Sistemas binarios

Miguel Rivera López

Fragmento

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[Big bang]

Se me ha llenado la casa de ventanas. Ha crecido una nueva en cada lugar donde olvidaste algo. Han redimensionado y reestructurado las estancias, iluminándose todo desde el centro de cada huella tuya. Mi casa tiene forma de cuatro ahora.

El pañuelo que descuidaste en la mesa lloraba tan fuerte su abandono que entró en combustión, alcanzando billones de grados centígrados, provocando un repentino y minúsculo big bang. Ahora hay un nuevo sistema solar en medio del salón. Pequeños cuerpos celestes en rotación y traslación orbitando alrededor del astro de celulosa. En algunos empieza a despuntar la vida, microorganismos que algún día desarrollarán inteligencia o fe, y venerarán a una madre-diosa displicente.

Siete pelos tuyos extraviados han vencido, contra todo pronóstico, la desigual batalla que libraban con las fibras de la almohada. La han estrangulado y abrazado como un gusano estrangula y abraza su propia muerte, una muerte de hilos de seda castaños. Son un enjambre. Han tomado ya la cama, las paredes, el balcón. Cuando la luz es más fuerte y el calor aprieta en la calle, ellos mantienen el cuarto fresco, tamizando el verano hasta hacerlo arena fina y oscura, como de playa volcánica. Hoy la siesta será deliciosa.

La huella mojada que dejaste en la bañera ha provocado una inundación. Una veladura de agua del número 37 que ha madurado en charco, y este en estanque, y este en embalse de agua salada que ha devuelto a la Tierra especies acuáticas extintas desde antes de los dinosaurios: la caballesta de mar, la mantaflecha o el asombroso pez bobo anfibio, dotado de cabellera rizada, que no tiene escamas ni branquias y nada con los brazos en cruz. Es extraordinario tener un acuario prehistórico. Afeitarse equipado con gafas y aletas es un inconveniente insignificante comparado con los prodigios submarinos de los que soy espectador cada mañana.

Donde perdiste una horquilla ha nacido una estantería de hierro negro, combada de nacimiento por el peso de mil libros: toneladas de papel blanco que se va escribiendo solo, preñándose, minuto a minuto, de historias fantásticas. Si paso despacio por su lado puedo oír la caricia lúbrica de la tinta lamiendo las hojas. Me paro y escucho, espío cada palabra y, como un voyeur que acaba participando del juego, la estantería me invita a sentarme en el suelo, aprieta mi espalda contra sus patas y atraviesa mi cráneo con sus dedos largos y finos, obteniendo de mí todo el jugo, adivinándome las ganas, leyéndome una y otra vez.

Se me ha llenado de ventanas la casa, acribillada por los cuatro costados de bocas abiertas, hambrientas, sin dientes ni labios. Hay luz siempre, hay aire siempre. Ya no se distingue el amanecer del atardecer, el levante del poniente, el viento del Sahara de el del norte. Se han concentrado todos los climas en el corazón de mi hogar.

¿Qué hago con todo lo que has olvidado aquí?

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[Autocanibalismo]

Quiero canjear este peso

por una existencia indiferente.

Así me impido.

Sólo solo es mejor que más solo: autocanibalismo.

Me deshago sentado entre dos agujas.

Soy un punto de cruz en movimiento inverso

repartiendo mi desmadeje

entre los cajones y tu ausencia.

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[El mismo día]

I

Ayer me perdí.

Salí de casa con la absoluta convicción de que te iba a encontrar al doblar el primer recodo: calle Fiesta esquina con mi calle. Después, en el siguiente: Fiesta esquina con la calle del Café Heracles. Como no aparecías, me senté en la misma mesa donde desayunamos la última vez. Yo en mi lado, junto a la ventana; en el tuyo, nadie. Traté de invocar el conjunto de tu cara, los silencios entre palabras, la fragilidad de tus manos de virgen barroca. Sonreías con timidez lapona, sin despegar los labios, con dos puñaladas en los ojos, encogiendo los hombros con un gesto que te resta años, que riñe con tu voz adulta y grave, casi masculina. Tu hueco me abrasaba, pero domestiqué el impulso —tigre viejo—. No había opción: eso o arrojarme a los duros brazos de una silla vacía.

Seguí mi día como sigue su ruta un turista borracho, un mendigo ciego guiado por el lazarillo de la casualidad. Sin saber realmente adónde, me dejé llevar; deje que se lo lleven, déjese llevar, canturreaba yo a lo Fiera para mis adentros.

Eran las dos cuando compartí un cigarrillo —incorpóreo esta vez— en la puerta de La Strada. Y poco después unos ñoquis gorgonzola con un par de cubiertos sin dueño en el Cydonia. Sin advertirlo, estaba ya en la Rosa Negra y vi el rincón donde nos sentamos aquel día. Era lunes y traía en brazos un verano recién desempaquetado. Me ardió la cara. Quise rescatar del aire alguna partícula rezagada de nuestros olores. Pero nada: tabaco, alcohol y sudor ajenos.

Me fui. Volví a casa imaginando que pisaba sobre las huellas de aquella noche, de dos en dos, unas grandes y otras pequeñas. Me tumbé en la cama, mi corazón a mi lado me dijo que quería descansar.

Todo el día buscándote sin encontrarte, pero justo un instante antes de quedarme dormido me pareció intuirte, sentir que entrabas en mi cuarto, que te deslizabas bajo las sábanas. Te sentí zurcir cada tendón roto con minuciosidad de relojero, reajustar los engranajes y engrasar las juntas para finalmente recolocarme el corazón en el pecho, reluciente, como recién salido de fábrica.

II

Eras tú, ingeniera astral, la que marcaste en la esfera de mi cráneo las dos y siete, las siete y dos, las dos y siete, las siete y dos, hasta enfermar de unos y ochos, egoístas y dolidos.

Un octavo.

El octavo pasajero, que era uno.

Puerta uno, planta ocho.

Es una y ocho la divina octuplicidad.

Tú y yo, o un dios-amor obligado a creer que su cruz fue alguna vez algo más que fertilizante para llamas.

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[Imitación]

Abrazo el molde que dejaste en tu lado de mi cama.

¿Acaso no hay consciencia de ti en el tejido?

¿No es ya una entidad viviente la sábana que dejaste al irte?

Se parece tanto a ti como un libro al árbol de donde procede.

El pasar de sus páginas imita el sonido del viento entre las ramas, sí,

igual que simula el silencio la ausencia de tu respiración.

Si el libro es un pensamiento forzado a vivir con cuerpo,

¿no es quizá el silencio igual a no poder hablar?,

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