Pensar con el estómago

Emeran Mayer

Fragmento

cap-2

1

La relación entre la mente y el cuerpo es real

Cuando empecé a estudiar medicina, en 1970, los médicos consideraban que el cuerpo humano era una máquina compleja formada por un número limitado de piezas. Duraba unos setenta y cinco años de media, siempre y cuando se cuidara y alimentara con el combustible adecuado. Como un coche de alta gama, funcionaba bien mientras no tuviera accidentes importantes o alguna pieza sufriera daños irreversibles. Bastaba con acudir a contados chequeos a lo largo de la vida para prevenir grandes males ocasionales, pues tanto la medicina como la cirugía contaban con herramientas muy sofisticadas para poner remedio a problemas graves como infecciones, heridas o enfermedades coronarias.

Sin embargo, en los últimos cuarenta o cincuenta años, algo fundamental ha fallado en nuestra salud, y aquel viejo modelo ya no sabe explicar ni aporta ninguna solución a los nuevos problemas. Lo que sucede ya no puede explicarse sencillamente con que tal órgano o tal gen no funcionan bien. Empezamos a darnos cuenta de que los mecanismos complejos que regulan y permiten que tanto nuestro cuerpo como nuestro cerebro se adapten con rapidez a los cambios del entorno también reciben el impacto de los cambios en el estilo de vida. Estos mecanismos no operan de forma autónoma, sino que son partes de un todo. Regulan la ingesta de comida, el metabolismo y la masa corporal, el sistema inmunológico y el desarrollo y la salud del cerebro. Apenas empezamos a entender que los intestinos, los microbios que viven allí (la flora intestinal) y las moléculas de señalización que estos producen gracias a su microbioma, conformado por innumerables genes, son uno de los sistemas reguladores más importantes.

En este libro tengo la intención de ofrecer un nuevo y revolucionario punto de vista sobre la forma en que el cerebro, el aparato digestivo y los trillones de microorganismos que viven allí se comunican entre ellos. En concreto me centraré en el papel de estas relaciones para mantener sanos el cerebro y los intestinos. Analizaré también las consecuencias negativas que puede tener la interrupción de esta comunicación sobre la salud de ambos órganos, a la vez que propondré diferentes caminos para llegar a gozar de buena salud por medio de restablecer y mejorar las comunicaciones entre el cerebro y el aparato digestivo.

Seguí estudiando en la facultad de medicina, pero el punto de vista tradicional que imperaba ya no me convencía del todo. A pesar de lo mucho que se sabía acerca de los sistemas orgánicos y el funcionamiento de las enfermedades, me sorprendía que casi nunca se mencionara al cerebro, que es muy posible que estuviera involucrado en enfermedades tan comunes como las úlceras estomacales, la hipertensión o el dolor crónico. Además, en las rondas hospitalarias había tenido ocasión de ver a pacientes que no recibían un diagnóstico concreto para los síntomas que padecían aun si se habían sometido a toda clase de investigaciones y estudios. Sus síntomas por lo general tenían que ver con el dolor crónico en distintas partes del cuerpo: la tripa, la zona pélvica y el pecho. De modo que cuando cursaba el tercer año en la facultad de medicina, y llegó el momento de empezar con la tesis, decidí estudiar la forma biológica en la que el cerebro interactúa con el cuerpo, con la esperanza de comprender mejor la mayoría de las enfermedades comunes que he mencionado antes.

A lo largo de varios meses acudí a numerosos médicos de distintas especialidades. «Señor Mayer», me dijo el profesor Karl, titular de medicina interna de la universidad, «todos sabemos que la psique desempeña una tarea importante en las enfermedades crónicas, pero a día de hoy no hay forma científica de estudiar este fenómeno clínico, por lo que le será imposible redactar una tesis sobre el tema».

El modelo de enfermedad del profesor Karl, compartido por la totalidad del sistema médico, funcionaba a la perfección para ciertas dolencias graves, enfermedades que aparecen de repente o duran poco, o ambas cosas, en infecciones, ataques de corazón o emergencias quirúrgicas, como una apendicitis. Basándose en los éxitos conseguidos en estos campos, la medicina moderna se había ido afianzando. Apenas quedaba alguna enfermedad infecciosa que no se pudiera curar con el más fuerte de los antibióticos. Las técnicas quirúrgicas más avanzadas prevenían y curaban muchas enfermedades. Las partes dañadas podían quitarse y reemplazarse. Bastaba con resolver los más ínfimos detalles de ingeniería que permitían que cada parte de la máquina funcionara. Nuestro sistema de asistencia sanitaria dependía cada vez más de las tecnologías más modernas y hacía bandera de un optimismo generalizado según el cual incluso los problemas de salud crónicos con mayor índice de mortalidad, como el azote del cáncer, podrían resolverse algún día.

Cuando en 1971 el presidente Richard Nixon aprobó la Ley Nacional contra el Cáncer, la medicina occidental adquirió una nueva dimensión y una inédita metáfora militar. El cáncer se convirtió en el enemigo nacional, y el cuerpo humano, en un campo de batalla. Los médicos usaron la táctica de tierra quemada para deshacerse de la enfermedad, empleando químicos tóxicos, radiaciones letales e intervenciones quirúrgicas para atacar las células cancerígenas cada vez con más fuerza.

La medicina ya solía usar, con éxito, una estrategia similar para combatir las enfermedades infecciosas: suministrar a diestro y siniestro antibióticos de amplio espectro, que matan o detienen varias especies distintas de bacterias, para aniquilar las causantes de una enfermedad. En ambos casos, siempre y cuando se alcance la victoria, los daños colaterales se convierten en un riesgo aceptable.

Durante décadas, el modelo mecanicista y militar de la enfermedad formó parte del día a día de la investigación médica: pensábamos que el problema podía resolverse siempre que pudiera repararse la parte afectada de la máquina; no había necesidad alguna de entender la causa última. Esta filosofía ha conducido a tratamientos contra la hipertensión que usan bloqueadores beta y antagonistas del calcio para bloquear las señales anormales que el cerebro envía al corazón y a los vasos sanguíneos, e inhibidores de la bomba de protones para tratar las úlceras gástricas y la acidez por medio de reprimir la producción excesiva de ácido en el estómago. Ni la medicina ni la ciencia han prestado nunca demasiada atención al mal funcionamiento del cerebro, que es la causa primaria de todos esos problemas. A veces falla el acercamiento inicial, en cuyo caso se intensifican los esfuerzos, pero solo como último recurso. Si los inhibidores de la bomba de protones no calman la úlcera, siempre se puede cortar el nervio vago, el fajo de fibras nerviosas que conecta el cerebro con los intestinos.

No cuestiono que algunas de estas formas de actuar hayan funcionado con éxito, por lo que, durante años, ni el sistema médico ni la industria farmacéutica han tenido necesidad alguna de cambiarlo; y, de entrada, tampoco se presiona al paciente para prevenir que se desencadene el problema. Es decir, no parece que haya necesidad alguna de tomar en consideración la labor destacada del cerebro y las distintas señales que manda al cuerpo en situaciones de estrés o en estados mentales negativos. Los antiguos remedios contra la hipertensión, las enfermedades coronarias y las úlceras gástricas se

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos