Poesía reunida

Wallace Stevens

Fragmento

cap-2

 

Lo más grande de este genio es su capacidad de perderse en su objeto, su impersonalidad. Lo que Lucrecio demuestra a la humanidad es que las cosas tienen su poesía a causa de su propio movimiento y vida, y no simplemente porque nosotros las hayamos convertido en símbolos.[1]

GEORGE SANTAYANA

Todos los esfuerzos —y algunos son admirables— por reducir la poesía de Wallace Stevens a una explicación definitiva han acabado por fracasar, dándose de bruces contra un mundo de imágenes, conceptos y referencias que, si bien apunta a veces a la constitución de una cosmología o de un sistema coherente, siempre termina por desintegrarse en el último momento, resistiéndose a ceder el encanto que toda exégesis busca hurtarle.[2] Su influencia, además, ha venido siendo, a partir de su muerte en 1955, tan intensa y perdurable —sobre todo en la mejor poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, de John Ashbery a Anne Carson— que su voz se ha fundido con la de sus sucesores, con lo que aún resulta más difícil tomar la debida distancia para enjuiciar una obra tan fascinante como extraña o incluso extravagante.

La dificultad de interpretar sus poemas se agrava si tenemos en cuenta su biografía, tan hermética como muchos de sus versos. Ni siquiera en sus abundantes cartas descubrimos una voz verdaderamente desinhibida o confesional, como si siempre estuviera refugiado tras una máscara impasible, la misma que lleva en las escasas fotos que de él se conservan. «La poesía no es un asunto personal», dice uno de sus aforismos, quizá la única parte de su obra que puede leerse como una especie de diario íntimo, aunque la intimidad, en su caso, sea siempre algo frío y mental, abstracto, pero precisamente por ello muy revelador con respecto a su forma de ser. Eremita de la poesía, como se definió a sí mismo, Stevens exploró hasta el final la interiorización del mundo iniciada por los románticos, creando un universo poético que, a despecho de su complejidad, está lleno de días, de luz, de celebración y felicidad.

Su vida puede resumirse en unos pocos y lacónicos hechos. Nació el 2 de octubre de 1879 en Reading (Pennsylvania) y fue el segundo hijo de cinco hermanos en una familia tradicional y acomodada. Su madre había sido maestra y el padre era abogado y empresario. Aunque educado en el presbiterianismo —una de las ramas protestantes que tanto contribuyeron a la fundación de Estados Unidos—, Stevens fue a un colegio luterano, donde aprendió francés y alemán, lenguas que frecuentaría el resto de su vida. A principios de siglo, entre 1897 y 1900, atendió en Harvard, sin graduarse, diversos cursos sobre literatura inglesa, francesa y alemana. Y aunque no asistió a sus clases, conoció y trató allí, gracias a un compañero, al filósofo español George Santayana, cuyas ideas sobre poesía y filosofía le influyeron mucho. A la muerte de Santayana, Stevens escribió uno de sus poemas tardíos más emocionantes, insólitamente transparente, además. Después de probar un tiempo en el periodismo (es difícil imaginar un oficio menos apropiado para Wallace Stevens que el de reportero) y obligado por su padre, terminó por estudiar derecho en Nueva York, donde se graduó en 1903. Mientras empezaba a trabajar en distintos despachos de Nueva York como abogado, iniciándose en los seguros —su especialidad laboral durante toda su vida—, conoció en Reading a Elsie Kachel, con quien se casó en 1909 y que sería su mujer hasta el final. Elsie es otro de los misterios de la biografía de Stevens. Aunque era una chica excepcionalmente guapa —sirvió como modelo para una alegoría de la libertad de pensamiento acuñada en una moneda de diez centavos que circuló entre 1916 y 1945—, los padres de Stevens se opusieron al matrimonio porque pertenecía a una clase social inferior. Durante toda su vida en común, Elsie fue una persona retraída, casi una reclusa, muy hogareña, maniática del orden y la limpieza, dedicada a la jardinería y al cuidado de Holly, la única hija que tuvieron y que nació en 1924. Al parecer detestaba la celebridad de su marido y no soportaba que le hablaran de su poesía.

En 1916, Stevens se incorporó a una compañía de seguros de la ciudad de Hartford, la capital del estado de Connecticut, adonde se mudó y donde pasó el resto de sus días. En 1932, Stevens, su mujer y su hija se instalaron en una imponente casa con jardín, en el 118 de Westerly Terrace, cerca de Elizabeth Park, de donde nunca se movieron. A pesar de ser un poeta profundamente europeizado —afrancesado, sobre todo— en sus gustos y referencias, Stevens nunca salió de Estados Unidos y apenas viajó, salvo por algunos compromisos laborales en Oklahoma o Minnesota y algunas escapadas por vacaciones a La Habana, el canal de Panamá, el golfo de Tehuantepec o California, cuyos paisajes se distinguen en sus poemas más conocidos. Y a principios de invierno solía pasar unas semanas en Cayo Hueso, en Florida, donde protagonizó uno de los pocos sucesos que alteraron su aparente existencia monocorde.

En un cóctel —fue en febrero de 1936—, Stevens se encontró con una hermana de Hemingway, al que detestaba y sobre el que empezó a hablarle muy mal, hasta que la pobre mujer abandonó la fiesta llorando y fue a reunirse con su hermano, que estaba también en Cayo Hueso. Cuando se enteró, Hemingway salió a buscar a Stevens, a quien encontró a la salida del cóctel —es de suponer que algo bebido— hecho una furia y gritando que ojalá tuviera a Hemingway delante para pegarle. Stevens tenía entonces cincuenta y seis años y aunque era muy alto y de complexión fuerte, Hemingway tenía veinte años menos y era mucho más atlético. Stevens le lanzó un puñetazo pero falló el golpe y cayó al suelo. Cuando se levantó, Hemingway le dio en la cara y Stevens le devolvió el puñetazo pero se rompió la mano. Al cabo de unos días hicieron las paces. Fue su única salida de tono conocida. No deja de ser llamativo que el poeta más introvertido y sedentario quisiera romperle la cara al escritor más físico y aventurero. Parece una metáfora de la tensión entre uno y otro extremo de la literatura norteamericana.

Por lo demás, Stevens llevó una vida muy tranquila, dedicado a escribir poesía y a su trabajo en la compañía de seguros, de la que fue nombrado vicepresidente en 1934, cargo del que nunca se jubiló. Cada mañana solía ir a pie a la oficina, aprovechando los paseos para componer mentalmente sus poemas, de tal manera que en invierno, por ser el trayecto más corto, los poemas eran breves; en verano, en cambio, le salían mucho más largos. Según contaron sus colegas, fue un ejecutivo impecable y muy responsable que escribía unas cartas extraordinariamente precisas y muy claras, en contraste con la oscuridad de muchos de sus poemas. Vestido siempre con traje gris y corbata roja y con el pelo muy corto, tenía al parecer prestancia de estadista. Solía comer con algunos compañeros en el Canoe Club, con una jarra de dry martini. Y sólo en muy contadas ocasiones hacía referencia a su poesía. A un secretario que le confesó que no entendía sus poemas, le contestó: «Charlie, no hace falta que entiendas mi poesía o cualquier poesía, basta que la entienda el escritor».[3]

A diferencia de otros poetas de su generación, Stevens apenas participó en la sociedad literaria, a la que era alérgico. Tuvo contacto con William Carlos Williams y, sobre todo, con Marianne Moore, que fue la primera de sus contemporáneos en apreciar su

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