Palabras para sobrevivir

Joshua M. Greene
Renee Hartman

Fragmento

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HERTA: Me llamo Herta Myers. Soy la hermana pequeña de Renee. Nací dos años después que ella, en 1935. De pequeña, yo era la única niña sorda de nuestra ciudad. En nuestra familia había varias generaciones de personas sordas como yo, y eso incluía a nuestra madre, Henrietta, y a nuestro padre, Julius. Nos comunicábamos utilizando la lengua de signos.

RENEE: Nos criamos en Bratislava, la capital de lo que entonces se llamaba Checoslovaquia. Muchos años después de la Segunda Guerra Mundial, Checos­lovaquia se dividió en dos estados independientes, la República Checa y Eslovaquia. Por entonces, Bratislava era una ciudad de 120.000 habitantes, 15.000 de ellos judíos. En 1939, cuando los nazis ocuparon nuestra ciudad, buena parte de nuestro país pasó a llamarse República Eslovaca, pero quedó bajo el control de Alemania. Había muchos alemanes étnicos que vivían en Bratislava y sus alrededores.

Los judíos que vivían en los barrios más elegantes de Bratislava recibieron la orden de abandonar sus hogares y trasladarse a lo que se conocía como Casco Antiguo, que era un gueto para los pobres. Allí nos fuimos a vivir mi familia y yo, a un piso en la cuarta planta de un viejo edificio de ladrillo. Cuando hacía buen tiempo, mi hermana y yo cultivábamos guisantes envolviéndolos en bolas húmedas de algodón. Poníamos las bolas en macetitas llenas de tierra y las dejábamos en el alféizar de la ventana. Luego nos pasábamos semanas observando los zarcillos que brotaban de los guisantes y se enroscaban en la barandilla de hierro de la ventana. Desde allí, por la noche, también veíamos a nuestro padre cuando volvía del trabajo.

Como los nazis habían prohibido a los niños judíos ir al colegio, empecé mi educación formal después de la guerra, cuando ya tenía casi doce años. La única materia en la que no tuve que ponerme al día fue la lectura, porque mi padre me había enseñado a leer cuando yo tenía cinco años. Recuerdo lo contenta que me puse cuando mis padres me regalaron varios libros en mi quinto cumpleaños. Aquel año, mi madre se enfadó muchas veces conmigo porque nunca le contestaba cuando me llamaba. Siempre tenía la nariz metida en algún libro.

HERTA: Nuestros padres eran inteligentes, pero al ser sordos no habían ido a ningún colegio clásico. Los dos habían estudiado en el Colegio para Sordos de Viena. Después de graduarse, mi padre se convirtió en maestro joyero y mi madre empezó a trabajar como modista.

RENEE: Después de que los nazis ocuparan Bratislava en 1939, empezaron a entrar con regularidad en las casas de los judíos y los obligaban a entregar todas las joyas y objetos de plata que tenían. Como mi padre era un experto en joyería, la empresa eslovaca para la que trabajaba le ordenó que fundiera la plata robada y fabricara con ella cálices y crucifijos para las iglesias de la ciudad. Recuerdo lo triste que volvía a casa con los diseños para fabricar esos objetos.

HERTA: Al principio, mis padres querían que yo también estudiara en el Colegio para Sordos, como ellos, pero cuando los nazis tomaron la ciudad, a mis padres les daba miedo que un día me fuera al colegio y no volviera nunca. Así que nos mudamos a Brno, que estaba a unos cien kilómetros al oeste de Bratislava. Allí vivía una numerosa comunidad judía y durante un tiempo nos sentimos cómodos.

Mi padre intentó escolarizarme en casa, pero yo era muy vaga y la mayoría de las materias no me interesaba. «¿Y si dejamos esa materia para mañana —le decía—, o para pasado mañana?». Luego salía corriendo a la calle y paseaba por Brno con mi hermana, Renee. Como yo era sorda, tenía que confiar en que ella quisiera jugar conmigo, y algunas veces me quejaba a mi madre y le decía que me sentía sola. Mi madre siempre estaba dispuesta a dedicarme tiempo y atención, así que, a pesar de la soledad, me consideraba una niña feliz.

RENEE: Conservo un recuerdo de la presencia alemana en aquella época, del día en que Hitler recorrió Brno en un coche rodeado de soldados alemanes. Todos los no judíos de Brno salieron a la calle a recibirlo con banderas nazis, pero recuerdo que mi padre nos dijo a Herta y a mí que no nos acercáramos a la multitud.

—No vamos a demostrarle apoyo —dijo.

Estoy segura de que no se trataba únicamente de lo que había dicho mi padre. Sin duda, sabía que para nosotras, dos niñas judías, era peligroso salir cuando había tantos no judíos en las calles vitoreando a Hitler. Es evidente que tenía miedo de que nos ocurriera algo. A los seis años de edad yo no sabía nada de política, aunque recuerdo que me sentía cómoda e incómoda a la vez; cómoda porque hablaba alemán, como muchas de las personas que nos rodeaban, pero incómoda porque la mayoría de nuestros vecinos nos odiaban por el mero hecho de ser judíos.

Mis padres debieron de decidir que, ahora que Hitler había visitado Brno, las cosas irían a peor, de modo que nos comunicaron que regresábamos inmediatamente a Bratislava. Habíamos oído contar lo que los nazis les hacían a los judíos: los alemanes los detenían y los enviaban a «campos de desplazados». En aquella época, aún no habíamos oído el nombre «campos de concentración», pero, los llamaran como los llamaran, sabíamos que eran lugares peligrosos para los judíos. Como no queríamos correr el riesgo de que nos detuvieran y nos enviaran a un campo, hicimos las maletas y regresamos a nuestro piso de Bratislava.

Ya de vuelta en Bratislava, al principio no nos pasó nada. Los soldados se dedicaban a patrullar las calles como de costumbre. Luego todo fue a peor. Los soldados empezaron a pegar a los judíos, y los eslovacos antisemitas de la ciudad también se metían con nosotros y nos llamaban «¡Cerdos judíos!» y cosas peores cuando nos encontrábamos en la calle.

Los abusos empeoraron cuando los nazis obligaron a todos los judíos a coserse una estrella amarilla —la estrella de David, un símbolo del pueblo judío— en un lugar visible de la ropa. Era su manera de señalarnos en público. Un día, Herta y yo volvimos a casa y vimos a nuestra madre cosiendo estrellas amarillas en nuestros abrigos.

—No lo hagamos —le dije, con signos—. Si llevamos la estrella, entonces no podremos ocultar el hecho de que somos judíos y será aún peor para nosotros.

—No tenemos elección —respondió con tristeza, también en lengua de signos—. Tenemos que llevar la estrella. Es la ley.

Llevar esa estrella nos iba a complicar la vida a mi hermana y a mí, pues nos encantaba vagar libremente por la ciudad. Se nos ocurrió la idea de ponernos una bufanda y enrollárnosla en los hombros para que tapara la estrella del abrigo. Funcionó durante un tiempo y seguimos paseando por Bratislava. Aun así, teníamos miedo.

«¿Qué nos pasará —me preguntaba— si descubren que somos judías?».

HERTA: Nuestra madre siempre estaba muy ocupada en casa, cosiendo vestidos o haciendo limpieza. El taller de joyería de mi padre estaba a menos de un kilómetro; antes de que los nazis llegaran a Bratislava, yo solía visitarlo después del colegio. Las visitas terminaron cuando llegaron los nazis y nos obligaron a llevar la estrella amarilla. Si los alemanes nos pillaban sin la estrella, podíamos meternos en un lío. En Bratislava todo el mu

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