Oliver y Max

Ángela Armero

Fragmento

Es la primera vez que mi padre me pega.

Estoy metido en mi cama, debajo de dos capas de mantas. Me duele la cara, pero me duele mucho más no entender nada.

No sé qué puedo haber hecho. Primero mamá se marcha y ahora esto.

Cuando le dije que la carne se estaba quemando, se levantó de la cama y, sin decir nada, me dio un puñetazo. Me caí al suelo. Creo que estaba tan sorprendido que por eso no lloré. Y ahora tengo la cara abultada, como si estuviera mascando muchas bolitas de algodón. Pero no. El paladar me sabe a sangre, como cuando se te cae un diente.

La abuela se ha levantado de la cama. Me recoge del suelo, me lava la cara, me pone colonia en la nuca y me trae un vaso de leche con galletas.

No lo como. No tengo hambre.

Después me acuesta y me cubre con dos mantas. Me dice que enseguida viene a leerme un cuento, y sale de mi cuarto. Cierro los ojos porque la habitación da vueltas.

Fuera se oyen voces. Mi padre dice muchas cosas, habla rápido y a gritos, pero no entiendo sus palabras. La abuela intenta que se calme, pero mi padre se enfada más aún, y creo que rompe una silla contra el suelo. Toda la casa retumba. Ahora oigo unos llantos, y me doy cuenta de que es mi padre quien está llorando, igual que yo.

No recuerdo que mi padre haya llorado nunca. Si lo ha hecho, yo nunca lo he visto.

Unos instantes de calma y después un portazo.

La casa queda en silencio.

Pasos con zapatos de tacón. Es mi abuela, que viene hacia aquí. Entra en mi cuarto, saca mi cabeza de entre las mantas y me da un abrazo tan fuerte que casi me hace daño.

—Pobre niño —dice, y yo la miro asustado mientras ella se quita las lágrimas de la cara con un pañuelo.

Después respira, me mira con cara de que no pasa nada, se pone las gafas de leer y abre un libro, y dice que me va a leer un cuento.

—¿Qué le pasa a papá? —pregunto.

La abuela no responde. Se aclara la voz y comienza a leer:

Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos. El niño se llamaba Hänsel y la niña, Gretel, y su madre había muerto hacía tiempo. La madrastra no les tenía mucho cariño, pero ellos se portaban bien con ella porque su padre así lo quería. Apenas tenían qué comer, y en una época de terrible hambruna que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan. El leñador estaba una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin pegar ojo debido a las preocupaciones, cuando, finalmente, dijo suspirando a su mujer:

—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentaremos a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda?

—Se me ocurre una cosa —respondió ella—. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.

—¡Por Dios, mujer! —replicó el hombre— ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos en el bosque! Se los comerían las fieras.

—¡No seas necio! —exclamó ella—. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a cortar las tablas de los ataúdes!

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel:

—¡Ahora sí que estamos perdidos!
—No llores, Gretel —la consoló el niño—, y no te aflijas, que yo encontraré la forma de regresar a casa.

Cuando su padre y su madrastra se quedaron dormidos, Hansel se puso una chaqueta y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendorosa y los blancos guijarros que había en el suelo delante de la casa relucían como plata bruñida. Hänsel los fue recogiendo hasta llenarse los bolsillos. De vuelta a su cuarto, le dijo a su hermana:

—Nada temas, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará.

Al día siguiente, y aunque no es domingo, mi padre ha preparado un desayuno fantástico, como los que preparaba los domingos para mamá y para mí.

Lo ha servido en la mesita del jardín, en el patio de atrás del edificio. Muchas veces hay otros vecinos desayunando o leyendo el periódico en el jardín, pero hoy estamos solo nosotros.

Queso, jamón, un tazón bien caliente de chocolate con leche, mermelada, mantequilla, panecillos blancos recién horneados y magdalenas de varios tamaños.

—Nadie más en Berlín puede desayunar esto —me dice la abuela—. Solo la gente importante.

Lo dice porque los berlineses tienen unas cartillas para pedir comida, pero no la que necesitan, sino siempre la misma, porque con la guerra no hay de nada y hace falta repartir para que todos tengan algo de comer, aunque sea poco. Por suerte, papá tiene permiso para coger lo que sobre de las cocinas, aunque siempre me pide que no se lo diga a nadie del colegio porque la gente tiene mucha hambre.

Miro la mesa: todo lo que me gusta está aquí. Al despertarme y oler el chocolate, se me ha hecho la boca agua, y me he levantado tan rápido y con tantas ganas que por un momento se me ha olvidado lo que pasó ayer por la noche.

Me siento a la mesa. Miro a mi padre, frente a mí. Pero él lee su periódico y no me hace ningún caso. Me fijo en el mantel. El sol lo va llenando poco a poco. En el cielo, las nubes se mueven despacio. Los pájaros cantan y el viento mueve las hojas del periódico, mi flequillo, el césped del jardín. El día es perfecto, pero aún tengo la boca tensa como un tambor. Pienso que a lo mejor el desayuno es la forma que tiene mi padre de pedirme perdón. Pero él sigue leyendo su diario como si yo no estuviera aquí.

Es mi abuela la que me unta las tostadas y me habla, me acaricia el pelo y me echa más azúcar en el chocolate.

—Tienes que comer más, hoy va a ser un día muy importante para ti —me dice.

Yo digo que sí, aunque sigo mirando a mi padre, esperando que haga o diga algo. Por fin, dobla su periódico y me mira mientras como una tostada bien cargada de mantequilla y mermelada.

Lo miro a los ojos, y sonrío, pero al verle la cara, por alguna razón pienso que mi padre ya no es mi padre. A lo mejor es porque me está mirando como si yo tampoco fuera yo. Ese hombre que es mi padre pero ya no lo parece me dice que tiene que explicarme algo.

Termino el tazón de chocolate y le escucho. —¿Recuerdas que te dije que tu madre estaba de viaje? —me pregunta.

Asiento.

—Pues hemos decidido que te reúnas con ella. ¿Qué te parece? —dice.

—Tengo muchas ganas de verla —le digo—. Pero ¿la abuela y tú no vais a venir conmigo? —pregunto.

—Te vamos a dejar en un sitio con otros niños y cuando pueda, mamá irá a buscarte —me dice.

—¿Ella sabe que voy a estar allí? —pregunto.

Papá contesta que sí, y que ella también tiene muchísimas ganas de verme.

—Además —continúa—, allí hay muchos niños de tu edad y podrás jugar con ellos y hacer amigos.

La abuela dice que sí con la cabeza y sonríe sin parar. Recuerdo que anoche me dijo que yo era un pobre niño, y ahora en cambio parece que tengo muchísima suerte de ir adonde sea que tengo que ir.

—Pero papi, yo no quiero dejarte solo. ¿No puedes venir conmigo? —le pregunto.

—No, no puedo dejar mi trabajo, hijo —responde sin mirarme.

Pienso que si voy a reunirme con mi madre, no voy a echarlo tanto de menos.

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