Crypta (Trilogía Eblus 2)

Care Santos

Fragmento

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Contenido

Portadilla

Créditos

I. PARA EMPEZAR

Monasterio de San Juan de la Peña. Año 1075

II. EL BLOG DE NATALIA (1)

Cuando crezca te seguiré queriendo

La pieza que no encaja

Labios con sabor a chicle de menta

Todo lo malo que sigue a todo lo bueno

Explicaciones redundantes o necesarias (cada cual que piense lo que quiera)

Los profesores de educación física odian los incendios provocados

Ya es hora de contar la misma historia desde mi punto de vista

Los peones del ajedrez

Lo otro

La verdad y nada más que la verdad

Una curiosa forma de escapar del dolor (o de intentarlo)

La verdad puede matar

Por favor, deja que me presente...

III. EL VIAJE

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IV. TÁRSILA

V. CRYPTA

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VI. EL BLOG DE NATALIA (2)

Hola

Bajo la cama

Vida familiar un poco extraña

No entiendo nada

Seis pares de ojos

Hace tiempo que deberíamos haber tenido esta conversación

Nocturna

VII. MI AMOR ES UNA ROSA NEGRA

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Epílogo

Notas

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I. PARA EMPEZAR

I

PARA EMPEZAR

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Hablar y enseñar le corresponde al maestro.

Callar y escuchar es cosa del discípulo.

Regula monasteriorum

SAN BENITO DE NURSIA (AÑO 540)

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Monasterio de San Juan de la Peña. Año 1075

Monasterio de San Juan de la Peña

Año 1075

Un hombre solo, vestido con una capa de terciopelo negro hasta los pies y con el rostro escondido dentro de un capuz, se detiene bajo la enorme peña. Es la hora del atardecer, y el sol se encuentra ya al otro lado del mundo, muy lejos de aquí. El monasterio se sumerge lentamente en las sombras de la tarde, que en este lado del monte parecen llegar mucho antes. Hace un frío tan intenso que es imposible respirar profundamente sin sentir en el acto una punzada de dolor. El silencio es tan hondo que parece vaticinar el fin de toda la actividad del mundo. Solo un rumor de hojas o el ulular de algún ave nocturna llegan de vez en cuando. El resto de los animales que habitan estos montes están a resguardo dentro de sus madrigueras. Es como si la muerte rondara por allí.

El recién llegado sonríe, satisfecho. Observa la piedra de color ocre, el recodo del camino donde los muros se alzan y piensa que este lugar tiene algo de locura, de obra de visionario. Había oído hablar de él, pero ahora que lo contempla, siente lo mismo que ante las obras de arte: por mucho que te las expliquen con lujo de detalles, nada supera verlas con los propios ojos. Allá arriba, más allá de la peña enorme bajo la que se construyó el pequeño monasterio, adivina una pradera soleada y piensa que jamás tuvo la tierra mejores cimientos. Echa a andar y el eco de sus pasos recorre las montañas muertas. Llega a la puerta principal y la golpea tres veces con la aldaba. El ruido perturba sus oídos, acostumbrados a esta quietud casi sobrenatural.

Un fraile joven asoma su cara de susto por una rendija de la puerta. Mira al viajero de arriba abajo, con ojos de no poder creer. No debe de estar muy acostumbrado a las visitas.

—La paz del Señor sea con vos —susurra el monje joven, a quien el frío parece haber robado la voz.

—Y con vos, hermano —contesta el recién llegado, con voz ronca y profunda—. Llego de muy lejos con la intención de ver al padre Aquilino, vuestro prior mayor.

El portero niega con la cabeza.

—Me temo que eso no es posible. El prior mayor no se encuentra en disposición de ver a nadie. Sin duda, no sabéis que está...

—¿Agonizando? Lo sé. Esa es la razón por la que estoy aquí. Fue su expreso deseo que le visitara en su lecho de muerte.

El joven observa al viajero con desconfianza. Dice llegar de lejos, pero trae las manos vacías. Evalúa cada pliegue de su atuendo. Repara en su sortija de oro en forma de pirámide. Es grande y aparatosa, propia de un gran hombre. O de un soberbio. Duda si debe o no dejarle pasar. Pregunta, para ganar tiempo:

—Entonces, ¿conocéis al padre Aquilino?

—Desde antiguo.

—¿Y decís que fue él quien os mandó llamar?

—Así podríamos decirlo.

El monje portero es demasiado joven para enfrentarse a grandes decisiones. Prefiere, sabiamente, arriesgar antes que equivocarse. Abre la puerta e invita al desconocido a pasar, extendiendo el brazo.

—Entrad, hermano. Os aconsejo que no os despojéis del abrigo. La casa es gélida y las tristes circunstancias por las que atravesamos hacen que lo parezca más aún.

El visitante sigue al frailecillo y comprueba en el acto que lo que acaba de advertirle es del todo cierto. Dentro de aquellas gruesas paredes de piedra el frío parece aún más vivo que fuera de ellas. «La muerte nunca ayuda a caldear el ambiente», piensa el visitante. El joven abre el paso y de vez en cuando vuelve

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