Nerd - Libro 1: Obsesión enfermiza

Axael Velasquez

Fragmento

nerd-2

Antes

Tal vez la raíz de todo

Una persona que no se ama a sí misma no está preparada para entregarse a nadie más. ¿Cuánto más caos puede surgir cuando alguien que se odia por completo acaba enamorado?

—Su hija no está bien, señora Ferreira.

Yo apenas tenía doce años. Escuchaba, retenía, pero era incapaz de comprender el trasfondo de las palabras que ambas adultas intercambiaban. Sin embargo, todo lo que oímos de pequeños nos marca, y cuando tuve edad suficiente para traducir la terminología que había empleado la psicóloga para referirse a mí, sentí miedo. Miedo de ser aún menos «normal» de lo que ya me sentía.

—¿Sabe qué le pasa? —preguntó mi madre entonces.

De forma inconsciente se arreglaba el cabello y acomodaba su camisa. Tal vez se sentía intimidada por la pulcritud y elegancia de la profesional al compararla con su jersey de cuello alto y manga larga y su falda hasta los tobillos.

Sentada en aquel sofá, bajo el escrutinio clínico de la doctora Martínez, me sentía tan inquieta que comencé a limpiarme el interior de las uñas, más que nada para tener las manos ocupadas. Llevaba tanto tiempo en ello que pronto dejó de salir sucio. Mis uñas habían ahondado tanto que la piel bajo ellas ya estaba enrojecida. No paré hasta dejar una franja de sangre en cada pieza de mi manicura.

—Sería demasiado precipitado, e incluso poco ético, emitir un diagnóstico —explicó la psicóloga con tono profesional. Parecía una persona distinta de la mujer paternalista que era en privado conmigo—. Me faltan datos, podría equivocarme. Lo entiende, ¿verdad?

—Pero usted debe de... tener alguna idea, ¿no? —A mi madre le temblaban tanto las piernas que incluso noté la vibración del mueble desde donde yo estaba—. No montaré un escándalo ni nada si se equivoca.

—Bien... —La doctora Martínez se enderezó los lentes, tomó aire y soltó con calma y profesionalidad la información que tenía—. Basándome en las conductas que usted me ha descrito y en lo que yo misma he detectado..., evidentemente su hija sufre episodios de severa ansiedad social, aunque todavía no me atrevería a definirlo como algo patológico. En cualquier caso, es algo tratable que mejorará con terapia y el tiempo, aunque no descarto que esos episodios puedan ser un síntoma de algo más. Como le he dicho, no quiero adelantarme, pero en estas sesiones he estado recopilando información y he redactado un historial que... —La doctora suspiró—. Señora Ferreira, es posible que su hija sufra un trastorno límite de la personalidad, o borderline personality disorder. Es tratable y, si se detecta y trata a tiempo, las personas con este problema pueden vivir una vida plena y feliz de adultos.

—Pero... ¿en qué la afecta? Por favor, sin... términos «raros». Yo solo soy... Pues yo. No tiene que impresionarme con palabras difíciles, solo hacer que entienda.

La doctora asintió.

—Sus sentimientos... Ella no procesa las emociones como nosotros, las vive con más intensidad. Una decepción puede tumbarla, la soledad la puede asfixiar. Se apega mucho a las cosas, pero eso es un error, ya que una vez las consiga... su estabilidad emocional dependerá totalmente de que ese lazo no se rompa. Es propensa a exagerar..., vamos: todo.

—¿Y cree que tiene eso?

—Lo creo, pero puede que me equivoque. Puede que la niña solo esté pasando por una etapa depresiva, o que sufra algún otro trastorno anímico que...

—Pero no está loca, ¿verdad? —insistió mi madre, con el rostro contraído en anticipación de la respuesta.

—¡¿Qué?! No, señora Ferreira. «Locura» no es una palabra admisible para...

—Lo sé, ya me dijo que no la usaríamos. Perdóneme, se me ha escapado.

—Ya hablaremos con más detalle en otro momento. —La psicóloga le extendió a mi madre una factura para que la examinara mientras ella proseguía—: Tendré que hacerle un seguimiento a su hija, y si considero que necesita medicación, la derivaré a una muy buena amiga que...

—¿Ha subido el precio de las visitas?

—Sí, el dólar ha vuelto a subir y yo me adapto a su cotización. Sé que a usted no le aumentan el sueldo a medida que el dólar sube, pero entienda mi posición: el dólar sube, el bolívar se devalúa, y si mantengo mis precios...

—Tendrá pérdidas. —Mi madre asintió—. Lo entiendo, esta situación la vivimos todos. Es solo que... a este precio ya no podré seguirlo pagando.

Entonces mi madre me observó. Recuerdo haberme sentido muy nerviosa bajo la presión de su mirada, como si me transmitiera, al igual que la piel puede irradiar su temperatura, toda la batalla de sentimientos que la invadían en ese momento. Fue tanto así que, aunque sabía que ella se había dado la vuelta para mirarme, fingí un intenso interés en la pulsera que llevaba puesta y me sobresalté cuando sentí su mano en mi regazo.

—No te preocupes, hija. Hablaremos con tu padre. Yo... estoy segura de que él lo entenderá, ¿sí? No tengas miedo.

Al desviar mis ojos me fijé en que la doctora Martínez, que parecía pensativa con su ceño fruncido y la nariz ligeramente torcida, se removía un poco en su asiento hasta conseguir una posición más erguida. Una vez acomodada, la mujer carraspeó para llamar la atención de mi madre.

—Clariana... —dijo, llamándola por su nombre de pila. Su voz adoptó un tono un poco más cauteloso, a pesar de que el trato era más personal—. ¿Sería mucha molestia si hablamos a solas?

—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No habíamos terminado por hoy?

Por primera vez la doctora pareció cohibida, como si no tuviera ni idea de cómo abordar el siguiente tema si yo estaba presente. Sin embargo, enseguida pareció reponerse y, con una sonrisa paciente, dijo:

—Es solo que... No he podido evitar notar que... Usted le ha dicho a su hija que no tenga miedo, pero ella ni siquiera parece enterada de la situación. ¿Es posible que sea usted quien tiene miedo de hablar con su marido?

—¡¿Qué?!

En una reacción inmediata y exagerada, mi madre se levantó del sofá que compartíamos. Con el mismo impulso tiró de mí por el suéter que llevaba puesto para que me levantara.

—¡No trate de psicoanalizarme a mí! —ladró mi madre. Había desatado el temperamento que guardaba para mis reprimendas detrás de la puerta, esas que parecían el resultado de una acumulación de muchos silencios que nada tenían que ver conmigo—. Ahora lo entiendo todo, solo quiere que le pague una sesión para mí también...

—¡Yo nunca...!

—¡Me voy de aquí! —Le tiró la factura a la cara—. Nos vamos. Y la próxima vez psicoanalícese el hueco del...

—¡¿La has estado llevando al loquero?!

—No es un loquero, Jon, por favor, escucha...

—¡Basta!

Recuerdo haber oído los gritos desde la sala, sentada con el almuerzo del día anterior recién calentado en el microondas como única compañía, mientras las lágrimas de desconcierto e impotencia se deslizaban por mis mejillas y mojaban la cucharilla vacía.

—¿Cómo te atrevis

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