Un sueño selló mi espíritu (Flash Poesía)

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Fragmento

cap-2

LA ABADÍA DE TINTERN

Cinco años han pasado; cinco veranos, ¡con la lentitud

de cinco largos inviernos! Y de nuevo oigo

esas aguas, rodando desde sus fuentes en la montaña,

con un suave murmullo de tierra adentro. De nuevo

contemplo los altos y abruptos acantilados,

que en esta salvaje escena de aislamiento imprimen

pensamientos de aislamiento más hondo, y conectan

el paisaje con el reposo del cielo.

El día llega cuando descanso de nuevo, aquí

bajo la sombra de este sicomoro, y veo

esas tramas de casas y terrenos, penachos de huertos

que en esta estación, con sus frutos inmaduros,

quedan revestidos de una tonalidad verde, y se pierden

en medio de bosquecillos y matas. ¡De nuevo veo

estos setos vivos, apenas setos, líneas suaves

de concupiscente madera silvestre: granjas bucólicas,

verdes hasta la mismísima puerta; y guirnaldas de humo

elevándose, en silencio, entre los árboles!,

con alguna sensación incierta, como de

vagabundos errando en los bosques inhóspitos

o de una cueva de ermitaño, donde junto al fuego

el ermitaño se sienta solo.

           Estas formas bellas,

después de una larga ausencia, no han sido para mí

como un paisaje para el ojo de un ciego:

con frecuencia, en habitaciones solitarias, y en medio del estrépito

de pueblos y ciudades, yo les debo

en horas de cansancio, dulces sensaciones,

experimentadas en la sangre, y sentidas en la profundidad del corazón

que recorrían el área más pura de mi conciencia

como un plácido reconstituyente; sentimientos, además,

de inolvidable placer, de una clase que quizás

provoquen algo más que una ligera o trivial influencia

sobre la mejor porción de la vida de un buen hombre:

sus pequeños, anónimos, olvidados actos

de amabilidad y de amor. En nada inferiores, confío,

a esos que puedo considerar otro regalo

de aspecto más sublime; ese bendito estado

en el que se alivian el yugo del misterio,

y el peso y la fatigosa carga

de todo este mundo incomprensible;

ese sereno y bendito estado,

en el que suavemente nos guían los afectos,

hasta que con el aliento de nuestro esqueleto corpóreo,

con el movimiento de nuestra sangre humana casi suspendido,

nos abandonamos al sueño del cuerpo

y nos convertimos en un alma viviente:

y con un ojo fijo en el poder de lo armónico

y en el profundo poder de la alegría,

vemos dentro de la vida de las cosas.

[…]

            Entonces, la naturaleza

(los toscos placeres de mis días juveniles,

y sus movimientos de animal satisfecho, ya desaparecidos),

lo era todo para mí. No puedo pintar

quién era yo entonces. El sonido de la catarata

me hechizaba como una pasión: la alta roca,

la montaña y el profundo y lóbrego bosque,

sus colores y sus formas, eran para mí

una apetencia, el sentimiento de un amor,

que no necesita de un encanto más lejano

que el proveído por el pensamiento, ni otro interés

que el que le presta el ojo. Ese tiempo ya ha pasado

y no volverá ninguno de sus placeres dolorosos

ni el vértigo de sus arrebatos; ni volveré

a desmayarme ni a lamentarme ni a susurrar por ellos,

otros dones he recibido; y, para tales pérdidas, los considero

una recompensa abundante. Porque he aprendido

a mirar la naturaleza, no como en la época

de mi juventud irreflexiva, sino escuchando a menudo

la sosegada y triste música de la humanidad,

ni áspera ni disonante, aunque lo bastante poderosa

para castigar y dominar. Y he advertido

una presencia que me turba con la alegría

de los pensamientos elevados; un sentimiento sublime

de algo todavía más profundamente entremezclado,

cuya morada es la luz de los soles crepusculares,

y el océano circundante y el aire vivo,

y el cielo azul, y la mente del hombre;

un movimiento y un espíritu que impelen

a todas las cosas pensadas, a todos los objetos de todos los pensamientos,

y que se desliza sobre todas las cosas.

[…]

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