestuario, el diploma de conjuntos...) y las iba a echar de menos. Sobre todo a Carmen y su pompón blanco, que era lo primero que veía cada vez que la recogía en el autobús de línea que las llevaba al IVEF. Habría estado genial que las hubiesen seleccionado a las dos para seguir juntas en Madrid. O mejor, que las hubiesen seleccionado a las cinco.

Seguía preguntándose por qué unas llegaban al equipo nacional y otras no. Oly siempre vio en sus compañeras mucho talento y condiciones, y no entendía del todo en qué criterios se basaba la elección de la seleccionadora. Quizá Iratxe lo sabía, pero ella no tenía claro qué características suyas como gimnasta le habían podido gustar a Maya. Y si no lo sabía, ¿cómo iba a mejorarlas?

—Tú solo sé tú misma y sigue entrenando, Olympia —le había dicho Iratxe, un poquito emocionada.

—Eso, tú disfrútalo, Rusita —había añadido Rufino—. ¡Y no me llores!

Y ella iba a intentarlo, así que no lloró cuando les dijo adiós a Carmen y el resto, ni con Agurtzane, su primera entrenadora, que también había ido,

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