Balthazar (Medianoche 5)

Claudia Gray

Fragmento

Capítulo uno

Los muertos observaban.

Skye Tierney sujetó las riendas de su caballo con más fuerza, cerró los ojos y deseó con toda su voluntad que la sensación desapareciera. Pero daba igual. Viera o no las imágenes, sabía qué sucedía cerca de ella: el horror era tangible, y real, como aquel amenazante cielo gris de invierno.

Por alguna razón, no mirar era peor. Con una honda inspiración entrecortada, se obligó a abrir los ojos y vio a la mujer, huyendo para salvarse.

Pensaba que él no la seguiría hasta aquí. No es el mismo desde que se cayó hace dos meses; cuando se abrió la cabeza, fue como si toda su bondad lo abandonara y otra cosa, más siniestra, llenara ese vacío. Pensaba que no le estaba prestando atención, pero lo hacía. Lo hace. Ahora está con ella, clavándole los dedos en la piel del brazo mientras repite que hay que pararle los pies.

Este no es como sus otros arrebatos. Está tan asustada que tiene la garganta seca y solo quiere desplomarse, hacerse la muerta como un necio animal, para que él tal vez se marche, aturdido y confuso. Pero no puede separarse de él ni para caerse; es demasiado corpulento, dema

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siado fuerte. Con voz temblorosa, le dice que está ofuscado, que lo lamentará cuando recobre la razón. Su frenético tirón para soltarse solo consigue que él la agarre con tanta fuerza que le parece que va a desgarrarle la piel. Los pies le resbalan en la hojarasca cuando trata de pegarle con la mano libre.

Él sonríe, como si acabara de ver algo bonito, mientras la hace girar en un amplio círculo, igual que un niño da vueltas a un amigo, igual que él le daba vueltas a ella cuando eran niños, salvo que esta vez se acerca al borde del precipicio y la suelta.

Ella chilla, bracea y patalea en el vacío, todo en vano, y la caída es tan larga, tan larga, tan rápida…

Skye retrocedió dando traspiés hasta toparse con Sombra. Aún tenía las venas inundadas de adrenalina y un nudo en la garganta. La imagen se desvaneció, pero no así el horror.

—Todavía está pasando —susurró.

No había nadie para oírla aparte del caballo, pero, cuando Sombra volvió su enorme cabeza negra hacia ella, Skye percibió dulzura en su mirada. Sus padres siempre decían que le atribuía sentimientos que no era capaz de tener ni entender. Ellos no sabían nada de caballos.

Apoyó la cabeza en su recio cuello y trató de recobrar el aliento. Pese al caliente abrigo gris y el grueso jersey verde que llevaba, el aire frío le traspasó la ropa y le hizo tiritar todavía más. El viento le revolvió los mechones cobrizos que se le habían salido del casco y le recordó que pronto anochecería y un frío glacial, incluso feroz, invadiría la belleza invernal del bosque público situado detrás de su casa. Y, sin embargo, no se sentía con fuerzas para moverse.

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Las palabras que ambos se habían dicho pertenecían a una lengua que ella no hablaba ni creía haber oído nunca. Por su ropa y su cabello, le parecieron indios. ¿Había sucedido lo que acababa de ver hacía quinientos o seiscientos años? ¿Se remontaban sus visiones a una época tan lejana? ¿A un pasado incluso anterior? Daba la sensación de que podían no acabarse nunca.

Por imposible que pareciera, las visiones de muertes pasadas que había tenido en las cinco últimas semanas, desde la destrucción de la Academia Medianoche, no habían cesado. Skye nunca había tenido ninguna duda de que las muertes que veía eran reales, no meras pesadillas. Aquel… poder mental, o lo que fuera, se había convertido en parte de ella.

