Poesía reunida

Geoffrey Hill

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

En el ámbito inagotable y poliédrico de la poesía anglosajona del siglo XX, Geoffrey Hill ocupa una posición difícil de acotar, incómoda y desafiante. Su obra es profundamente inglesa y a la vez excéntrica con respecto a las inercias hegemónicas de su tradición. El calificativo que le acompañó en sus últimos años —«el mayor poeta vivo de la lengua»— no era más que una hipérbole con que la prensa solía despachar la perplejidad que a menudo causaba la recepción de su poesía, siempre tildada de oscura. Y es verdad que Hill hizo de la dificultad un estandarte con el que librar su personal batalla contra la banalidad que a su juicio infectaba no solo a la literatura y al lenguaje, sino también a la memoria, y a través de ella, a la política. Leídos en frío, los poemas de Hill pueden parecer gratuitamente herméticos, pero una lectura atenta nos acaba revelando que en realidad se trata de una propuesta muy meditada y responsable, resistente en un sentido que acaba por conmover.

Geoffrey Hill nació en 1932 en Bromsgrove, una pequeña ciudad de Worcestershire. Su padre y su abuelo eran policías de las West Midlands. En su casa, como ha recordado el propio Hill, había pocos libros y la alta cultura era algo lejano. Su fascinación por la poesía empezó cuando de niño leyó casualmente una antología clásica de poetas ingleses hecha aún en el siglo XIX, gracias a la cual descubrió la riqueza de su propia lengua. Su infancia estuvo también determinada por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Con diez años, Hill vivió el asedio aéreo de los nazis, unos bombardeos de los que conservó un recuerdo muy nítido. Puede decirse que toda su poesía está arraigada en ese primer despertar que fundió el descubrimiento del especial estado de la lengua que es la poesía con la experiencia bélica y el paisaje rural de las Midlands.

Después de estudiar literatura en Oxford, donde Donald Hall le publicó sus primeros poemas, Hill se dedicó a la docencia, primero en la Universidad de Leeds, luego en Cambridge y finalmente en Boston, donde impartió religión y poesía. Hill fundó allí, junto con el crítico Christopher Ricks, amigo y aliado durante muchos años, el sello Editorial Institute, dedicado a fomentar las ediciones anotadas. En 1987, Hill se casó con la poeta, teóloga y libretista Alice Goodman, que acabaría siendo ordenada sacerdotisa de la Iglesia anglicana. El matrimonio tuvo una hija. En 2010, Hill regresó a Oxford como catedrático de poesía, un honor que esa universidad concede a los mejores poetas —en el pasado también lo fueron Robert Graves o W. H. Auden, por ejemplo— para que, a lo largo de cinco cursos, expliquen su poética. En sus lecciones, Hill hizo un espectacular viaje por la poesía anglosajona desde Shakespeare hasta Philip Larkin, que de algún modo es su contrafigura. No en vano, además de poeta, Hill fue también un excelente y severo crítico literario. Culminado ese trabajo, que de algún modo supuso el laurel de su carrera, sir Geoffrey Hill murió repentinamente en 2016, dejando inédito un último y como siempre difícil poemario titulado The Book of Baruch by the Gnostic Justin (2019).

La poesía de Geoffrey Hill mantiene una elocuente y programática unidad de tono. No hay apenas variaciones significativas en su estilo. Su dificultad, lejos de relajarse con el tiempo, se fue acrecentando, como si las convicciones que le llevaron a formular su poética durante su juventud se hubieran afianzado cada vez más. Entre 1959 y 1983, Hill publicó cinco poemarios, pero a partir de la década de 1990 —antes sufrió una larga parálisis debido a una depresión— empezó a escribir compulsivamente, publicando un libro casi cada año. Su poesía atenta muy deliberadamente contra la corriente neorromántica predominante en la literatura inglesa, en concreto contra la estética del llamado The Movement, el grupo de escritores promocionado en la década de 1950 y formado por, entre otros, Larkin, Kingsley Amis, D. J. Enright o Thom Gunn. Con W. H. Auden y T. S. Eliot, los padres de la poesía anglosajona del siglo XX, Hill mantuvo una relación ambigua. Del primero admiró la parte inicial de su obra, la más ambiciosa formal y conceptualmente —hasta Otro tiempo (1940), pongamos— y deploró las concesiones prosaicas de sus poemas tardíos. Con Eliot le ocurrió algo similar. En contra de lo que opinaba una mayoría de críticos —entre ellos su amigo Christopher Ricks—, Hill consideraba que Cuatro cuartetos (1943) suponía un declive en la obra de Eliot, que habría abandonado el trabajo con el lenguaje que se podía admirar hasta Miércoles de ceniza (1930) para dedicarse luego a la divulgación de la doctrina anglocatólica. Que Hill no aceptara —o no entendiera— el proceso de desposesión estilística que se observa en los Cuartetos —indisociable, por otro lado, de la vivencia religiosa que lo integra— es sintomático con respecto a su propia obra, que mantuvo siempre un juvenil y fervoroso entusiasmo por el lenguaje. En un ensayo titulado «Dividing Legacies», su particular ajuste de cuentas con Eliot, el propio Hill concluía: «Los beneficiarios residuales de Cuatro cuartetos han sido Larkin y la espiritualidad literaria anglicana, dos aparentes incompatibilidades fomentadas por una misma especie de letargo». Y en otro ensayo, «Word Value in F. H. Bradley and T. S. Eliot», Hill sostenía lo siguiente:

Es plausible pensar que, si hubiera logrado continuar la secuencia de Coriolano más allá de «Problemas de un estadista» y «Marcha triunfal» de 1931, Eliot hubiera sido dueño de un instrumento de gran alcance y resonancia con el que captar, además de su progresiva motivación confesional, la voz interior de Cyril Edward Parker y la de su propia furia irrumpiendo en el mundo público de la Marcha contra el hambre de Jarrow, la perversa locura de Múnich, el limbo de una drôle de guerre y la mil veces torpe ordalía sacrificial de los años que van de 1940 a 1945. Coriolano sigue siendo una de las grandes secuencias «perdidas» del siglo XX y Cuatro cuartetos es aún más pobre por el hecho de que Eliot la haya dejado «perder».[1]

Coriolano fue, efectivamente, una serie poética, aún escrita con el estilo brillante, elusivo y sarcástico de su primera época, que quedó interrumpida por la dedicación de Eliot al teatro. Durante la composición de los coros de La roca (1934), un apropósito teatral con finalidades didácticas, Eliot descubrió una nueva voz con la que dirigirse a un público y a la vez explorar la serie de transformaciones íntimas y espirituales que venía experimentando desde que en 1927 se había bautizado en la Iglesia anglicana, hundido en una crisis existencial que terminaría con el traumático divorcio de su primera mujer en 1933. Cuatro cuartetos es el resultado de esa metamorfosis. Para Hill, el desvío de Eliot al verso dramático produjo en su obra un lamentable «empobrecimiento del lenguaje»; absolutamente voluntario, por otro lado. En «Dividing Legacies», el ensayo antes citado, Hill resume ese tránsito diciendo que Eliot favoreció el «tono» en detrimento del «oído» —él habla de un declive del pitch al tone—. La voluntad de arengar a un auditorio con la doctrina anglicana obligó a Eliot, según Hill, a abandonar las exigencias formales que habían inspirado su poesía anterior. Se trata de una cr

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