Pax

Sara Pennypacker

Fragmento

cap-1

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El zorro notó que el coche aminoraba la marcha antes que el niño, porque lo notaba todo primero. En las almohadillas de las patas, recorriéndole la espina dorsal, en los pelos sensibles de las muñecas. Por las vibraciones, también supo que la superficie de la carretera se había vuelto más irregular. Se incorporó del regazo del chico y husmeó los olores que se filtraban por la ventana y que le informaban de que se estaban adentrando en el bosque. Los aromas penetrantes del pino (madera, corteza, piñas y agujas) cortaban el aire como si fueran cuchillos, pero por debajo de todo ello, el zorro reconoció el olor suave de los tréboles, el ajo silvestre y los helechos, además de un centenar de especies que no conocía pero que olían a verde intenso.

Ahora el chico también notó algo. Atrajo a su amigo hacia sí y se aferró con más fuerza al guante de béisbol. La ansiedad del chico sorprendió al zorro. Las pocas veces en que habían ido antes en el coche, el chico había estado tranquilo, incluso emocionado. El zorro dio un empujoncito con el morro a la membrana del guante, a pesar de que odiaba el olor del cuero. El chico siempre se reía cuando hacía esto. Cerraba el guante alrededor de la cabeza del animal y jugueteaba con él, distrayéndolo.

Aquel día, en cambio, el chico alzó al animal y enterró la cabeza en su pelaje blanco, presionando con fuerza.

Fue entonces cuando el zorro se dio cuenta de que el chico estaba llorando. Se revolvió para observar su rostro y asegurarse. Sí, estaba llorando, pero en silencio, algo que el zorro nunca le había visto hacer. Aunque hacía mucho tiempo que el niño no lloraba, el zorro recordaba que siempre, antes de empezar, gimoteaba como si quisiera llamar la atención ante el hecho curioso de que el agua salada bajara como un torrente desde sus ojos.

El zorro le lamió las lágrimas y se desconcertó todavía más. No percibía ningún rastro de sangre. Se escabulló de los brazos del chico para inspeccionar con más atención a su amigo humano, nervioso ante la posibilidad de haber pasado por alto alguna herida, a pesar de que su olfato era infalible. No, no había sangre; ni siquiera el charco subcutáneo de un hematoma o la filtración de un hueso roto, cosa que había ocurrido una vez.

El coche giró a la derecha, y la maleta que tenían al lado se movió. Por el olor, el zorro sabía que contenía la ropa del chico y las cosas de su habitación que usaba con mayor frecuencia: la foto que guardaba en lo alto del armario y los objetos que escondía en el cajón de abajo. Pateó una esquina de la maleta, con la esperanza de abrirla lo suficiente como para que el débil olfato del chico oliera sus cosas favoritas y se sintiera reconfortado. Pero justo en ese momento el coche volvió a aminorar la marcha, esta vez para continuar ruidosamente a poca velocidad. El chico se desplomó hacia delante, con las manos en la cabeza.

Al zorro se le aceleraron los latidos del corazón y se le erizaron los pelos frondosos de la cola. El olor a metal carbonizado de la ropa nueva del padre le quemaba la garganta. Saltó hacia la ventana y la arañó. A veces, en casa, el chico solía subir una pared de cristal similar a esta cuando hacía este gesto. Siempre se sentía mejor cuando la pared de cristal estaba subida.

Pero ahora el chico volvió a atraerlo hacia su regazo y se dirigió a su padre en un tono de súplica. El zorro había aprendido el significado de algunas palabras de los humanos, y en aquel momento oyó cómo utilizaba una de ellas: «NO». A menudo, la palabra «no» iba seguida de uno de los dos nombres que conocía: el suyo y el del chico. Escuchó con atención, pero esta vez el chico se limitaba a repetir «NO» a su padre, una y otra vez.

El coche se detuvo bruscamente y se inclinó hacia la derecha, levantando una nube de polvo que se alzó al otro lado de la ventana. El padre volvió a girarse en el asiento, y después de decir algo con una voz suave que no encajaba con el olor a mentira, agarró al zorro por el pescuezo.

El chico no protestó, y por lo tanto el zorro tampoco lo hizo. Quedó colgando indefenso y vulnerable de la mano del hombre, pero estaba demasiado asustado para darle un mordisco. No parecía un buen momento para contrariar a los humanos. El padre abrió la puerta del coche y caminó sobre la grava y un tramo de hierba hasta llegar al límite del bosque. El chico bajó del coche y los siguió.

El padre posó al zorro sobre el suelo, y el animal se alejó rápidamente de su alcance. Clavó la mirada en los dos humanos, y se sorprendió al ver que ya medían prácticamente lo mismo. En los últimos tiempos, el chico había crecido mucho.

El padre señaló el bosque. El chico miró largamente a su padre, y los ojos se le volvieron a humedecer. A continuación se secó la cara con el cuello de la camiseta y asintió. Metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un viejo soldado de plástico, el juguete favorito del zorro.

El zorro se puso en alerta, listo para jugar. El chico lanzaría el juguete, y él lo encontraría, una hazaña que al chico siempre le parecía extraordinaria. Sujetaría el juguete entre los dientes hasta que el chico llegara y se lo arrebatara para volverlo a lanzar.

En efecto, el chico alzó el soldadito de juguete y lo lanzó hacia el interior del bosque. Aliviado (¡solo estaban jugando!), el zorro se despreocupó. Corrió hacia los árboles sin echar la vista atrás para ver a los humanos. Si lo hubiera hecho, habría visto cómo el chico se apartaba de su padre y se cubría el rostro con las manos, y hubiera regresado. Le habría ofrecido al chico lo que necesitara, fuera protección, distracción o afecto.

En vez de esto, se lanzó en pos del juguete. Encontrarlo fue ligeramente más difícil que de costumbre, porque el bosque estaba lleno de olores frescos y nuevos. Pero no tardó en hallarlo. Al fin y al cabo, el olor del chico también estaba en el juguete. Un olor que sería capaz de reconocer en cualquier lugar.

El soldadito de juguete yacía boca abajo sobre las raíces enrevesadas de un nogal, como si se hubiera ocultado allí desesperadamente. El rifle, incansablemente arrimado a su cara, había quedado enterrado hasta la empuñadura entre la hojarasca. El zorro liberó el juguete, lo recogió entre los dientes y se incorporó sobre los cuartos traseros para que el chico pudiera encontrarlo.

En la quietud del bosque, lo único que se movía eran los rayos de luz del sol que centelleaban como un cristal verde a través del espeso follaje. Se irguió un poco más. No había rastro del chico. Un temblor de preocupación recorrió el espinazo del zorro. Soltó el juguete y ladró. No hubo respuesta. Volvió a ladrar, y nuevamente no obtuvo más que silencio. Si se trataba de un juego nuevo, no le estaba gustando.

Recogió el soldadito de juguete y empezó a volver sobre sus pasos. Mientras atravesaba el bosque a grandes zancadas, un arrendajo pasó a toda velocidad por encima de él, graznando. El zorro se quedó petrificado, indeciso.

Su chico lo esperaba para jugar. Pero ¡los pájaros! Durante horas y horas había observado a los pájaros desde su corral, temblando al ver cómo surcaban el cielo con tanta temeridad como los relámpagos que a menudo veía en las noches de verano. La libertad de aquel vuelo siempre lo había hipnotizado.

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