Noche oscura en París

Page Morgan

Fragmento

 

PARÍS

FAUBOURG SAINT-GERMAIN

Finales de noviembre de 1899

 

 

El muchacho se retrasaba.

Brigitte se arrebujó en su capa de marta cibelina para protegerse del frío. En el jardín tapiado todo estaba en calma, con ese silencio resonante que llega justo después de la medianoche. Piezas de arpillera salpicadas de nieve cubrían los rosales, dándoles un aspecto fantasmal bajo la luna brillante, y jirones de nubes se deslizaban vertiginosamente por el cielo.

Se sentía como una tonta. Había llegado a creer que acudiría.

Debió de tomarle el pelo en el mercado el día anterior, cuando se conocieron. Brigitte solía enviar allí a los criados, pero estaba aburrida de las galerías comerciales, y su amiga Jacqueline había tenido la idea. Cuando Jacqui se alejó para mirar unos anillos baratos, Brigitte se fijó en el muchacho que permanecía de pie tras su carretilla de chirivías y patatas.

La muchacha pasó por alto deliberadamente sus manos ásperas de trabajador, así como el raído abrigo y los andrajosos pantalones de tweed, para centrar su atención en lo que se veía por encima de los hombros. El chico era guapísimo. El castaño con matices dorados de sus ojos y su pelo dejaba la mejor madera de roble a la altura del betún. Brigitte sabía que él no estaba a su altura (¡se dedicaba a la venta ambulante de verdura!) ni era digno de su atención. Tal vez por eso desease tanto concedérsela. Sin pensárselo dos veces, Brigitte le había dado su dirección y habían quedado en verse.

Y allí estaba ella.

Pero ¿dónde estaba él?

Brigitte se quedó mirando la puerta del jardín, con la parra marchita que invadía los arqueados tablones. De pronto la asaltó el deseo de volver al interior, donde estaría caliente y a salvo. Inició una lenta retirada hacia la casa. Si al menos el muchacho de la carretilla hubiese pertenecido a su propia clase social, habrían podido verse durante el día. Ni siquiera el jardín de la familia de Brigitte era del todo seguro. No en esos momentos.

Todas las jóvenes cuya pista se había perdido en las dos últimas semanas habían desaparecido de sus propios hogares. Blanche era la última. Brigitte la conocía de haber coincidido con ella en un par de fiestas. Nadie sabía dónde estaban las muchachas, pero la policía empezaba a temerse lo peor. Tal vez fuese mejor que el muchacho de la carretilla no acudiese a la cita y la sacase del jardín tapiado.

Fue entonces cuando oyó el afligido grito de un búho. La muchacha se detuvo, y le pareció que el corazón se le paraba a la vez que los pies. El chico de la carretilla le había dicho que imitaría tres veces ese sonido. Tras gritar tres veces, el búho se quedó en silencio. Esperanzada, Brigitte volvió hacia la puerta y levantó el perno, notando la frialdad del pestillo de hierro a través de los suaves guantes de cabritilla.

—Lo lamento —dijo una voz masculina desde la izquierda—. Espero que no lleves mucho rato esperando.

El muchacho emergió de entre las sombras, y Brigitte se quedó sin habla una vez más. Era muy apuesto. Sintió deseos de enroscarle el pelo con los dedos y disfrutar de su tacto sedoso.

—No mucho —consiguió responder—. ¿Me dirás ahora cómo te llamas?

El día anterior, en el mercado, se había negado a hacerlo. «Un pequeño misterio para mantener el interés», había dicho. Tenía aspecto de llamarse Jean, Hugo o Amato. El muchacho la apartó de la puerta y cerró con cuidado. Brigitte vaciló un instante mientras el pestillo volvía a su lugar. Pero todas las chicas raptadas estaban solas, sin nadie que las protegiese. Ella no estaría sola.

—Debes adivinar cómo me llamo —dijo él, conduciéndola por la breve pendiente de césped hacia el camino del huerto.

La mano del chico era un foco de calor, y su contacto borró todo el frío que sentía Brigitte. Su pelo largo despedía un brillo trémulo a la luz de la luna, como si cada mechón hubiese sido rociado con polvos mágicos.

—¿Amato?

Brigitte supo al instante que no había acertado, porque él soltó su mano como para vengarse.

—Vuelve a intentarlo —insistió, antes de deslizarse detrás del tronco áspero de un manzano.

Las ramas desnudas del árbol aparecían negras y dobladas. El tacón de Brigitte aplastó una manzana helada entre la hierba demasiado alta y resbaló en la pulpa.

—¿Jean?

Su silencio persistió. No. Tampoco era Jean. La luna se ocultó tras un ovillo de nubes y el camino del huerto se convirtió en un borrón de tinta.

—Me rindo —dijo ella, cansada de aquel juego estúpido.

El camino seguía a oscuras. El muchacho de la carretilla no hacía ruido alguno. ¿Adónde había ido?

—Dímelo o… o me vuelvo por donde he venido.

Brigitte tenía helada la punta de la nariz. Salir al jardín había sido una locura. Aquel chico podía ser cualquiera, y sus evasivas estaban acabando rápidamente con la ilusión que sentía.

La chica dio un paso atrás. Las nubes se abrieron y la luna iluminó el huerto. Brigitte vio un movimiento detrás de un árbol, a su derecha.

—Me marcho —anunció.

Las ramas desnudas crujieron. El muchacho de la carretilla continuaba sin responder. Brigitte siguió retrocediendo con movimientos torpes mientras las grises nubes volvían a tapar la luna. Un sudor frío le humedeció el pecho. Algo le daba mala espina.

No había retrocedido ni tres pasos más cuando impactó contra un cuerpo sólido. Brigitte sintió un dolor agudo y frío en el abdomen. Abrió la boca para gritar, pero de sus labios solo brotó un silbido. Sus dedos temblorosos resbalaron sobre un par de barras lisas, una incrustada bajo su ombligo y la otra en el arranque de las costillas. A la luz de la luna, las barras brillaban como colmillos de elefante. Una sustancia densa y negra fluía por cada colmillo. Sangre. Su sangre.

La joven oyó un gruñido, y una cálida ráfaga de aliento rancio le provocó náuseas. En el preciso momento en que Brigitte comprendió que nunca conseguiría volver al jardín tapiado, la criatura de los colmillos la alzó bruscamente del suelo. «Qué tonta», pensó mientras perdía el mundo de vista. Sí que estaba sola.

Como las demás muchachas.

1

PARÍS

SAINT-GERMAIN-DES-PRÈS

Diciembre de

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