No era que no creyera en el mundo sobrenatural antes de aquel invierno; la casa en la que se había criado estaba embrujada. La niña fantasma de su desván había sido tan real para ella como su hermano mayor, Dakota, y también casi igual de pesada escondiendo sus juguetes favoritos para fastidiarla. Skye nunca le había tenido miedo, pues sabía, de algún modo, que era infantil y juguetona. Sus bromas eran livianas y graciosas, travesuras como meter sus calcetines de color rosa en el cajón donde Dakota guardaba los suyos o dar golpecitos en el cabecero de su cama cuando ella estaba a punto de quedarse dormida. Dakota había «conocido» a la niña primero y fue quien le dijo que no tenía nada que temer, que, probablemente, los fantasmas eran tan naturales como la lluvia, el sol o cualquier otra cosa de la Tierra. Así pues, Skye jamás había dudado que existiera algo más aparte del mundo que todos veían.

Pese a ello, jamás había sospechado que el mundo sobrenatural pudiera estar tan cerca y ser tan peligroso.

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Después de estudiar un año en el instituto de Darby Glen, sus padres la habían matriculado en la Academia Medianoche, la cual, a primera vista, era un internado de élite de las colinas de Massachusetts, como muchos otros. Sí, había algunas normas extrañas, y algunos alumnos le parecían a veces muy maduros para su edad, pero eso no era tan raro… pensaba.

No, no había sospechado nada extraordinario respecto a Medianoche. Cuando su buen amigo Lucas le dijo que era peligrosa (una escuela para vampiros, nada menos), había supuesto que bromeaba.

Hasta que estalló la terrorífica guerra entre los vampiros. Sombra la empujó con el morro, como si quisiera devolverla al momento presente. Skye decidió hacerle caso. Nada le ayudaba más que cabalgar.

Recuperó la estabilidad en el suelo nevado antes de poner un pie en el estribo y encaramarse a la silla. Sombra se quedó quieto, a la espera, listo para ella. Pensar que lo tenía porque, a los doce años, había dicho a sus padres que quería un caballo negro con una mancha blanca en la frente…

(«Vaya tontería —había observado Dakota. Por aquel entonces tenía dieciséis años y su superioridad era exasperante, pero, por alguna razón, aún era la persona a la que ella más quería im pre sio nar—. Los caballos no se eligen por el color. No son juguetes.» Pero había sonreído al decírselo y ella lo había perdonado al instante…

No. No iba a pensar en Dakota.)

Vale, había sido una tonta. En esa época, no sabía qué buscar en un caballo: firmeza, estabilidad, la capacidad de conocer a su jinete tan bien como podría hacerlo cualquier ser humano. Sombra tenía todo eso, y la mancha blanca.

«Debería volver a casa por si llaman papá y mamá», pensó. Incluso sin decirlas en voz alta, las palabras le parecieron huecas. Sus padres estarían en Albany, trabajando. La supuesta razón era que tenían un trabajo muy absorbente, lo cual era cierto. Skye lo sabía. Pero también sabía que el verdadero motivo de que se hubieran enfrascado incluso más en el trabajo durante aquel año era que tampoco ellos querían pensar en Dakota. Hasta su regreso del internado hacía cinco semanas, Skye no se había dado cuenta del extremo al que habían llegado. Tampoco se había dado cuenta de cuánto necesitaba tenerlos en casa.

Pero todos tenían que superar aquella desgracia a su manera. Si eso significaba que ella iba a tener que superarla sola, de acuerdo.

Chasqueó la lengua y espoleó a Sombra, cuyos cascos hicieron crujir la nieve cuando echó a andar. Solo habían caído unos quince centímetros, lo cual era poco para el norte del estado de Nueva York a principios de enero. Pronto caería en espesores de un metro o quizá más. Alrededor de Skye, los árboles sin hojas parecían arañar el cielo plomizo con sus ramas peladas.

—Ahora ya sabemos que hay que evitar el precipicio —dijo Skye en voz alta, y su aliento formó nubes en el frío aire vespertino—. Otro sitio más por el que no pasaremos. Pronto, habremos trazado una ruta p

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