Los juegos olímpicos de Atlanta (Serie Olympia 9)

Almudena Cid

Fragmento

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Al final del entrenamiento, el tapiz del Moscardó parecía la sala de equipajes de un aeropuerto. Había llegado la equipación para los Juegos Olímpicos de Atlanta y ahora un montón de maletas iguales ocupaban el 13x13 central, así que todas estaban ansiosas por abrir las cremalleras y descubrir la ropa que llevarían durante dos semanas.

—Va a ser roja y amarilla —decía en ese momento Olympia.

—Seguro que también lleva azul marino —contestó Laura. No solo conocía a todas las gimnastas de generaciones anteriores, sino también sus equipaciones, y casi todas las que ha tenido el equipo nacional llevaban ese color.

—¿Y desde cuándo la bandera española lleva azul? —se coló Ardilla—. Si hiciéramos vela o algún deporte de agua, todavía...

—¡Natación sincronizada! —dijo Carmen, que seguía recordando muy bien su viaje a Roma y su baño «sincronizado» en las termas.

—Chicas, un poco de silencio, por favor —las interrumpió Rita.

Cuando se dieron la vuelta, las cuatro amigas vieron que el presidente de la Federación Española de Gimnasia las miraba con una sonrisa. Había llegado al Moscardó para darles las mochilas y desearles suerte a ellas y al equipo técnico, y allí de pie en mitad del pabellón, vestido con traje de chaqueta, parecía más fuera de lugar que un buzo en un castillo hinchable.

—Podía haber venido en chándal —susurró Ardilla.

—Como los entrenadores de fútbol, que siempre van con traje y corbata —la siguió Oly—. Creo que confunden «banquillo» con «banquete».

—¿Os imagináis a Maya con un vestido de fiesta esperando en el Kiss and Cry después de nuestra actuación en los Juegos?

A Olympia se le escapó una carcajada nada más decirlo, se la contagió a Laura, y las dos se taparon la boca con las manos, mientras su entrenadora las miraba con cara de malas pulgas. Por suerte, el presidente se lo tomó mucho mejor que ella. Esperó a que todo estuviera en silencio y por fin anunció lo que se estaba guardando:

—He venido a daros una noticia. Como alguna quizá haya oído ya, a la vuelta de Atlanta y las vacaciones de verano empezaréis a entrenar en otro pabellón y... —El presidente se detuvo en seco—. ¿Quién ha dicho eso?

Laura había soltado un «¡oooooh!» que se había oído hasta en el chalet de Canillejas, y luego se había escondido, roja de vergüenza, detrás de Carmen. La microgimnasta no es que tapase mucho que digamos, así que se la veía sin problema.

—¿Y qué va a pasar con el Moscardó? —preguntó Olympia mientras Laura refunfuñaba algo sobre respetar «la antigua casa de Moskaya Buzzeskaya». A su amiga le costaba un montón adaptarse a los cambios, y Oly tampoco estaba contenta: no quería pensar que tendría que despedirse del palo clavado en el techo.

—Os hemos buscado un sitio mejor, ya lo veréis —dijo el presidente, esquivando la respuesta—. Seguro que os gusta —prometió con aire misterioso, y antes de que nadie pudiese cortarle de nuevo añadió—: Igual que espero que os guste lo que hay dentro de esas maletas. ¿Es que nadie quiere verlo?

Todas a una se lanzaron sobre las bolsas en el tapiz, y empezaron a sacar prendas como un mago saca pañuelos de su chistera. Parecía la noche de Reyes.

—Pantalón largo —decía una levantando la prenda al aire.

—¡Y corto! —decía otra.

Camiseta de manga larga, de manga corta, de tirantes, zapatillas de calle, de deporte, gorra, neceser, mogollón de calcetines.

—Chándal de competición —seguía la lista a voces.

—Chándal de entrenamientos.

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—Falda de tubo —dijo de pronto Olympia.

—¡¿Quéééééééé?! —le contestaron todas a la vez.

—Te han mandado la maleta para las azafatas de vuelo, Oly —se rio Ardilla, buceando dentro de la suya—. Yo no tengo nada de... —se calló de golpe, se incorporó y se quedó mirando a Olympia, con un zapato de tacón en cada mano.

Para entonces, también Laura sujetaba la falda de tubo y los zapatos, además de un pañuelo de seda, una chaquetita entallada, un sombrero y un bolsito de vestir.

—¡Es la ropa del desfile de inauguración de los Juegos!

Las interrumpieron unas palmadas:

—Venga, todo a las mochilas, ya os lo probaréis en el chalet luego —dijo Maya—. Va siendo hora de irse.

Mientras el presidente se despedía de Maya y del equipo técnico y les deseaba suerte, Olympia se inclinó hacia el resto de sus compañeras, juntaron cabeza con cabeza y, cuando se separaron, echaron a andar muy decididas, como un pelotón, hacia la enorme puerta que custodiaba la sala de entrenamiento.

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Habían vivido mucho en el Moscardó. Cada una de ellas había estado a punto de darse de cabezazos contra esa puerta después de un mal entrenamiento, pero todas habían mantenido la confianza y habían seguido entrenando, y entrenando, y entrenando. Habían aguantado.

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—Si ya no vamos a volver aquí —les había dicho Olympia a sus compañeras—, tenemos que dejar nuestra huella.

—¿Quieres que nos llevemos la puerta de madera? —preguntó Laura, que no se enteraba—. Pues vaya lío para subirla al autobús.

—¿Y dónde la meterías? —se rio Estrella.

Oly negó con la cabeza.

—Más bien estaba pensando... ¿y si todas firmamos en ella?

—¿Quién tiene un boli? —preguntó Carmen, ya delante de la puerta. Quería firmar la primera, por si le quitaban el sitio en la parte más bajita. ¡No quería firmar a saltos!

—Un boli no, mejor con esto —dijo Ardilla, que sujetaba en la mano un trozo de pared, que iba a hacer de tiza.

—Está claro que nos cambian de pabellón porque este empieza a caerse a cachos —dijo Olympia, mientras pensaba que, en vez de la pared, ya podía haber caído el palo para quedárselo de recuerdo. ¿Podría hacer algo para rescatarlo de lo alto del techo? Mmm..., tendría que pensarlo.

Una tras otra, las ocho chicas que iban a viajar a Atlanta dejaron su nombre escrito en la gran puerta de madera. Fue como cerrar una etapa, pasar página: durante mucho tiempo aquel lugar había sido el escenario donde crear nuevas emociones, ilusiones, retos y sueños. Ahora uno de ellos, uno de los más grandes, estaba a punto de cumplirse: tres días más, y estarían todas volando rumbo a sus primeros Juegos.

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