Olympia 8 - Barras y Estrellas

Almudena Cid

Fragmento

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Una avalancha de gimnastas de rítmica, de chándal rojo unas y blanco otras, había tomado al asalto el 221b de Baker Street: una casa estrecha de cuatro pisos, con macetas en las ventanas y un letrero en la puerta donde se podía leer: «The Sherlock Holmes Museum».

El museo ocupaba las dos primeras plantas, pero con tantas risas y gritos en español e italiano, si cerrabas los ojos, más que en Londres parecía que estabas en Italia. El ambiente se acercaba más al de la plaza de España en Roma que al de la casa victoriana del mejor detective del mundo.

¿Y por qué habían ido todas juntas? Por culpa de Laura y de Olympia.

El Europeo en Florencia había sido un éxito para el equipo de España. Maya estaba feliz: sus chicas habían cumplido todos los objetivos marcados, y ahora tenían que confirmar su buen estado de forma en el Campeonato del Mundo, como pase a los Juegos Olímpicos que se celebrarían el siguiente verano. Y, según Laura, si querían repetir los resultados, tenían que repetir los mismos pasos.

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—Tú estás loca —se reía Olympia en el avión.

Lo de Laura con las manías no había parado desde que llegó a la selección. El principal cambio es que ahora hablaba más. De hecho, cuando se le metía algo en la cabeza, no descansaba hasta conseguirlo.

Al final, Oly se había apuntado a la idea y las dos se habían tirado todo el vuelo convenciendo a Maya de que, ya que les había dicho que iba a llevarlas a dar un paseo de reconocimiento, era «importantísimo» que hablase con la seleccionadora italiana para que los dos equipos salieran juntos.

La búlgara se había dado por vencida en algún punto entre el mar Cantábrico y el aeropuerto de Heathrow, y había hablado con la italiana, que por suerte tenía a su selección concentrada ya en el mismo hotel que España. Y allí estaban ahora todas juntas. Tenían hasta las cinco para dar una vuelta: las dos seleccionadoras las esperaban en el hotel, a cinco manzanas de distancia.

—Son las 16.01 —avisaba Laura—. Una hora más en España.

—E in Italia —decía Ire, que se había unido a sus amigas españolas.

Estaba un poco apagada, y cuando se enteraron de por qué, Laura casi se tira de los pelos. En ese viaje no iban a poder repetir la visita a Rosaria y Antonio, los padres de Ire, porque por primera vez en su vida no la habían acompañado en la competición. Según la gimnasta, Rosaria había decidido hacer caso a la entrenadora del conjunto italiano, Maccarani, que creía que a su hija le iría bien algo de distancia. Tenía demasiada dependencia de su mamma.

Ire, que no lo llevaba bien, iba mirando de un lado a otro sin darse cuenta, como buscándola. Eso había hecho de camino al palacio de Buckingham, y eso seguía haciendo ahora, en Baker Street.

Olympia, Laura y Ardilla intentaban distraerla.

—Eh, Ire, mira esto —decía Ardilla mientras se ponía el gorro de Sherlock.

A Oly le entró la risa.

—¡Te está gigante! Déjamelo a mí.

Se lo puso y cogió una lupa de mentirijilla de encima del escritorio del despacho de Sherlock mientras en el piso de abajo seguían sonando las voces de las otras chicas.

—Buenas tardes —dijo al tiempo que se daba la vuelta hacia sus amigas con la lupa delante del ojo—, soy Olympia Holmes.

Oly había leído alguno de los libros de Sherlock porque a su amigo David le gustaban mucho las novelas de misterio. Sobre todo se acordaba de uno de sus casos más famosos: El sabueso de los Baskerville. Pensó que si ella fuese Sherlock, a Cariño le tocaría ser el sabueso.

Iba a intentar explicárselo a su amiga italiana, que se había dado la vuelta y miraba a la calle, desde la ventana del segundo piso, cuando Ire dio un grito.

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—La mia mamma!

Sus amigas se acercaron corriendo al cristal, pero no vieron nada.

—Es imposible —decía Laura—. Si te ha dicho que no iba a venir, ¿cómo va a estar aquí?

Pero Ire estaba convencida y seguía erre que erre, asegurando que ella había visto a Rosaria.

—Todo el mundo tiene un doble en alguna parte del mundo. A lo mejor tus padres los tienen aquí —le decía Oly tratando de calmarla. Estaba convencida de que la dependencia que tenía con sus padres le hacía ver visiones.

Entre palabras y mímica, la italiana les explicó que había visto a su madre, y que estaba segura de que era ella porque el jersey verde que llevaba no lo podía tener nadie más. Ardilla no lo tenía tan claro.

—Puff —resopló—. Imagínate. Si tenemos un doble en cualquier parte del mundo, ¿cómo no va a haber dos jerséis iguales? Con que una persona que sea el doble de otra haya comprado el mismo en la misma tienda... Porque si son dobles, tendrán los mismos gustos, ¿o no?

Ire no cambiaba la cara: estaba convencida de que eran ellos. Les explicó que era un jersey de esos que Rosaria compraba en el mercadillo de los sábados en Arezzo y que lo había personalizado: lo había cortado y cosido de tal manera que el jersey te lo podías poner de tres formas diferentes. La madre de Ire era toda una artista...

«¿Es posible que haya dos Rosarias, con el mismo jersey de mercadillo personalizado de la misma forma, una en Arezzo y otra en Londres?», se preguntaba Oly. Eso sonaba muy extraño.

Recordaba lo mucho que Ire necesitaba a su mamma para creer que todo le podía salir bien, y Olympia no quería contribuir a eso, más bien todo lo contrario. Pero se moría de curiosidad por descubrir si realmente existía una doble de Rosaria y también de Antonio, o si todo eran visiones y casualidades.

—Andiamo! Presto! —gritó Ire mientras salía disparada escaleras abajo.

Ardilla y Lucía se quedaron mirándose la una a la otra.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ardilla.

Oly sonrió y se quitó el gorro de Sherlock.

—¡Acompañarla!

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