Majestad (American Royals 2)

Katharine McGee

Fragmento

majestad-5

1

BEATRICE

SEIS SEMANAS DESPUÉS

Beatrice nunca había visto el palacio sumido en tanto silencio.

Por lo general sus pasillos eran un hervidero de actividad: mayordomos dándoles órdenes a los criados, guías turísticos aleccionando a grupos de estudiantes, embajadores o ministros tras la pista del lord chambelán para implorar audiencia con el rey.

Ese día todo estaba en calma. Las fundas para el polvo que recubrían los muebles emitían un resplandor espectral en la penumbra. Incluso la multitud que solía agolparse ante las puertas principales se había disuelto, y el lugar había quedado abandonado, como una isla desierta en medio de un mar de aceras vacías y césped pisoteado.

Beatrice oyó que su madre se apeaba del coche a su espalda. Sam y Jeff habían decidido quedarse otra noche en la casa de campo. Cuando eran más jóvenes, los tres hermanos acostumbraban a ir juntos allí (en un SUV oscuro, viendo películas en el televisor desplegable), pero Beatrice ya no podía viajar con su hermana. Por razones de seguridad, se desaconsejaba que la monarca y la primera en la línea de sucesión al trono estuvieran juntas en el mismo vehículo.

Solo había cruzado la mitad del recibidor cuando se le enganchó el tacón en una alfombra antigua. Tropezó... y una mano firme apareció de la nada para sujetarla.

Al levantar la cabeza, Beatrice vio los fríos ojos grises de su guardia de honor, Connor Markham.

—¿Estás bien, Bee?

Sabía que debería regañarlo por utilizar ese apelativo cariñoso en vez de su título, sobre todo en público, donde cualquiera podría oírlo, pero a Beatrice le costaba pensar con claridad con la mano de Connor sobre la de ella. Después de todas esas semanas de distanciamiento, el contacto era una chispa que desencadenaba una llamarada feroz por sus venas.

Resonó el eco de unas voces en el pasillo. Connor frunció el ceño, pero dio un rápido paso atrás justo cuando dos lacayos doblaban la esquina acompañados por un hombre de rasgos sombríos y pelo entrecano: Robert Standish, antiguo lord chambelán del padre de Beatrice, y ahora de ella.

El hombre hizo una reverencia formal.

—Disculpas, majestad. No os esperábamos hasta mañana.

Beatrice intentó no dar un respingo al oír su título. Seguía sin acostumbrarse a que por «majestad» se refirieran a ella.

Los criados empezaron a ir de una habitación a otra, retirando las fundas para el polvo y acumulándolas en una pila. El palacio cobró vida conforme las ornamentadas mesas de centro y las delicadas lámparas de bronce quedaban al descubierto.

—He decidido adelantar mi regreso. Es solo que... —Beatrice se interrumpió antes de decir «es solo que necesitaba alejarme de todo». Ese último mes en Sulgrave, la casa de campo de los Washington, se suponía que iba a ser una escapada. Pero incluso rodeada por toda su familia, se había sentido sola. Y exhausta.

Todas las noches Beatrice procuraba aguantar despierta tanto tiempo como le era posible, porque los sueños volvían en cuanto se quedaba dormida. Unos sueños retorcidos y horribles en los que tenía que ver morir a su padre una y otra vez, sabiendo que ella tenía la culpa.

La culpa de que su padre hubiese muerto era suya. Si no le hubiera gritado aquella noche, si no hubiera amenazado con casarse con su guardia de honor y renunciar al cargo de reina, quizás el rey George todavía siguiera con vida.

Beatrice se mordió los labios para reprimir un suspiro. Sabía que no debería pensar así. De lo contrario su mente se hundiría como una piedra, sumergiéndose cada vez más en un pozo de pesadumbre sin fondo.

—Majestad. —Robert miró de reojo a la tableta que portaba siempre con él—. Me gustaría tratar unos cuantos asuntos con vos. ¿Queréis que vayamos a vuestro despacho?

Beatrice tardó unos instantes en comprender que se refería al antiguo despacho de su padre. Que ahora se había convertido en el suyo.

—No —replicó con cierta aspereza. No estaba lista para enfrentarse a esa habitación y a todos los recuerdos atrapados en ella—. ¿Por qué no hablamos aquí? —añadió, indicando una de las salas de estar con un gesto.

—Muy bien. —Robert entró detrás de ella y cerró las puertas de doble hoja tras ellos, dejando a Connor en el pasillo.

Mientras se acomodaba en el diván con rayas verdes, Beatrice echó una rápida ojeada a las tres ventanas mirador que daban al camino de acceso principal. Un tic nervioso adquirido a la muerte de su padre, inspeccionar las ventanas de todas las habitaciones en las que entraba. Como si la iluminación natural pudiera ayudarla a sentirse ligeramente menos asfixiada.

O como si estuviera buscando una vía de escape.

—Majestad, vuestro calendario para la semana que viene. —Robert le tendió una hoja de papel estampada con el escudo real.

—Gracias, lord Standish —dijo Beatrice, e hizo una pausa. Siempre se había dirigido a él por su título completo, desde que lo conoció siendo una adolescente, pero ahora...—. ¿Puedo llamarte Robert?

—Sería un honor —respondió él obsequiosamente.

—En tal caso, tú deberías empezar a llamarme Beatrice.

El chambelán jadeó con voz ronca.

—Oh, no, majestad. Jamás osaría hacer algo así. Y os sugiero —añadió— que no volváis a hacerle una oferta parecida a nadie, sobre todo si esa persona trabaja a vuestro servicio. Sencillamente, no es apropiado.

Beatrice detestaba sentirse reprendida como una colegiala, como si volviera a tener siete años y su maestro de etiqueta acabara de golpearle los nudillos con una regla en castigo por una reverencia mal ejecutada. Se obligó a estudiar el papel que tenía en el regazo, tan solo para levantar la cabeza casi de inmediato, desconcertada.

—¿Dónde está el resto de mi calendario?

Los únicos eventos enumerados eran apariciones en público de escasa importancia: un paseo por la naturaleza fuera de la capital, en compañía de un grupo de ecologistas, y un encuentro con las chicas exploradoras de la zona; el tipo de actividades positivas para su imagen pública que Beatrice solía desempeñar cuando todavía era la heredera al trono—. Debería reunirme con todos los líderes políticos del congreso. ¿Y por qué no hay ninguna reunión del gabinete prevista para el jueves?

—No es preciso que abordéis todas esas situaciones de inmediato —respondió Robert, con tacto—. Habéis permanecido en la sombra desde el entierro. En estos momentos, lo que el pueblo necesita de vos es que lo tranquilicéis.

Beatrice combatió una sensación de desasosiego. La monarca debía gobernar, no ir por ahí repartiendo apretones de manos como si fuese la mascota de América. Para eso estaba la heredera al trono.

Pero ¿qué podía decir? Todo lo que sabía de este papel se lo había enseñado su padre. Ahora él ya no estaba, y la única persona que quedaba para aconsejarla era Robert, su mano derecha.

El chambelán sacudió la cabeza.

—Además, seguro que queréis dedicar los próximos meses a vuestros preparativos de boda.

Beatrice intentó hablar, pero su garganta parecía haberse cerrado herméticamente.

Seguía es

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