La otra parte de mí

Fernando Jaso

Fragmento

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Si la felicidad no era eso, entonces debía de parecerse muchísimo.

Inspiró hondo y abrió los ojos. Encima de él tenía el cielo más bonito que había visto nunca, teñido de esos rojos y morados que solo ofrece el sol al atardecer, justo antes de ocultarse hasta el día siguiente. Debajo, el mar estaba quieto, en calma absoluta, precioso en esa hora en la que todavía guarda la poca luz que le queda al día. Delante, un horizonte limpio y despejado, lleno de buenas vibraciones y promesas susurradas por la brisa que llegaba desde algún rincón lejano del mundo.

Una auténtica maravilla.

Hacía tiempo que quería darse un respiro. Llevaba un año de lo más ajetreado y necesitaba disfrutar de unos días de relax. Mantener diariamente sus redes sociales y todas esas pequeñas aventuras cotidianas que hacen que a final de año estemos todos cortos de batería le habían dejado hecho polvo. Pero ahora se sentía tranquilo, en paz. Habían bastado unas pocas horas para recuperar energías y su mente, agotada unas horas atrás, volvía a llenarse lentamente con nuevas ideas y planes para el próximo año.

Claro que, carpe diem, lo mejor que podía hacer era aprovechar el momento. Y, si el atardecer que tenía frente a él era espectacular, todavía lo era más lo que había a sus espaldas: una playa enorme y vacía, oculta por la vegetación y cubierta por una finísima arena blanca; una destartalada furgoneta roja comprada de segunda mano; unas cuantas tiendas de campaña y, sobre todo, sus amigos. Con ellos era con quienes pretendía compartir la tranquila y fresca noche de verano que prometía el cielo.

Mientras nadaba tranquilamente hacia la orilla, vio que sus amigos ya habían terminado de apilar ramas secas sobre la arena. Erik se acercó con cautela y, un segundo después, una luz anaranjada nació en el interior del montón de leña. Para cuando salió del agua y se acercó, el fuego ya le llegaba hasta la cintura. Sus amigos se habían sentado a su alrededor y hablaban al son de la música de un pequeño altavoz portátil. Fernando aspiró el aire, y el olor a madera quemada se mezcló con el aroma salado de la brisa marina. El aire estaba lleno de risas.

—¡Vaya, vaya! —dijo Manu, lanzándole algo de beber—. ¡Pero si es nuestro querido amigo Fernando! Empezaba a pensar que te habías convertido en sireno.

—Estaba tan a gusto que no quería volver y que me lo estropeases —dijo Fernando, sacándole la lengua.

Todos rieron con ganas y le hicieron sitio junto al fuego. Con la toalla alrededor de la cintura y todavía chorreando, se sentó sobre la arena y apoyó la espalda contra el tronco que habían colocado allí como asiento. Un poco más allá, Erik, el experto cocinero del grupo, se desesperaba intentando que Marina no robara nada del plato hasta que hubiera terminado. Manu contaba una historia mil veces repetida sobre algo que habían leído en alguna parte. Sentada a su lado, Irena reía, se sorprendía y fingía escandalizarse de vez en cuando. Fernando los miró a todos, feliz de pasar con ellos una noche tan perfecta. Durante un rato, se quedó callado, bebiendo, escuchando, dándose el lujo de disfrutar de su compañía.

—¿Y tú, Fer? —la voz de Marina le sacó de pronto de sus pensamientos.

—¿Yo?

—¡Ya estaba otra vez perdido en las nubes! —rio Manu—. ¡Este chico no tiene remedio!

—Estábamos hablando sobre los tatuajes —explicó Irena, señalando los dibujos que cubrían el torso y los brazos de Fernando—. Manu dice que la gente se los hace por postureo, pero yo creo que pintarse algo en la piel tiene que tener algún significado, ¿no?

—En Japón la gente se los hacía para contar las historias y experiencias que habían vivido a lo largo de su vida —apuntó Erik—. Cada historia se convertía en un recuerdo, y cada recuerdo en un dibujo que lo representaba. Y, si mirabas todos los dibujos juntos, podías leer la historia de esa persona.

—O sea, ¿que cada uno llevaba encima su propia red social? —propuso Manu.

—¡Pues menudo dolor debía de ser hacer actualizaciones! —rio Fernando.

Los demás le contestaron con una carcajada.

—Olvídate de que Fernando te cuente sus historias —dijo Erik, encogiéndose de hombros—. Aquí el colega nunca suelta prenda.

—Va, Fer. Cuéntanoslo —pidió Irena, con ojos suplicantes—. ¿Por qué te los hiciste?

Fernando miró su piel tatuada y su rostro se torció en una enigmática sonrisa.

—¿De verdad queréis saberlo?

Todos sus amigos se apiñaron inmediatamente en torno a él. Erik y Marina le habían preguntado muchas veces sobre el tema, pero Fernando siempre lo evitaba o les decía que nunca le creerían si se lo contaba.

—¡Sí! —pidió Irena—. ¡Por favor!

Fernando inspiró hondo.

—No me los hago yo. Aparecen solos.

Una mueca de sorpresa asomó en la cara de su improvisado público.

—Sí, claro —rio Manu—. ¡Y yo soy un marciano!

—Un poco marciano sí que eres, sí —rio Fernando.

Todos rieron con él, pero al rato se dieron cuenta de que sus ojos estaban serios y brillaban al calor de las llamas de la hoguera como rubíes.

—Pero es verdad. Son recuerdos. Recuerdos que aparecen en mi piel cuando algo me marca de forma intensa. Así que, en mi caso, es verdad que cuentan historias.

Hubo un pequeño silencio expectante y, de pronto, todos se echaron a reír de nuevo.

—¡Ja! —exclamó Manu—. Por un momento me lo había creído, idiota.

—Aunque podrías contarnos por qué te hiciste ese, por ejemplo —insistió Irena.

Fernando se quedó unos segundos muy quieto. Tanto que sus amigos se preocuparon un poco. ¿Quizá habían dicho algo que le había sentado mal? Pero, poco después, Fernando volvió a recostarse sobre el tronco de madera, respiró hondo y, sin despegar los ojos de la hoguera, empezó a hablar.

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