Olympia 7 - Verano en blanco

Almudena Cid

Fragmento

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Allí había empezado todo. En el IVEF. Olympia estaba de vuelta en Vitoria, enfrente del pabellón de enormes cristaleras y cemento, pensando que parecía imposible que aquel edificio tan frío guardara en su interior un deporte tan artístico. Los pabellones de gimnasia rítmica podrían ser de colores, alegres, divertidos. Como las carpas de circo, o como un teatro decorado por dentro y por fuera para un espectáculo.

«Aunque como se les ocurriese llenar las paredes de cristales de Swarovski igual que hacemos con los maillots, ¡iba a ser un lío para Rufino!», pensó mientras se bajaba de su bicicleta azul, esa que le habían traído los Reyes antes de mudarse a Madrid y que casi no había usado.

Era una mañana de verano estupenda, con el cielo limpio y calorcito en la calle, y había decidido pasarse por allí a saludar a sus antiguas compañeras. Patricia, Irene e Isabel seguían en el equipo de Iratxe, y aunque ya habían terminado el colegio, todavía les quedaban unas semanas de entrenamiento. Estaba deseando verlas. Lo que se le iba a hacer raro era entrar en el pabellón y no ver a Ortzi, pero su amigo seguía en el Centro de Alto Rendimiento de Barcelona.

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Tiró con fuerza de la puerta de entrada, que todavía se atascaba un poco en el mismo punto de siempre, y luego miró alrededor buscando al encargado del pabellón, que para las chicas y la entrenadora era casi uno más del equipo. Y pensar que cuando lo vieron por primera vez a Carmen y a ella hasta les dio un poco de miedo... Rufino, el Bedel Asesino, el Amo de las Llaves y los Langostinos. Ahora ya sabía que en su cuarto no había una mazmorra y rottweilers del infierno, sino colchonetas y aparatos de rítmica, y que el único potro era de gimnasia y no de tortura. Tenía ganas de verle.

Solo que allí no se oía nada. Asomó la cabeza por la puerta de cristal de doble hoja, grande y pesada, que daba al espacio de entrenamiento; la misma en la que había dibujado un corazón sobre el vaho el día que empezó su nueva etapa como gimnasta. Nadie a la vista. ¿Dónde estaba todo el mundo?

—¡Holaaaaa! —gritó.

Nada de nada.

Aunque enseguida empezó a oír unos ruidos raros, que salían del otro lado de la puerta del cuartito de Rufino. Primero un golpe. ¡Catacrac! Luego oyó cómo refunfuñaba, y después empezó a sonar igualito que cuando su padre llegaba a lo alto del monte Zaldiaran, como cuando has corrido un montón y parece que se te van a salir los pulmones por la boca.

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—Buffff, bufff, bufff...

Oly, que se había quedado detrás de la puerta, entró corriendo y se encontró el mismo almacén donde ella vivió su pequeña aventura a oscuras con sus compañeras, y a Rufino en el suelo, entre los aros y las pelotas y en una posición un tanto curiosa.

—¡Anda, si eres una esfinge! —se le escapó a Olympia nada más verlo, con una sonrisa bien grande.

Rufino estaba tumbado boca abajo, bien estirado, con los antebrazos apoyados en el suelo, y trataba de levantar la cabeza y la parte dorsal del cuerpo. Ella había oído un ruido fuerte, ¿se habría pegado un batacazo y estaba intentando levantarse?

Al oírla, el conserje se llevó tal susto que se le resbalaron los antebrazos y se ganó otro trompazo contra el suelo. «Menos mal que por lo menos antes se ha caído encima de una colchoneta», se dijo Olympia.

—¡Qué esfinge... y qué ocho... cuartos! —gruñía Rufino todavía con la respiración entrecortada mientras se incorporaba tratando de colocar todas las vértebras en su sitio. Era casi del equipo y ya no les daba miedo, es verdad... pero seguía teniendo su genio. Y si no, que alguna probase a subirse al ascensor sin su permiso.

Oly se echó a reír.

—Es que eso es lo que hacemos nosotras para calentar. Es la Esfinge, como la que hay en Egipto. Los hombros tienen que estar hacia atrás y la cabeza al frente con la barbilla alta, formado un ángulo de noventa grados —le explicó, aunque no le dijo que él más bien parecía una tabla de surf—. Sirve para estirar bien la columna y...

—Pues aquí no hay ni esfinges de esas ni pirámides ni camellos —la cortó sin más Rufino—. ¿O tú ves pirámides?

Olympia lo miraba sin enterarse de nada.

—¿Pirámides? No.

—¿Y camellos?

—Eeeeh... Tampoco —dijo Olympia.

—Pues menos mal, porque íbamos a estar muy apretados aquí dentro.

Ella se echó a reír otra vez y él, que ya se había levantado, fue a darle un abrazo.

—¡Rusita! —le dijo, ya sonriente, mientras se frotaba la barbilla. Le estaba empezando a salir un chichón en la punta y parecía que tenía una barbilla doble.

—¿Te duele? ¿Te has caído?

—¿Qué? No. Yo... No, no —respondió mientras empezaba a ponerse rojo.

«¿Le habrá dado vergüenza que estuviese yo aquí cuando se ha resbalado?»

—Hay que ver cuánto has crecido, Rusita —decía ahora el conserje, tratando de cambiar sí o sí de tema.

Oly bajó la cabeza para mirarse de arriba abajo: es verdad que desde que se mudó a Madrid había pegado un pequeño estirón, podía notarlo tomando como referencia la mesa de la entrada donde trabajaba Rufino. Ya no le llegaba a la cintura, le quedaba a la altura de la cadera.

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—¿Ya puedo usar el ascensor? —le dijo de broma.

—No.

—¿Olympia?

Una voz se coló en la charla y Oly se dio la vuelta con la misma tensión que la primera vez que la oyó decir que se acercara a saludar a sus nuevas compañeras. Era Iratxe y, no sabía por qué, con ella Olympia siempre se sentía como si no hubiera pasado el tiempo. Le tenía un respeto enorme y aún sentía que necesitaba su aprobación para todo. Es rara la relación entre una gimnasta y una entrenadora, cuando la entrenadora es buena de verdad: se convierte en un maestro, un guía, a la vez alguien de confianza y una persona de autoridad. Eso era algo que también sentía con Maya.

—Ira...

Se acercó hacia ella para darle un abrazo, mientras Rufino refunfuñaba algo sobre adelantarse a los horarios y sobre que no podía tener dos minutos tranquilos.

—Me alegro de verte —dijo su antigua entrenadora, y por cómo lo decía, sí que parecía muy contenta. Y orgullosa.

Para los entrenadores de club no es fácil trabajar con sus gimnastas y saber que cuando realmente empiezan a despuntar y pueden disfrutar con sus progresos, el equipo nacional las selecciona y tienen que desprenderse de ellas. Es un sentimiento ag

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