Bienestar total

Phoebe Lapine

Fragmento

Título
plecap

Prefacio

PASAR DE LA ALIMENTACIÓN DE MODA
A ENCONTRAR EL “EQUILIBRIO”

Enfermarse, mejorar y sentar las bases
de un hedonismo saludable

Siempre había creído que las imperfecciones en la piel eran una consecuencia negativa de la adolescencia y que, al igual que los frenos y los rayitos de colores en el cabello, quedarían atrás cuando terminara la preparatoria. No obstante, apenas un año antes de cumplir los treinta, no se me quitaba aquel sarpullido rosado alrededor de la nariz y la boca.

Era mediados de diciembre, durante aquel invierno que desató el vórtice polar y que obligó a los habitantes de la Costa Este de Estados Unidos a importar ropa invernal de Canadá. Podría haber culpado de mi irritación facial a los vientos gélidos provenientes del río Hudson que me atacaban cada vez que salía de mi apartamento en Manhattan, pero en el fondo conocía este sarpullido muy bien.

img13La dermatitis perioral se asentaba en mi rostro más o menos una vez al año desde que me gradué de la universidad. Cada vez que aparecía, debía ir al consultorio de mi dermatóloga para que me dieran unas cuantas inyecciones dolorosas de esteroides y ungüentos medicados. Por lo regular, aquel ataque de primera línea obligaba a mi piel a rendirse y volver a su estado anterior (alterado, pero manejable) a la mañana siguiente. Si no era así, la doctora iba un paso más lejos y agregaba antibióticos al armamento.

Llevaba años dependiendo de esas tácticas sin siquiera cuestionarlas. No obstante, con el tiempo las inyecciones, los ungüentos y las pastillas dejaron de funcionar, y entonces ocurrió esta particular visita al consultorio.

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—¿No quieres las medicinas? —me preguntó la doctora K mientras parpadeaba repetidamente con gesto incrédulo.

—Bueno —contesté e intenté guardar la calma—, hemos probado tres tipos diferentes de medicinas y sólo parecen funcionar una semana. ¿Podrías explicarme por qué esto no deja de pasarme?

—Es uno de esos misterios de la vida —respondió con evidente irritación de que mi cita ya hubiera durado más de los habituales diez minutos que dedicaba a este tipo de conversaciones—. Tengo pacientes que han tenido dermatitis perioral crónica durante casi toda su vida. Y luego un día desaparece de forma misteriosa, tal como llegó. Sin duda hay algún desequilibrio en tu cuerpo, así que tu organismo está reaccionando.

Ésa no era precisamente la respuesta que esperaba de una profesional médica que cobraba trescientos dólares por diez minutos de su tiempo. No obstante, sabía que la doctora K tenía razón con respecto al desequilibrio de fondo, aun si no le interesaba en lo más mínimo ayudarme a descifrar cómo resolverlo.

Para ser franca, ya sabía que algo no andaba bien en mi cuerpo. Lo de mi piel sólo era un síntoma exterior de una espiral descendente interna que llevaba años deteriorando mi salud. Simplemente nunca había hecho la conexión.

En muchos casos, la primera señal de que nuestro cuerpo en realidad no es invencible aparece cuando tenemos veintitantos. En mi caso, cuando me diagnosticaron una enfermedad autoinmune caí en cuenta de que todos esos cocteles que bebí en la universidad me estaban pasando factura.

Un año después de graduarme, tras hacerme unos análisis de sangre, mi médico de cabecera me diagnosticó tiroiditis de Hashimoto. Nunca había oído hablar de esa enfermedad, pero me angustié. Su nombre parecía más el de una respuesta errónea en un examen de historia que el de una enfermedad. El médico me explicó en tono muy casual que ese trastorno autoinmune provocaba que mi organismo atacara la tiroides, una glándula en forma de mariposa en la base de la garganta que regula la forma en la que el cuerpo usa la energía. Me dijo que no me preocupara: la tiroiditis de Hashimoto era bastante común en mujeres de mi edad y afectaba a catorce millones de estadounidenses, además de que era perfectamente tratable con una dosis diaria de levotiroxina, un medicamento de remplazo hormonal recetado con mucha frecuencia. No obstante, lo más probable era que tendría que tomarla por el resto de mis días.

Esa última afirmación no me sentó nada bien.

Mi madre fue una pionera del movimiento orgánico, así que crecí en un hogar donde “medicina” era sinónimo de “remedio naturista”, como pequeñas perlas homeopáticas que se disuelven bajo la lengua. Aunque tomaba píldoras anticonceptivas cada mañana y algún antibiótico ocasional, depender de una dosis diaria de medicamento durante los siguientes sesenta años era otra cosa.

No, me rehusaba a aceptarlo.

Entonces hice lo que cualquier joven súper madura de veintidós años haría en mi situación: fingí que esa conversación nunca había ocurrido y seguí adelante con mi vida.

Durante los siguientes años, comencé un blog de cocina, firmé un contrato para un libro de recetas y abandoné un cómodo trabajo corporativo en la cima de la recesión económica para arrancar mi carrera en gastronomía.

Trabajé muchas horas frente a la computadora en trabajos ocasionales como profesional independiente. Me esmeré y tomé prácticamente cualquier trabajo de cocina que implicara crema batida, que no implicara desnudarme. Pasaba mis días enseñándoles a niños de nueve años cómo hacer barras de granola, y mis noches armando pequeños tentempiés de albóndigas para exclusivas fiestas de la Semana de la Moda en Nueva York que nadie quería comer.

Y todo iba muy bien, hasta que mi estómago —mi mejor amigo y colega más confiable— se rebeló en mi contra.

img15Mis problemas digestivos eran más que una mera consecuencia de la profesión. Tuve que dejar de salir a correr porque experimentaba cólicos incapacitantes después de media cuadra. Me sentía cansada todo el tiempo, rara vez podía dormir noches completas y despertaba empapada en sudor. Comía todo lo que se me ponía enfrente, pero no lograba subir de peso, lo cual fue agradable al principio cuando significó decir adiós a los cuatro años de pizzas nocturnas que se habían acumulado en mi vientre, pero luego se volvió preocupante cuando la ropa me empezó a quedar tan grande que me hacía parecer una de las gemelas Olsen.

Tardé más de lo debido en darme cuenta de que ciertos síntomas —bochornos y escalofríos, dolor muscular, fatiga aplastante, fluctuaciones de peso— podían ser consecuencia de mi tiroides alterada. Cuando me diagnosticaron, si no sabía dónde estaba la tiroides, menos sabía cuáles eran sus funciones vitales para la salud. También desconocía que las hormonas tiroideas son responsables de regular el peso y la temperatura del cuerpo,

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