El fin del principio

Manolo García

Fragmento

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EL GRANO SIN LA PAJA

Detrás de las canciones de Manolo García una podía imaginar un bosque de palabras donde perderse y hallarse, como en un templo. Un templo descarriado, donde él daría mandobles a diestro y siniestro para expulsar a los mercaderes y convocar allí una asamblea de niños y niñas perdidos. Él, cantor de los caminos, de las calles, de una estirpe tan vieja que parece imposible que todavía queden. Manolo García es de esos. De los viejos juglares que acarrean sacos de palabras como un molinero de las grandes urbes, de los viajes trasatlánticos. Es fácil imaginarlo después de sus conciertos, paseando por Chile, por Argentina, o por Barcelona, su ciudad, recogiendo el grano que hay detrás de la paja, acariciándolo con sus manos, vertiéndolo en sus piedras de moler y triturándolo, y con ese grano salvaje hacer harina de la buena. Para comer y dar de comer.

El fin del principio está dentro de una colección llamada Verso & cuento. Y este nombre es acertado porque Manolo García a través de sus versos siempre nos cuenta algo, sus palabras bailan al ritmo de los caminos y se dejan penetrar por los cuentos que los caminos le cuentan. Este libro de poemas funciona a la perfección como el mapa de sus días, de su imaginación inquieta, que no se basta a sí misma con las canciones, que necesita expandirse como la luz y que busca en el lector la mirada de la sorpresa, la misma que le sorprendió a él haciendo versos un día, la misma mirada que nos aferra al pasar y al pensar, algo que se perpetúe en el taller de las sombras donde se forja el mundo.

Antes y después de existir todos estos poemas tienen esta cualidad: se acercan a nosotros hospitalarios, como viejos amigos, y saben de complicidad. En eso se parecen a sus canciones. Sentimos que nos pertenecen y que estamos en sus manos, en las mejores manos. Nos acercan a él como al orfebre que en su obrador empasta oro y plata, vertido en su oficio. Y nosotros, los lectores, lo observamos asombrados viendo como a través del cristal él coloca la piedra preciosa que habíamos perdido. Hay en ellos reflexión y juego, libertad y aliento. Hay en sus poemas ese gusto por las palabras, manejándolas a su manera, maleándolas y aquilatándolas a la manera “Manolo García”, su marca. ¿Y en qué consiste esa marca? Algo tiene que ver con un quehacer donde se dan tantas dosis de asombro como de sobriedad, como un niño que juega y sabe que el juego tiene unas reglas, y que a través del juego se acerca uno a la vida. Y al gusto por la vida, que es lo extraordinario.

Lo que más se agradece de esta imaginación siempre fértil de Manolo García es su capacidad para tirar del carro de las palabras, que son pesadas, y él las sabe volver ligeras, como al mundo. A veces me parece que él es un cantor de los antiguos, un poeta de los viejos, que no se detienen en llorar porque hay demasiadas joyas que arreglar en el barrio y demasiadas palabras a las que devolverles las alas. Como un artesano él no deja ningún elemento sin pulir, la música, el brillo, el equilibrio de las historias. Y todo lo atrapa y de todo saca punta. Fogonazos de luz y de intensidad que se arraciman entre las piezas desmembradas. Él entra en ese mecanismo estropeado que es la vida y lo compone, con el cariño de un orfebre que siempre buscará la parte sana, la faceta que salva la pieza, el engarce necesario. Y con la magia inesperada de sus palabras lo vuelve todo armónico y querible. Leer los poemas de Manolo García es aprender a caminar de frente, con los ojos bien abiertos, son su lección particular de vitalismo que también es una estética, un motor que mueve el mundo y nos invita a formar parte de esa cofradía que aún confía en la poesía como un arma cargada de futuro, un arma que no se cansa de cantar ni de escribir, y nos invita a su manera, a la manera hospitalaria y andariega de Manolo García, a compartirlo. Entrar con él, de la mano de sus poemas, en el mundo donde aún se pueden nombrar las cosas, con una mirada benevolente tan extraña en nuestros tiempos como necesaria, nos da por un momento el respiro necesario, la confianza anhelada de los ratos en los que somos lúcidos, y nos devuelve con su energía las ganas de vivir. No es poca cosa para un poeta que lleva una vida entera subido a un escenario, y que aún se enfrenta al folio en blanco como si acabara de nacer. Bienvenidos a Manolo García. Bienvenidos a su más privado concierto.

LUISA CASTRO

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BRAGAMELÓN

Me he pasado la tarde leyendo a Faulkner: «Sam se marchó. No vivía en el campamento; se había construido una pequeña choza parecida a la de Joe Baker, solo que más fuerte, más sólida, al lado del riachuelo que estaba a un cuarto de milla, y un granero de madera donde almacenaba un poco de maíz para el lechón que criaba cada año».

Desfondado en su desfasado mundo.

Hundido yo en mi cutre sofá, incómodo como un demonio. Barruntando absurdamente si es cierta esa fama que atesoró de cascarrabias asocial.

Décadas después de que desapareciera, creo conocer algunos misterios suyos.

Esta mañana lo he visto deambular entre los puestos de un mercado con sus tenderetes y mercadería expuesta al vacío del urbanita que ignora el arte. Caminando yo, paralelo a su sombra, he escuchado al vuelo dos palabras que alguien ha exhalado como un dardo entre el fantasmal griterío circundante: «Bragamelón». Me ha sonado todo junto.

He buscado con la vista al voceador causante de tan exótico vocablo. Departía animoso, agitado cual molino de cuatro aspas, bajo un toldo naranja que acogía también cientos de pequeñas macetas con plantas aromáticas de plástico.

Ahora estoy pasando la tarde regresando de ese viaje como si de los viajes se pudiera volver. Tumbado a la romana, pensando en Faulkner, lo imagino en el hospital tras la caída de su caballo, perdido en una nostalgia dulce.

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MUJER SOLA. HOMBRE SOLO

Mujer sola: No quiero saber nada más de ningún hombre.

Hombre solo: Esta noche las nubes se beben el firmamento.

Mujer sola: Sí.

Hombre solo: Mira la luna muda, rielando sobre las olas, como diez mil peces heridos.

Mujer sola: Está llena de cráteres. De ocarinas danzantes que contienen planetas extintos.

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UNA VEZ ESTUVE EN VALPARAÍSO

Una vez estuve en Valparaíso

y no sé por qué arrobo del pensamiento

me sentí byroniano con Mary Shelley

en el Lago di Como. Aquel océano gris,

mientra

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