Se aceptan cheques, flores y mentiras

Luis Alberto de Cuenca

Fragmento

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Luis Alberto me dice que nuestros destinos se cruzaron el día que tuvo la ocurrencia de escribir la letra de «Caperucita feroz», canción popularizada por una banda muy conocida en su época y que se convirtió en la banda sonora del Cuartel de Instrucción de Marinería de Cartagena, donde purgaba mis pecados de adolescente.

Todas las mañanas, tanto él como su familia pasaban a formar parte del imaginario de cientos de jóvenes a quienes obligaban a cumplir el servicio a la Patria. Yo, aparte de los exabruptos de turno, me juré a mí mismo encontrar al tipo que había escrito semejante letra para retarlo a un lance al amanecer.

Un par de años más tarde sería la presentación de la revista La Luna de Madrid lo que nos uniría definitivamente; eso y el fiestón en el hotel Palace al que asistió todo Madrid poco antes de la navidad del 83. «Cocaína», la primera versión de uno de sus más celebrados poemas, que se llamaría después «La noche blanca», era la aportación del poeta al estreno de esta revista que marcaría tendencia durante los años posteriores.

Al mismo tiempo y desde el escenario, bajo el murmullo de la gente que pululaba por la sala para beber gratis, entre modernos, afterpunks, diseñadores, exjipis reciclados, pintamonas y políticos de nueva hornada, servidor adelantaba algunos temas del nuevo LP con su banda de entonces —capitaneada por nuestro común amigo Sabino Méndez— en un ejercicio de equilibrio artístico entre el glamur y lo arrabalesco.

Durante el resto de la década de los «felices ochenta», como a Luis Alberto le gusta decir, nos perdimos la pista; no podía ser de otra manera: quien lo probó lo sabe.

A principios de los noventa y a consecuencia de la resaca de la década anterior, recalé en la poesía, que se convirtió en mi tabla de salvación tras la tormenta y el posterior naufragio. Conocí a Gabriel Sopeña, por entonces todavía profesor de la Universidad de Zaragoza y que venía de haber formado parte de bandas como Ferrobos o El Frente, y junto a él le di una vuelta de tuerca al personaje y recorrí los teatros de media España revisitando a nuestros poetas favoritos con el disco La vida por delante (1995).

Durante la búsqueda de los textos de lo que sería nuestro segundo trabajo juntos, Con elegancia (1998), descubrí la impronta de la obra de Luis Alberto al adaptar «Cuando pienso en los viejos amigos» y supe que su poesía, además de ser generacional, tenía mucho que ver conmigo. Sentí el pálpito y le propuse a Gabriel la idea de seguir trabajando con su obra a largo plazo. Cuando teníamos el camino hecho, nuestro poeta favorito dejó su cargo de Director de la Biblioteca Nacional para convertirse en Secretario de Estado de Cultura y, aunque eso no rompió los planes, Luis Alberto decidió, con buen criterio y en un ejercicio de nobleza, congelar el proyecto hasta que terminase su cargo.

Nuestra amistad, por otro lado, se iba forjando lentamente en noches interminables en la barra de la coctelería Balmoral o entre los fogones de Lhardy, en un ejercicio de hedonismo avant-garde que me sirvió de aprendizaje para construir el personaje y así poder llevar con conocimiento de causa su poesía al escenario de un teatro.

Tuvieron que pasar siete años hasta que por fin, tras los avatares propios de la vida y con Gabriel ya como Vicedecano de la Universidad de Zaragoza, lanzamos el que sería sin duda el proyecto mas audaz de nuestra carrera profesional.

Su nombre era el de todas las mujeres se convirtió en uno de los discos más vendidos de mi larga trayectoria. Su gira posterior dio lugar a un disco en directo producido por Jaime Stinus y a un DVD dirigido por Óscar Aibar, reflejo de aquellos días de militancia poética.

A partir de entonces nuestras vidas se han entrecruzado con insistencia: conferencias, apuntes, letras compartidas, valor probado, viajes hasta el infinito y más allá surcando océanos y descubriendo las más alejadas constelaciones y galaxias a bordo de sugerentes naves misteriosas…

Mi amigo Luis Alberto dice, con su peculiar jerarquía, que somos vinos de una misma cepa, vikingos de una misma tribu, samuráis de un mismo linaje. Y es que compartimos la fascinación por Cirlot, por los antiguos códigos de caballería y por el mundo del cómic. Somos fieles devotos de los superhéroes, desde los de Marvel hasta el Capitán España de Gago, además de ser devoradores del cine más clásico y tener debilidad por las chicas de las películas de Hawks y por la princesa Leia.

Para alguien como yo, que se sabe crecido en las calles, es un lujo ser su amigo. Mi aprendizaje como persona estará siempre ligado a su trayectoria personal y profesional, de la misma manera que a su savoir faire, que transmite a todos los que lo conocen, sean o no admiradores de su obra.

Los diez años que nos separan en edad han resultado ser un aliado a la hora de enfrentarme a su poesía. Me señalan el camino y me hacen reflexionar acerca de las dificultades a la hora de afrontar el paso del tiempo y todo aquello que dejamos atrás, esa cultura fin de siglo que está presente en toda su obra. Luis Alberto de Cuenca vive la transición entre dos siglos a caballo del imaginario de su propio clasicismo.

Y cuando peor me siento, justo antes de regalarle al mundo mi derrota, me refugio en su poesía, recalo en los versos de línea clara y bramo: «¡Defiéndenos, Tintín, que nos atacan!».

JOSÉ MARÍA SANZ BELTRÁN, «LOQUILLO»

Otoño de 2017

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a la memoria de Amparo Robles
y Enrique Jardiel Poncela

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