La belleza del marido

Anne Carson

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

Si la prosa es una casa, la poesía es

un hombre corriendo en llamas a través de ella.[1]

ANNE CARSON

Aunque ella misma ha rechazado a menudo ser definida como tal, Anne Carson es ya una de las poetas anglosajonas más influyentes y rompedoras de las últimas décadas. Su obra ecléctica, mezcla de ensayo, narración y verso, ha tensado los límites de la poesía e incluso del libro, como demuestra Nox (2010), una elegía por su hermano muerto dispuesta en forma de acordeón con la reproducción xerográfica de un cuaderno lleno de notas, imágenes y pinturas. Por otro lado, en sus apariciones públicas, Carson ha querido también desafiar el concepto tradicional de conferencia o de lectura, convirtiendo sus intervenciones en algo cercano a la performance, una actitud vanguardista que la ha hecho muy popular y que contrasta con su severa formación humanística. En la década de 1970, Carson estudió clásicas en la Universidad de Toronto y luego amplió sus conocimientos de griego en la universidad escocesa de St. Andrews. En 1981 se doctoró con una tesis sobre Safo que luego sería la base de su primer libro, Eros (1986), un ensayo sobre el deseo en la literatura griega. Fue a mitad de la década de 1990 cuando su obra empezó a ser publicada, divulgada y ampliamente reconocida, gracias a títulos como Plainwater (1995), Glass, Irony and God (1995), Autobiografía de rojo (1998) u Hombres en sus horas libres (2000), aunque sin duda fue la publicación de La belleza del marido (2001) lo que la consagró internacionalmente, siendo la primera mujer en ganar el premio T. S. Eliot.[2] Su éxito como escritora no ha menoscabado sin embargo su trabajo como helenista. Hasta hace muy poco ha dado clases de literatura clásica y comparada en la Universidad de Michigan y no ha dejado de traducir a clásicos griegos como Safo, Esquilo o Eurípides, dándole a sus traducciones la misma importancia que a su propia obra, que en sí misma, por otra parte, problematiza el concepto de originalidad.

La aparente radicalidad de Anne Carson hay que tomarla, de todos modos, cum grano salis, dada la tradición en la que se inserta, llena de desafíos, desacatos y rupturas. La poesía norteamericana ya conoció a lo largo del siglo XX todo tipo de experimentos y saboteos formales, una herencia que acomoda la propuesta de Carson con una inmediatez que sería mucho más difícil en otras tradiciones. Como en todo poeta norteamericano nacido en la segunda mitad del siglo XX, algo hay en ella de Wallace Stevens y de William Carlos Williams. Su dicción antilírica recuerda a veces a la de Marianne Moore. Y sus extravíos verbales deben no poco al magma de John Ashbery. Y al mismo tiempo es verdad que resulta imposible incardinar su obra en una determinada corriente, habiendo creado ella misma un espacio de reflexión a la vez clásico e impredecible.

El subtítulo de La belleza del marido anuncia ya la peculiaridad del proyecto. Se trata de un ensayo, pero es ficticio y se organiza en veintinueve tangos. A la dimensión crítica, manifiesta en toda la obra de Carson, se le añade un elemento narrativo —ya presente en otros libros suyos, como Autobiografía de rojo, subtitulado «Una novela en verso»— que sin embargo se diluye en una alusión popular y musical como es la del tango. Como se nos dice en la contraportada original: «La belleza del marido es un ensayo sobre la idea de Keats de que la belleza es verdad y es también la historia de un matrimonio. Se cuenta en veintinueve tangos. Un tango (como el matrimonio) es algo que hay que bailar hasta el final». La historia del matrimonio se cuenta a través de diversas escenas con saltos en el tiempo y que constituyen la historia de una relación que empieza en la adolescencia, se consagra en una boda temprana y acaba en divorcio debido a las constantes infidelidades del marido. De los dos cónyuges sabemos muy poco. Nunca se citan sus nombres. Ella ha sido una joven ingenua, pero culta y aficionada a escribir. Él ha sido al parecer muy guapo —aunque nunca se nos describe su físico—, locuaz, seductor, aficionado a los juegos de guerra y perdidamente mujeriego. Se nos habla también de un tal Ray, amigo del marido y paño de lágrimas de la esposa. Toda la historia se construye a través de un espacio de intimidad en la que la voz de ella resuena en la ausencia de él, pasando del detalle episódico a la meditación moral, apoyándose a menudo en referencias literarias y filosóficas, siempre muy precisas y perfectamente engastadas en la corriente de emoción que atraviesa los poemas. Pero más que el matrimonio, el asunto que se explora en el libro es el deseo, el deseo como movimiento, indeseable en sí mismo. Eros, como ha dicho muchas veces Carson, es un verbo:

Leal a nada

mi marido. ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez

y la sentencia de divorcio llegó por correo?

La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza.

Como volvería a hacerlo

si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.

La belleza hace al sexo sexo.[3]

Es aquí donde la invocación a John Keats y su máxima «la belleza es verdad y la verdad belleza», procedente de la «Oda a una urna griega», adquiere toda su dimensión irónica. El tópico de Keats, proclamado al principio como indagación, queda matizado o incluso escarnecido por las citas del mismo poeta que Carson intercala al principio de cada poema. Son citas de obras menores, de cartas o de notas, que dan una idea de la incertidumbre o la inmadurez del propio Keats y que ponen en duda la rotundidad de su verso sobre la belleza, un verso, por otra parte, dedicado a una urna griega y por tanto a un objeto que representa un ideal perdido de perfección, un recuerdo de una época en la que los hombres convivían con los dioses y que ahora representa la evidencia de ese mundo acabado. La verdad de esa belleza ya ha muerto, parece decir Keats, acaso sin saberlo, aunque sin duda se trata de un significado posible que la helenista Carson tiene muy en cuenta para llevar a cabo su particular quest amorosa en un mundo decididamente desacralizado y vulgar.

A partir de esa desintegración romántica, Anne Carson va rastreando los residuos de verdad en el mosaico del matrimonio hecho añicos, sin dar nada por sentado, poniendo en tela de juicio la naturaleza misma del lenguaje, aceptando su propia condición femenina sin impostar en ningún momento una superioridad ideológica, diseccionando su sufrimiento, exponiendo sin pudor las motivaciones de la esposa:

Por qué la naturaleza me entregó esta criatura; no digáis que lo elegí

sino que me aventuré:

por cierta pura gravedad de la propia existencia,

¡una conspiración del ser!

Éramos quince.

Era en clase de latín, primavera tardía, al final de la tarde, perifrástica pasiva,

por alguna razón me giré en mi sitio

y ahí estaba él.

Ya sabes que dicen que un carnicero zen hace un solo corte preciso y el buey entero se derrumba

como un puzle... [4]

A la hora de romper los límites de la prosodia y la métrica propios de la lírica, Anne Carson hace de la necesidad virtud y aprovecha muy bien las lecciones a

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