Cuentos para entender el mundo 2 (edición ilustrada con contenido extra)

Eloy Moreno

Fragmento

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Dos hermanos estaban trabajando en el campo cuando, de pronto, encontraron una botella enterrada con un papel en su interior. Al abrirla descubrieron que era el mapa de un tesoro, el problema es que el lugar parecía estar muy lejos de donde ellos vivían.

—¡Vaya! ¿Y si vamos a buscarlo? —exclamó el hermano pequeño.

—¿Para qué? —le respondió el mayor—. Seguro que solo es una broma.

—Pero ¿y si de verdad hay un tesoro?

—Deja de decir tonterías y sigamos a lo nuestro, que se nos echa la tarde encima.

Ambos volvieron de nuevo al trabajo. Pero el hermano pequeño se guardó en el bolsillo el plano del tesoro y, cada día, al acostarse, lo miraba con ilusión.

Cuando ya había pasado más de un mes desde que encontraron el mapa, este habló de nuevo con su hermano mayor.

—¿Sabes?, voy a ir a buscar ese tesoro.

—¿Qué? Pero ¿aún estás con eso? ¿Vas a dejar todo esto, tu casa, tu familia, tus amigos, por un trozo de papel?

—Pero ¿y si hay un tesoro? ¿Y si es cierto?

Durante una semana toda la familia, los amigos, los vecinos… intentaron convencerle de que no lo hiciera; pero, finalmente, un día, tras haber vendido todo lo que tenía para conseguir dinero, se fue a buscar el tesoro.

Y así comenzó un camino que duró más de dos años. Dos años en los que pasó por muchos países, en los que aprendió a montar a caballo y en camello, en los que viajó en moto, en tren, en globo…, en los que aprendió a hablar en inglés, en francés y también en chino. Y lo más importante de todo, cada vez que paraba en alguna ciudad, conocía a personas que se convertían en sus amigos.

Finalmente, tras dos años de camino, llegó a donde se suponía que debía encontrar el tesoro. Pero tras cavar y cavar muchos hoyos, se dio cuenta de que no había nada.

Decidió que como había llegado hasta allí se quedaría una temporada a vivir.

Al principio comenzó trabajando para un hombre que hacía vasijas de barro y, en unos pocos meses, aprendió el oficio. Después también trabajó para un carpintero, para un herrero, y así fue conociendo varias formas de ganarse la vida. Finalmente, lo que más le gustó fue la carpintería, y a los dos años montó su propia empresa. Una carpintería que hacía las puertas más bonitas de toda la ciudad.

Ganó bastante dinero y se convirtió en uno de los hombres más respetados de la zona.

Pero a los tres años las cosas comenzaron a irle mal, pues de oriente llegaban puertas mucho más baratas. Poco a poco perdió todo lo que había conseguido.

Entonces volvió a empezar de nuevo con más ganas aún, y esta vez se dedicó a comerciar con telas. Viajó por nuevos países y eso le permitió conocer a mucha más gente, y al poco tiempo volvió a tener éxito.

Hasta que llegó el día en el que se dio cuenta de que se estaba haciendo mayor y ya tenía muchas ganas de volver a casa para ver a su familia. Dejó la empresa a sus amigos y se llevó el dinero necesario para el viaje.

Tras muchos meses de travesías llegó a su ciudad. Se acercó a la casa de su hermano mayor y, en cuanto se vieron, corrieron a abrazarse.

—¡Hermano, querido hermano! Pero ¡cuánto tiempo! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —le dijo su hermano mayor.

—Sí, cuánto tiempo, pero ya he vuelto.

—¡Cómo te he echado de menos!

—Y yo a ti, querido hermano, y yo a ti… ¿Y qué tal? ¿Cómo ha ido todo por aquí? —preguntó el hermano que acababa de volver.

—Pues bien, seguimos trabajando las tierras, yo me he hecho una casa más grande y he comprado algún terreno más. Pero hablemos de ti, de todo lo que has hecho y, sobre todo, de ese tesoro. ¿Lo encontraste, hermano? ¿Encontraste aquel tesoro de la botella?

—No, la verdad es que no, quizás aquel plano era falso, o quizás alguien ya había ido a buscar el tesoro antes.

—Ves, te lo dije, no tendrías que haberte ido. Tanto tiempo fuera ¿para qué? ¿Para qué, hermano? ¿Para qué?

El hermano menor le miró fijamente y, con lágrimas en los ojos, le dijo:

—Para vivir, hermano, para vivir…

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cuentos_para_entender_el_mundo_2-26

Un día, en un colegio, una maestra repartió una hoja de papel a cada alumno y les pidió que respondieran a la siguiente pregunta: ¿cuál es la longitud exacta de la clase en la que estamos?

Los alumnos se sorprendieron al leer aquella pregunta tan extraña, pero todos comenzaron a hacer sus cálculos.

A los diez minutos la maestra recogió todos los papeles y comenzó a mirarlos. La mayoría de los alumnos habían escrito una cifra de entre seis y ocho metros, algunos incluso lo habían acompañado con un «aproximadamente».

—Bueno —dijo la maestra—, ninguno de vosotros ha contestado correctamente a la pregunta y eso que, en realidad, todos podríais haberlo hecho. En este caso era fácil, la respuesta correcta era: «no lo sé».

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Un sabio tan anciano que él mismo había ol­vidado su edad paseaba por unos acantilados cuando vio a lo lejos a un hombre asomado en lo alto de una roca, mirando hacia el abismo.

Preocupado, se acercó para averiguar qué ocurría.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—No, no, déjeme, desde hace un tiempo todo me sale mal, mi mujer me ha dejado, he perdido el trabajo… Creo que ya no merece la pena vivir.

—Verás —contestó el anciano—, no te conozco de nada pero antes de que hagas algo de lo que puedas arrepentirte déjame que te cuente una historia.

El hombre bajó de la roca y se acercó al sabio. Ambos se sentaron bajo un árbol.

—Imagina que en todo el océano hay una tortuga que saca la cabeza solo un segundo una sola vez al año…

—Sí… —dijo el hombre, extrañado.

—Imagina ahora que en todo el océano hay un solo aro de madera que va flotando de aquí para allá de forma eterna…

—Sí… —respondió de nuevo el hombre, que no sabía a dónde quería llegar el anciano con aquella historia.

—Pues bien, más difícil aún que en el momento que la tortuga saque la cabeza se encuentre con la misma dentro del aro es que la naturaleza haya hecho el milag

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