La probabilidad de los milagros

Wendy Wunder

Fragmento

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Cuando el padre de Campbell murió, le dejó en herencia 1.262,56 dólares, todo lo que había sido capaz de ahorrar durante sus veinte años como bailarín de fuego en el espectáculo «El espíritu de Aloha» del Hotel Polynesian de Disney. Y, casualmente, esa fue la cantidad exacta que el gordo de su tío Gus pedía por su Volkswagen Escarabajo de 1998 de color azul vapor, el único color que merece la pena si quieres un Escarabajo. Cam lo tenía entre ceja y ceja desde los seis años y había pagado de muy buena gana hasta el último centavo. El coche se mezclaba entre la neblina como si fuera incorpóreo y cuando lo conducía se sentía invisible, invencible y sola.

Tenía la esperanza de sentirse igual en el cielo.

Aunque no es que creyera en el cielo, ni en ningún dios (sobre todo, no en uno que fuese hombre), ni en Adán y Eva, como la mitad de los idiotas que vivían en Florida. Ella creía en la evolución: a los peces les habían salido patas; a las ranas, pulmones; a los lagartos, pelo; y los monos habían tenido que aprender a caminar con dos patas para cruzar la sabana. Fin de la historia.

Tampoco creía en la Inmaculada Concepción, pero si le decías a alguien que pensabas que lo más probable era que a la Virgen María le hubieran hecho un bombo, como al veinte por ciento de las adolescentes de Florida, te podías meter en un buen lío. Era algo que tenías que guardarte para ti.

Porque los demás necesitaban sus milagros. Los demás creían en la magia. Sin embargo, la magia era para la gente que se podía permitir el pase semanal para todos los parques de Disneyland o dormir ocho noches en el Grand Floridian. La magia, y eso era algo que Cam sabía muy bien después de haber pasado toda una vida trabajando para el ratón más famoso del mundo, era un privilegio y no un derecho.

Inhaló el ambientador de aceite de plumaria. Era un poderoso afrodisíaco hawaiano, pero como nadie iba con ella en el coche, solo le había servido para enamorarse todavía más de su automóvil. Que era macho. Se llamaba Cúmulo.

En ese momento, Cúmulo estaba en la zona cebra del aparcamiento del Hospital Infantil. Normalmente, Cam aparcaba en la zona koala: prefería el mural con el árbol de eucalipto y los tonos grises suaves y sobrios a las austeras rayas blancas y negras de la zona cebra. Pero cuando había llegado, hacía dos horas, no había sitio.

Si hubiera sido un poco más intuitiva, se lo habría tomado como una señal. La visita no iría bien. Las cosas llegarían a un punto en el que serían también blancas o negras. Los tiempos grises, los buenos, habían quedado atrás.

Una familia de cuatro salió del ascensor del aparcamiento. La madre intentaba darle la mano a un niño sano de cuatro años que daba saltitos torpes y descontrolados con unas zapatillas de Spider-Man que tenían luces rojas parpadeantes en un lado. Y una niña calva y enferma de dos años con un vestido rosa dormía en el hombro de su padre, que se dirigía con una expresión aturdida a un monovolumen, probablemente preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera convertido en eso.

Cam conocía bien esa sensación. Necesitaba hacer algo, cualquier cosa —darse un atracón y vomitar, emborracharse, fumarse un cigarrillo, lo que fuera— para librarse de ella. Abrió la guantera con manos temblorosas y rebuscó para ver si su madre había escondido allí algún paquete de tabaco. Sus dedos dieron contra una esquina dura.

«¿Qué tenemos aquí?», se preguntó mientras sacaba una hoja doblada en un cuadradito. El papel crujió mientras lo desdoblaba. Al principio, la letra no le pareció suya. Había apretado el lápiz con mucha fuerza contra el papel. Las oes eran redondas y grandes y las consonantes se erguían rectas y orgullosas, como si la escritora supiera que tenía todo el tiempo el mundo. Durante los últimos meses, la letra de Cam se había convertido en los garabatos débiles y decadentes de una anciana.

LISTA DEL FLAMENCO

• Perder la virginidad en una fiesta rollo botellón, con barril de cerveza y todo.

• Que un gilipollas me rompa el corazón.

• Regodearme en la tristeza, lloriquear, patalear y dormir un sábado entero.

• Vivir un momento incómodo con el novio de mi mejor amiga.

• Que me despidan de un trabajo de verano.

• Ir a derribar vacas dormidas, el legendario pasatiempo de la América rural.

• Destrozar los sueños de mi hermana pequeña.

• Acosar a alguien, aunque de forma discreta e inocente.

• Beber cerveza.

• Salir una noche entera.

• Cometer robos de poca monta.

Cam se quedó mirando la hoja de papel. Hacía casi un año que no veía esa lista, desde que la había escrito en la litera superior del bungaló número 12 del Campamento para Adolescentes Empoderadas de Shady Hill, situado en las profundidades de los bosques del oeste de Carolina del Norte. El folleto prometía «ayudar a las chicas a acceder a su fuerza interior y a que las más tímidas florezcan y se conviertan en el alma de la fiesta», lo que al principio le había puesto los pelos de punta. Pero quería pasar tiempo con su mejor amiga, Lily, fuera de un hospital, y esa opción era mejor que ser monitoras en un «campamento de enfermos», donde el océano de cabezas calvas, los carritos de medicinas que hacían la ronda, repletos de botes de pastillas, y la ocasional visita compasiva de un famoso eran recordatorios constantes y deprimentes de su condición. En Shady Hill solo eran chicas normales en un campamento: el grupo de los flamencos. Cada bungaló tenía que elegir un pájaro y ellas habían decidido escoger el que era menos probable encontrarse en aquel bosque, uno que no se confundiera con sus alrededores. Un flamenco.

Cam cerró los ojos y se apoyó en el reposacabezas de Cúmulo. Casi podía oír la voz de Lily: «Y luego guardas la lista y dejas de pensar en ella y poco a poco… Al final, el simple hecho de anotar las cosas hará que sucedan».

A lo largo del verano, Lily se había obsesionado con burlarse de los libros de autoayuda que encontraba en la sección de autoestima de la «biblioteca» del campamento. Mientras las otras chicas se sumergían en las páginas de Enredos después de clase y Graduarse en pasión, que la prima de alguien había escondido debajo de uno de los tablones del suelo de la biblioteca, Lily leía sobre «afirmaciones positivas». Se habían pasado una tarde entera delante del espejo viejo y agrietado del baño informando jocosamente a sus reflejos de que eran hermosas, poderosas y merecedoras de grandes cosas. Lily leía sobre «visualizaciones» y se reían mientras cerraban los ojos e imaginaban que un arcoíris de luz purificaba sus órganos enfermos. Y luego hicieron esa lista.

—Lil —había empezado a decir Cam, pero ella seguía a lo suyo, resumiendo en voz alta mientras se enrollaba en el dedo un mechón de la parte verde de su melena.

—No puedes escribirla en ordenador ni en el móvil. Tiene que estar escrita a mano, como de la vie

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