Un mapa de sal y estrellas

Jennifer Zeynab Joukhadar

Fragmento

cap-2

La tierra y la higuera

La isla de Manhattan tiene agujeros, y ahí es donde duerme mi padre. Cuando le di las buenas noches, el fardo blanco que lo contenía cayó pesadamente, el agujero que le habían cavado era muy profundo. También yo tenía un agujero, y a él fue a parar mi voz. Se introdujo en la tierra con mi padre, en la médula de la tierra, y ahora ha desaparecido. Mis palabras se hundieron como semillas, las vocales y el espacio rojo para las historias quedaron aplastados debajo de mi lengua.

Creo que mi madre también se quedó sin palabras, porque, en lugar de hablar, vertía lágrimas por toda la casa. Aquel invierno yo encontraba sal por todas partes: debajo de las espirales de los fogones eléctricos, entre los cordones de mis zapatillas y los sobres de las facturas, en la piel de las granadas del frutero con ribetes dorados. Llamaban por teléfono desde Siria, y mi madre, mientras intentaba desenrollar el cable, lo cubría de sal.

Antes de que mi padre muriera, apenas nos llamaban desde Siria. Nos mandaban emails. Pero mi madre dijo que en caso de emergencia tienes que oír la voz de las personas.

Parecía que la única voz que le había quedado a mi madre hablaba en árabe. Incluso cuando las vecinas trajeron cazuelas de comida y claveles blancos, mi madre se tragó las palabras. ¿Cómo es posible que para el dolor tengamos una única lengua?

Aquel invierno oí por primera vez la voz de color miel de Abú Sayid. Huda y yo estábamos sentadas fuera de la cocina y escuchábamos de vez en cuando. Huda aplastaba contra el marco de la puerta sus rizos castaños ceniza como ovillos de lana. A diferencia de mí, Huda no veía el color de su voz, pero las dos sabíamos que el que había llamado era Abú Sayid porque la voz de mi madre se recolocaba en su lugar, como si todas las palabras que había dicho en inglés fueran solo una sombra de sí mismas. Huda descubrió antes que yo que Abú Sayid y mi padre eran dos nudos de una misma cuerda, un hilo cuyo extremo mi madre temía perder.

Mi madre contó a Abú Sayid lo que mis hermanas llevaban semanas murmurando: las facturas de la luz sin abrir, los mapas que no vendía, el último puente que construyó mi padre antes de ponerse enfermo. Abú Sayid dijo que tenía conocidos en la Universidad de Homs y que podría ayudar a mi madre a vender sus mapas. Le preguntó: ¿qué mejor lugar para criar a tres hijas que la tierra que alberga a sus abuelos?

Cuando mi madre nos mostró los billetes de avión para Siria, la O de mi nombre, Nour, era una delgada mancha de sal. Mis hermanas mayores, Huda y Zahra, le dieron la lata con las manifestaciones en Daraa y con lo que habíamos visto en las noticias. Pero mi madre les dijo que no fueran tontas, que Daraa estaba a la misma distancia de Homs que Baltimore de Manhattan. Y mi madre sabía de estas cosas, porque se gana la vida haciendo mapas. Mi madre estaba segura de que la situación se calmaría, de que las reformas que el Gobierno había prometido permitirían que Siria recuperara la esperanza y volviera a brillar. Y aunque yo no quería marcharme, me entusiasmaba la idea de conocer a Abú Sayid y de volver a ver a mi madre sonreír.

Solo había visto a Abú Sayid en las Polaroids de mi padre de los años setenta, antes de que se marchara de Siria. Abú Sayid tenía bigote y llevaba una camisa naranja, se reía con alguien que no salía en la foto, y mi padre siempre estaba detrás de él. Mi padre nunca decía que Abú Sayid era su hermano, pero yo sabía que lo era porque estaba en todas partes: comiendo el iftar las noches de Ramadán, jugando a las cartas con mi abuela y sonriendo mientras tomaban café. La familia de mi padre lo había acogido, y se había convertido en uno más de la familia.

