Una esperanza más poderosa que el mar

Melissa Fleming

Fragmento

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Uno

Una niñez en Siria

La segunda vez que Doaa estuvo a punto de ahogarse se encontraba a la deriva en medio de un mar hostil que acababa de tragarse al hombre al que amaba. Tenía tanto frío que no se sentía los pies, y tanta sed que se le había hinchado la lengua en la boca. Su pena era tan honda que, de no haber sido por las dos pequeñas que tenía en brazos, apenas vivas, habría dejado que el mar se la llevase a ella también. No avistaba tierra alguna; a su alrededor no había más que restos del naufragio, un puñado de supervivientes que rezaban por ser rescatados y docenas de cadáveres hinchados que flotaban.

Trece años antes, en lugar del vasto océano, había sido un pequeño lago el que había estado a punto de engullirla, y aquella vez había estado allí su familia para salvarla. Entonces tenía seis años y era la única de la familia que se había negado a aprender a nadar. El agua la aterrorizaba; solo verla le infundía terror.

Durante las excursiones a aquel lago cercano a su hogar, Doaa se sentaba sola y miraba cómo sus hermanas y sus primos chapoteaban, se zambullían y daban volteretas en el lago para refrescarse del calor abrasador del verano sirio. Cada vez que intentaban convencerla de meterse en el agua, ella se negaba categóricamente, y experimentaba, al resistirse, una sensación de poder. Ya de pequeña era testadura. «Nunca nadie puede decirle a Doaa lo que tiene que hacer», decía su madre a todo el mundo con una mezcla de orgullo y exasperación.

Pero, una tarde, el primo adolescente de Doaa decidió que se habían acabado las tonterías y que ya era hora de que Doaa aprendiese a nadar. Cuando ella estaba sentada, distraída, dibujando en la arena con los dedos y mirando cómo los demás chapoteaban, él se le acercó por detrás con sigilo, la agarró de la cintura y se la llevó en volandas mientras ella chillaba y pateaba. Ignoró sus gritos, se la echó sobre el hombro y la llevó hacia el lago. Mientras, Doaa, con la cara apretada contra la parte alta de la espalda de su primo y las piernas colgando justo por debajo de su pecho, le propinaba fuertes patadas en las costillas y le clavaba las uñas en la cabeza. Él alargó entonces los brazos y la dejó caer en el agua turbia mientras los demás niños se reían. Doaa cayó al lago, boca abajo y en plancha, presa del pánico. El agua solo le llegaba al pecho, pero, petrificada de miedo, era incapaz de colocar las piernas de modo que hiciera pie. En lugar de flotar hasta la superficie, se hundió, intentando coger aire pero tragando agua en su lugar.

Un par de brazos la sacaron del lago justo a tiempo para luego llevarla a la orilla, hasta el regazo reconfortante de su asustada madre. Doaa tosió y expulsó todo el líquido que había ingerido sin dejar de sollozar y prometió, en aquel momento y en aquel lugar, que jamás volvería a acercarse al agua.

En aquel entonces, en su mundo no había nada más que temer, no cuando su familia siempre estaba allí para protegerla.

La Doaa de seis años no recordaba ni un momento de su vida en el que hubiese estado sola. Vivía con sus padres y sus cinco hermanas en una única habitación, en la casa de dos plantas de su abuelo. Las otras habitaciones las ocupaban los tres hermanos de su padre y sus respectivas familias, así que en la vida de Doaa no había un momento en el que no estuviese rodeada de parientes: dormía al lado de sus hermanas, comía con toda la familia y escuchaba animadas conversaciones todo el tiempo.

La familia Al Zamel vivía en Daraa, la ciudad más grande del sudoeste de Siria, situada a unos pocos kilómetros de la frontera con Jordania y a unas dos horas en coche al sur de Damasco. Daraa está sobre un altiplano volcánico de tierra roja y fértil. En el 2001, cuando Doaa tenía seis años, era famosa por la plétora de frutas y verduras que daban sus tierras: granadas, higos, manzanas, olivas y tomates. Se decía que con la cosecha de Daraa se podía alimentar a toda Siria.

Años después, en 2007, una sequía devastadora asoló los campos. En los tres años que duró, obligó a muchos campesinos a abandonar sus tierras y mudarse con sus familias a ciudades como Daraa en busca de trabajo. Algunos expertos creen que fue este desplazamiento masivo lo que dio lugar al descontento que en el 2011 se traduciría en una oleada de protestas y, más adelante, en el levantamiento armado que rompería en pedazos la vida de Doaa.

Pero en el 2001, cuando Doaa era pequeña, Daraa era un lugar pacífico donde la gente vivía su vida y donde había nacido una nueva esperanza para el futuro del país. Bashar al Asad acababa de suceder en la presencia a su padre, el represor Hafez al Asad. Las gentes de Siria albergaban la esperanza de que se avecinaban tiempos mejores para su país y creían, en un principio, que el joven presidente rompería con las políticas opresoras de su padre. Bashar al Asad y su elegante esposa se habían educado en Inglaterra y su matrimonio era visto como una unión: él pertenecía a una rama minoritaria del Islam, a la de los alauíes, mientras que su esposa, Asma, pertenecía a la mayoría suní, igual que Doaa y su familia. Sus políticas eran seculares y se había extendido la esperanza, sobre todo entre las élites cultas de Damasco, de que bajo su liderazgo se revocaría la Ley de Emergencia, que ya contaba cuarenta y ocho años y que su padre había heredado y mantenido para acabar con la disidencia, y de que se retirarían las restricciones a la libertad de expresión. Con el pretexto de proteger la seguridad nacional de los militantes islámicos y los rivales externos, el Gobierno había usado sus poderes extraordinarios para restringir severamente los derechos y libertades individuales y para permitir que las fuerzas de seguridad ejecutasen arrestos preventivos con poca posibilidad de recurso.

Lo que deseaba la parte más pobre y conservadora de la población, como la que vivía en Daraa, eran sobre todo mejoras económicas, pero la mayoría aceptaban sin rechistar la forma en que las cosas funcionaban en su país. Esa conformidad silenciosa era el resultado de la dura lección que los sirios habían aprendido en 1982 con lo sucedido en la ciudad de Hama. El presidente Hafez al Asad había ordenado el asesinato de miles de ciudadanos a modo de castigo colectivo por el auge del movimiento de los Hermanos Musulmanes, que desafiaba a su Gobierno. Aquella brutal represalia todavía estaba fresca en la memoria del pueblo sirio, pero una nueva generación había llegado al poder, y esperaban que el hijo de Hafez al Asad suavizara algunas de las restricciones que dificultaban su día a día. Sin embargo, para decepción de la gente a lo largo y ancho del país, las reformas se quedaron en meras palabras en boca del nuevo presidente y no se produjo casi ningún cambio. Después de Hama, pocos se atrevían a desafiar al régimen autoritario.

Los sábados, cuando Doaa era pequeña, el viejo mercado de la ciudad, o zoco, se llenaba de vecinos y de visitantes del otro lado de la frontera con Jordania que acudían a comprar productos de gran calidad a buenos precios y a vender herramientas y los frutos de la agricultura. Al estar situada en la principal ruta de comercio hacia el golfo Pérsico, Daraa atraía a gente de toda la región, ya fuera como destino último o como un alto en el camino. Sin embargo, en el fondo, su población estaba formada por una est

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