Poesía reunida

William Carlos Williams

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

Si bien William Carlos Williams es relativamente poco conocido en nuestra lengua, los atisbos que tenemos de él apuntan a un poeta que no era particularmente reflexivo, en contraste con otros contemporáneos que, como T. S. Eliot y Ezra Pound, fueron además eruditos y grandes teóricos de la poesía. La reciente película Paterson de Jim Jarmusch ha venido a confirmar esos prejuicios en quienes los tenían ya y ha dado a conocer, entre quienes no alcanzaban siquiera a tenerlos, a un Williams cuya aproximación a la vida se parece a la impotencia cuando no a la franca ingenuidad. Así, el poeta de la película de Jarmusch, gran admirador y émulo de Williams, se limita a asistir a su vida sin cuestionarla, mientras su mujer y musa no hace sino proyectar su propia subjetividad, coloreada en blanco y negro, en objetos que solo tienen importancia para su entorno cotidiano.

Es cierto que, durante una buena parte de su carrera, Williams dio a luz una poesía que se centraba en la experiencia cotidiana, como testimonia su poema más conocido, «This Is Just to Say»:

Solo para decirte

que me comí

las ciruelas

que estaban en la nevera

y que

probablemente

guardabas

para el desayuno

Perdóname

estaban deliciosas

tan dulces y

tan frescas[1]

Pero esa característica, como muchas otras de su poesía, venía dictada por una reflexión que puede rastrearse no solo en sus ensayos, sino en los propios poemas. La presente antología parece, de hecho, una recopilación pensada para dar al traste con la idea de un Williams resignado e ingenuo o, en el mejor de los casos, entregado a su propia fascinación por lo que lo rodeaba: una especie de Whitman al que se hubieran limado todas las aristas. El primero de los libros reunidos aquí, Kora en el infierno, de 1920, es un experimento destinado, en buena parte, a desentrañar lo que el poema significa para su creador y para el resto de los hombres; mientras que los otros tres, La música del desierto, Viaje al amor y Cuadros de Brueghel, abundan en reflexiones de todo tipo, hasta el punto de obligarnos a repensar un concepto que Williams defendió la mayor parte de su vida como el núcleo de su poesía, y que resumió en la frase «no ideas, but in things» («ninguna idea, salvo en las cosas»), que apareció por primera vez como tal en el poema «A manera de canción», de 1944, y que, más tarde, se convirtió en un leitmotiv de Paterson, el proyecto más ambicioso de su carrera.

Aquella frase parece, ciertamente, apuntar a un rechazo de las ideas. Así la entendieron, por ejemplo, el influyente crítico Karl Shapiro y el gran poeta Wallace Stevens. El primero, en un libro que llevaba el sorprendente título de In Defense of Ignorance (‘En defensa de la ignorancia’), «defendía» a Williams frente a T. S. Eliot alegando que sus «teorías» eran «inocentes», en contraste con las de Eliot, que calificaba de «calculadas y engañosas». Williams no era, pues, un poeta al que hubiera que juzgar por sus planteamientos, ya que no era un «intelectual», y ni siquiera podía juzgársele como un antiintelectual, puesto que era «demasiado humano y empático, demasiado natural». Stevens, por su parte, también tropezó con su buena fe y, nada menos que en el prefacio a los Collected Poems de Williams, publicados en 1934, lo calificó de «antipoeta». Para Stevens, Williams rechazaba en bloque la tradición para centrarse en temas y abordajes que la poesía tradicional habría calificado de vulgares: era, pues, un poeta sin lecturas o, como afirma Linda Wagner-Martin en un artículo más reciente, «una especie de salvaje iletrado de la poesía estadounidense».[2]

En mi opinión, la lectura de esta Poesía reunida basta para reconocer que la postura de Williams —y por tanto el significado de su frase «ninguna idea, salvo en las cosas»— está bastante lejos de la ingenuidad y, con sus propias características, resulta compleja e interesante, pero creo que vale la pena que diga aquí un par de cosas que podrían aclarar —o problematizar, para el caso— la poética de William Carlos Williams.

I

EL PRIMER WILLIAMS

«KORA EN EL INFIERNO»

Consideremos, en primer lugar, algunos pasajes del prólogo a Kora en el infierno. El primero podría ser esta declaración escueta: (1) «El habla fuerte es el habla que sirve a un hecho», seguido de otros tres:

(2) No es frecuente que nada, excepto las comunicaciones más elementales, pueda ser intercambiable. Existen en realidad solo dos o tres razones generalmente aceptadas como causas de una acción. Cualquiera que sea el motivo, pocas veces ocurrirá que su conocimiento real sea más que lo vagamente adivinado por una persona, una mitad de persona cuya intimidad haya sido cultivada acaso durante toda la vida. Vivimos en bolsas. Eso se debe a la fibra bruta de toda acción. Ya que por medio de la acción en sí nada puede ser enseñado. El mundo de la acción es un mundo de piedras.

(3) El habla que sirve para informar es servil. Las palabras [...] corren delante de la imaginación como las pastoras delante de Peer Gynt. Es el habla con pátina de capricho la que vuelve la acción obsecuente.

(4) La velocidad de las emociones es a veces tal que, dando vueltas en una magra exaltación o desesperación, uno toca muchos temas sin asirlos, rotos a menudo por el contacto.

El primero de estos pasajes supone un reconocimiento implícito de que la poesía es un esfuerzo de comunicación: un intento de «hablar fuerte». En la época en que Williams escribió Kora en el infierno, a saber, a finales de la década de 1920, la acción había ganado un prestigio solo comparable al que tiene en estos tiempos de «activismos». En ese contexto, la tentación de los poetas era pasar a la acción y la poesía, por su parte, se veía como una actividad inane, como un asunto del espíritu y de la vida interior. Williams, en cambio, no solo califica la acción de incomunicable, sino que cancela también la vía de la vida interior: la de quienes han «cultivado su intimidad durante toda su vida», que al fin y al cabo apenas pueden «adivinar vagamente» los motivos de las acciones. Por último, la comunicación poética tampoco puede confundirse con la información, que «es servil» y se ciñe a las «comunicaciones más elementales».

La labor del poeta, por su parte, consiste en «colocar las palabras por encima de las acciones» una operación que implica observar las palabras, que «corren delante de la imaginación como las pastoras delante de Peer Gynt». No obstante, Williams era consciente de las dificultades de esa operación: demasiado a menudo, en vez de ir directo a su objetivo, el poeta da vueltas «en una magra exaltación o desesperación», y deja escapar las cosas cuando no las rompe en su esfuerzo por asirlas.

En esta descripción de la labor del poeta se oculta, además, un detalle asombroso que tiene que ver con el contraste entre el mundo de la acción, «un mundo de piedras» y aquello que persigue el poeta: el mundo de las cosas, que son tan frágiles que el mero contacto puede romperlas. En este escenario, el poeta no es un creador, en to

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