Poesía completa

Vicente Aleixandre

Fragmento

cap-2

VICENTE ALEIXANDRE, EL GRAN POETA DEL AMOR

Vicente Aleixandre es uno de los más extraordinarios e innovadores poetas en lengua española del siglo XX, y uno de los que más han influido en las generaciones que le sucedieron, desde la del 36 hasta la de los novísimos, no solo por la originalidad y grandeza cosmovisionaria de su obra, sino por su irradiante magisterio. Recordemos lo que nuestro poeta significó, por ejemplo, en la vida de Miguel Hernández, deslumbrado tras la lectura en 1935 de uno de los poemarios más emblemáticos de toda la lírica de la generación del 27: La destrucción o el amor, libro sobre el que el poeta de Orihuela llegó a confesarle en carta el 25 de junio de 1941: «leyendo tu libro me siento un primitivo, Vicente, tan aplicada está tu sensibilidad poética y tan trabajado tu sentimiento en lo universal. He dicho a un amigo que tu libro es para una juventud venidera más que para la presente, sobre la que pesan y a la que enturbian un tradicionalismo lírico trasnochado y una existencia social totalmente fuera de los cauces naturales en que tú discurres». O lo importante que fue para algunos jóvenes poetas, que con fervorosa admiración iban a visitarle en busca de estímulo, consejo o cálida conversación a su siempre abierta residencia madrileña en la antigua calle de Velintonia 3: la casa de la poesía.

Vicente Aleixandre fue, en esencia, el gran poeta del amor, no del amor ensoñado, sino del intensamente vivido, gozado y padecido. Toda su lírica es, haciendo uso de una expresión suya muy conocida, una aspiración a la luz, pero una aspiración, habría que matizar, desde el amor, a la naturaleza y al hombre, en sus dimensiones cósmica y humana, y una exaltación plena de la libertad y la dignidad. Todo lo que cantó es fruto de su más profunda experiencia vital. «A lo único a que no se puede obligar a la poesía es a mentir», afirmaba en uno de sus aforísticos «apuntes para una poética». Amó con fiebre y necesidad durante toda su vida, y toda su obra lo refleja incuestionablemente, desde su más temprana poesía, ligada a cierta tradición esencialista, pero en la que ya se alumbran tímidamente sus rompedoras e inconfundibles señas de identidad poéticas, su voz, personalísima e inconfundible, hasta sus cartas más íntimas y confesionales —que afortunadamente van publicándose con el paso de los años—, donde queda el testimonio sincero y conmovedor de sus anhelos, de su felicidad, de su soledad y de su dolor y la explicación directa o implícita del porqué mismo de su poesía y su forma de sentir y respirar el amor. Por eso, nada más acertado quizá que aplicar a su vida uno de los versos de su poema «El moribundo»: «Amor. Sí, amé. He amado. Amé, amé mucho». En el discurso de recepción en la Real Academia Española (1950) Aleixandre hace profundas reflexiones sobre la poesía y el amor, y una fundamental sobre su unidad, tan característica en su obra:

No importa que sea el fino cabello lo que se cante, o los celos devoradores, o el delicado signo de una mano en el aire, cuando no las ansias centrales de un corazón poderoso. Es lo mismo. No importa desde qué posición espiritual o temporal descendida y transmitida: un neoplatonismo, una tradición petrarquesca, una delineación provenzal o una sede romántica. Sigue siendo lo mismo. Por sobre lo mudable, por sobre el color, por sobre la línea, por sobre el espacio y el tiempo, más allá de la variante perspectiva, la fiel poesía, hija de la constante naturaleza humana, nos estará rindiendo el tronco que no se muda: la unidad del amor, en la unidad del hombre.

En toda vida hay momentos, en apariencia intrascendentes, que pueden marcan el curso de nuestra existencia. Probablemente Vicente Aleixandre no hubiera sido poeta de no haber conocido en el verano de 1917, en un pueblo de Ávila, Las Navas del Marqués, a quien luego formaría parte de su misma generación, a Dámaso Alonso, ese «amigo de todas las horas, seguro en toda la vicisitud» que le presta una antología de Rubén Darío, la que editó el novelista, poeta y crítico Andrés González-Blanco en 1910. ¡Qué huérfana se hubiera quedado tal vez la poesía sin ese crucial encuentro! Aleixandre ha recordado ese momento en varios textos. En la segunda edición de La destrucción o el amor escribe:

aquella verdaderamente virginal lectura fue una revolución en mi espíritu. Descubrí la poesía: me fue revelada, y en mí se instauró la gran pasión de mi vida que nunca más habría de ser desarraigada.

Hasta ese instante, nuestro poeta había leído con avidez a casi todos los novelistas españoles del XIX y principios del XX: Benito Pérez Galdós, Pío Baroja, Azorín, Valera, Alarcón, Pardo Bazán, Valle-Inclán…, y a muchos dramaturgos del teatro clásico y romántico: Calderón, Espronceda, Lope… También a muchos autores de la biblioteca de su querido abuelo paterno —que incluso llegó a conocer a Gustavo Adolfo Bécquer, tan admirado por Aleixandre—: desde Homero a Conan Doyle. La asignatura de Preceptiva Literaria y Composición, implantada en aquellos años en el bachillerato, le hizo apartarse de la poesía hasta su casi aborrecimiento. Pero Rubén Darío, sus versos vivos, mágicos e incendiados de modernismo, de aromas embriagadores y música, cambiaron su opinión de la poesía. Ese mismo año de 1917, al regresar a Madrid de sus vacaciones estivales, descubriría también a Antonio Machado, en la antología realizada por el propio poeta, Páginas escogidas, editada por Calleja. Y ese mismo año empezó a escribir, en un cuaderno compartido con su amigo Dámaso y otros dos jóvenes del grupo de Las Navas, los hermanos Enrique y Ramón Álvarez Serrano, sus primeros versos, alumbrado primero por el poeta nicaragüense, y después por la lectura del autor de las Soledades y de Juan Ramón Jiménez, como él mismo confiesa. Estas composiciones se prolongarían hasta 1924, y algunas, las últimas, bien podrían haberse integrado en su primer poemario, Ámbito, que escribe entre este año y 1927.

En abril de 1925 a Vicente Aleixandre se le diagnostica una grave enfermedad renal que le impide continuar con su incipiente actividad laboral como abogado e intendente mercantil en la dirección de la Compañía de Caminos de Hierro del Norte. Esta adversa circunstancia, que le obliga a una larga convalecencia con reposo casi absoluto y un delicado régimen alimentario, favorece o acrecienta en cambio el desarrollo de su verdadera vocación, la poesía, y propicia el clima para su inspiración. Podemos por ello afirmar que la enfermedad, de alguna forma, le conduce a la poesía, o prepara el camino para su total desarrollo. En una entrevista de 1964, publicada en Vía Libre: La Revista del Ferrocarril, confesaba: «Cuando ya recuperado pude haber retornado al servicio se había operado en mí la metamorfosis de la poesía, y entonces me dediqué a ella plenamente».

Tres han sido, a mi modo de ver, los ciclos creativos de Vicente Aleixandre desde su primer poemario, Ámbito (1928), hasta el último, Diálogos del conocimiento (1974). Algunos críticos y estudiosos de su obra los fijan en dos, no incluyen el primero de sus libros, y el segundo ciclo lo subdividen, de alguna forma, en otro que abarca sus dos últimos poemarios. Respetando cualquiera de estas ordenaciones, lo cierto es que estos ciclos, estas épocas, estos periodos han sido ampliamente est

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