Cuando llegó la primavera, los castaños de Indias se cubrieron de flores blancas que parecían gruesos granos de sal bajo nuestra ventana. Dejamos atrás el piso de Manhattan y las granadas con lágrimas incrustadas. Las ruedas del avión se alzaron como patas de pájaro, y yo observé por la ventanilla la estrecha franja de ciudad en la que había vivido durante doce años y el hueco verde de Central Park. Buscaba a mi padre. Pero la ciudad estaba tan lejos que ya no veía los agujeros.

Mi madre dijo una vez que la ciudad era un mapa de todas las personas que habían vivido y muerto en ella, y mi padre dijo que todo mapa era en realidad una historia. Así era mi padre. Le pagaban para que diseñara puentes, pero sus historias las contaba gratis. Cuando mi madre dibujaba un mapa y una rosa de los vientos, mi padre señalaba invisibles monstruos marinos en los márgenes.

El invierno anterior a que lo enterraran, nunca olvidaba contarnos una historia antes de que nos fuéramos a dormir. Algunas eran cortas, como la de la higuera que crecía en su patio cuando era niño, en Siria, y otras eran epopeyas tan enrevesadas e increíbles que tenía que esperar noches y noches para escucharlas enteras. Mi padre alargó mi favorita, la historia de la aprendiz de cartógrafa, durante dos meses. Mi madre escuchaba desde la puerta y le traía un vaso de agua cuando se quedaba ronco. Cuando perdía la voz, yo contaba el final. Y entonces la historia era nuestra.

Mi madre solía contar historias de cómo mi padre daba sentido a las cosas. Decía que él tenía que desatar los nudos del mundo. Ahora, a nueve mil metros por encima de él, intento desatar el nudo que dejó en mí. Me dijo que algún día yo le contaría a él nuestra historia. Pero mis palabras son territorio desconocido, y no tengo un mapa.

Pego la cara a la ventanilla del avión. En la isla de abajo, los agujeros de Manhattan parecen de encaje. Busco el agujero en el que duerme mi padre e intento recordar cómo empieza la historia. Mis palabras atraviesan el cristal y caen a la tierra.

En Homs el mes de agosto es cálido y seco. Hace tres meses que llegamos a Siria, y mi madre ya no deja caer sus lágrimas sobre las granadas. Ya no las deja caer en ningún sitio.

Hoy, como cada día, busco la sal donde dejé caer mi voz..., en la tierra. Salgo y me dirijo a la higuera del jardín de mi madre, llena de higos, como me imaginaba la del patio de mi padre. Pego la nariz a las raíces e inhalo. Estoy boca abajo, con el calor de las piedras en las costillas, e introduzco la mano hasta los nudillos en la tierra rojiza. Quiero que la higuera le lleve una historia a mi padre, al otro lado del océano. Me inclino para susurrar y rozo las raíces con el labio superior. Siento el sabor a aire púrpura y a aceite.

Un pájaro amarillo picotea el suelo en busca de gusanos. Pero aquí hace ya mucho tiempo que el mar se secó, si alguna vez hubo mar. ¿Sigue mi padre donde lo dejamos, marrón, rígido y seco como la leña? Si yo volviera, ¿me saldrían los lagrimones que deberían haberme salido en su momento, o dentro de mí el mar se ha secado para siempre?

Froto el olor a agua de la corteza de la higuera. Le contaré a mi padre nuestra historia, y quizá encontraré el camino de regreso al lugar al que fue a parar mi voz, y mi padre y yo no estaremos tan solos. Le pido al árbol que acoja mi historia en sus raíces y la mande a las oscuras profundidades, donde duerme mi padre.

«Asegúrate de que le llega —le digo—. Nuestra favorita, la de Rawiya y al-Idrisi. La que mi padre me contaba todas las noches. La historia en la que cartografiaban el mundo.»

Pero la tierra y la higuera no se saben la historia como yo, as

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