Poeta en Nueva York | Sonetos (Poesía completa 3)

Federico García Lorca

Fragmento

cap-2

PRÓLOGO

La plenitud de la poesía lorquiana

Miguel García-Posada

En los ocho, nueve últimos años de su breve existencia, Federico García Lorca alcanza una segunda y tercera madurez. A partir de la segunda mitad del veintisiete, cerrado ya el Romancero gitano y en trance de elaboración las odas, se abre a una segunda madurez, que anunciaría al poeta colombiano Jorge Zalamea:

Ahora tengo una poesía de abrirse las venas, una poesía evadida ya de la realidad con una emoción donde se refleja todo mi amor por las cosas y mi guasa por las cosas. Amor de morir y burla de morir. Amor. Mi corazón. Así es.

Enlazando con la protesta y el desgarrón doliente de los primeros versos juveniles, alumbra estos poemas, en verso y en prosa, traspasados por el dolor, la cólera y la revuelta. Nace el genuino poema en prosa lorquiano y el poeta cultiva por primera vez el verso libre (el versículo), del que se convierte en uno de los maestros fundacionales. Inspiración candente, vuelo por los territorios del irracionalismo, vuelo siempre controlado, en doble movimiento interno y externo, hacia la intimidad y hacia la proyección exterior.

La palabra lorquiana alcanza un nuevo cenit en concentración e irradiación expresiva. Todo lo que él escriba después estará en función de ese año supremo de 1929-1930. No significa que comience a declinar, como algunos han sugerido; se trata de que, tras la radical experiencia poética vivida, primero en España y después, y sobre todo, en Nueva York, la escritura de poesía será «otra cosa» para Lorca: mezcla de misterio y claridad, de luz y de sombra, de apertura y de enigma. Puede decirse que el poeta llega a dominios tan sólo suyos y donde la poesía se entrega como si se tratara de una revelación. Hay algo o mucho de experiencia sonambular en esta misteriosa y luminosa escritura última de Lorca.

 

POEMAS EN PROSA

Siete fueron los poemas madurados por el autor, dejando a un lado borradores: «Santa Lucía y San Lázaro», «Nadadora sumergida», «Suicidio en Alejandría», «Amantes asesinados por una perdiz», «Degollación de los Inocentes», «Degollación del Bautista» y «La gallina». Con ellos, el poema en prosa español deja atrás su tendencia al cuadro, al estatismo, a la contemplación ensimismada, que él mismo había cultivado, para hacerse mucho más dinámico, más narrativo. A propósito de «Nadadora» y «Suicidio» escribía que respondían a su «nueva manera espiritualista, emoción pura descarnada, desligada del control lógico, pero, ¡ojo!, ¡ojo!, con una tremenda lógica poética. No es surrealismo, ¡ojo!, la conciencia más clara los ilumina». Este espiritualismo representa la superación del conflicto entre realidad cotidiana y realidad objetiva, que tanto lo había preocupado en los años del fervor gongorino. Sucede que el poeta transfigura lo real en su intimidad. Ha quebrado ya la estética purista, cubista y gongorina, y triunfa el irracionalismo, siempre y cuando se mantenga bajo control. Pero no es sólo la escritura automática lo que separa a Lorca de los surrealistas franceses; es su creencia en el arte («Yo estoy y me siento con pies de plomo en arte», llegaría a decir), que no es un instrumento para cambiar la vida, como querían los surrealistas. El poeta no produce documentos más o menos psicoanalíticos, sino textos artísticos. En esto coincide con la mayoría de los llamados surrealistas españoles.

La ruptura con el verso era consecuencia de ese nuevo estado de creación: «... están en prosa porque el verso es una ligadura que no resisten. Pero en ellos sí notarás, desde luego —dice al crítico catalán Sebastià Gasch—, la ternura de mi actual corazón». La ternura, sí, y la guasa, y la burla de morir. Por primera vez la poesía lorquiana recurre a la ironía, no al humor risueño, sino a la ironía mordiente, al sarcasmo, a la crueldad de la mirada que se demora en la contemplación de un mundo digno de ser examinado desde esta óptica, pues es convencional hasta la exasperación, martiriza al genuino amor, destruye la inocencia, está, en fin, «putrefacto» según palabra clave del código Lorca-Dalí de estos años. Su drama amoroso de este período se refleja en «Nadadora», «Suicidio» y «Amantes» (que el poeta insertaría después en Poeta en Nueva York por su enlace con esa crisis sentimental, que cantan tantos poemas del libro). «Santa Lucía y San Lázaro» —la objetividad y la subjetividad, lo externo, lo visual, «que no ve», y el sufrimiento y la muerte— es la respuesta al dogma de la objetividad artística sustentado por Dalí y expresado en su poema «San Sebastián»: el pintor era por estas fechas una curiosa mixtura de cubismo presurrealista y materialismo. Las «Degollaciones», sobre asuntos bíblicos, enfrentan al poeta con sus obsesiones más caras: la sangre, el sexo, la muerte violenta... «La gallina» es un hermético poema sobre lo divino, tratado a modo de burla. Humor amargo el de esta voz poética. No consolará a Lorca este humor; por eso emprenderá la aventura de los poemas neoyorquinos, de donde desaparecerá ese humor cruel.

 

POETA EN NUEVA YORK

Escrito en lo sustancial el año 1929-1930, el autor distribuyó en origen la materia poética en dos libros: Poeta en Nueva York y Tierra y luna, la ciudad y la naturaleza, la crónica más o menos lírica y la preocupación de la muerte —también de la muerte moral— y sus pesadillas. A esta división responde el esquema de la conferencia Un poeta en Nueva York, que trataba de divulgar una obra sorprendente y aun desconcertante para muchos admiradores del Romancero gitano. Pero comprendió la artificialidad de la división, puesto que la suya no era la crónica a lo Paul Morand, sino la interpretación interna de un mundo distinto —«Nueva York en un poeta», como él mismo dijo—, y reunió la inmensa mayoría de los poemas en un solo libro, Poeta en Nueva York —de Tierra y luna quedó un breve resto—. Como tal volumen sólo se publicaría, ya póstumo, en 1940 y en dos ediciones, en Nueva York y en México, con algunas diferencias entre ellas, que suscitaron un debate textual, que ha zanjado de modo definitivo la aparición en México en 1998 del original, del que partieron, con diversos resultados, las dos primeras ediciones (Nueva York y México, 1940). Lorca dejó en el despacho de José Bergamín, que iba a editar el libro, y lo editaría al fin en México, un borrador incompleto, pero que admitía su reconstrucción y edición suficiente. El destino, tan trágico para el poeta, fue menos desfavorable para su libro más querido, tocado y retocado durante años y que ya podemos ofrecer al lector en edición por completo fiable.

Libro con adversa suerte crítica: «raro paréntesis de sombra» (José Bergamín), «poeta dominado. Riendas perdidas» (Rafael Alberti), «libro de los celos [de Alberti] de Federico» (Gabriel Celaya), peligroso desvío del «andaluz» Lorca, según muchos críticos, y así durante años. Pero a mediados de los sesenta, su extraordinaria imaginación e inventiva se abrieron paso de modo gradual, hasta que hoy (comienzos del siglo XXI) se ha convertido en un libro mayor de la poesía occidental contemporánea, y es considerado un prodigio de interacción e

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