Antología poética

William Butler Yeats

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

Cuando W.B. Yeats nació en Dublín el 13 de junio de 1865, el poeta irlandés más conocido tanto dentro como fuera del país era Thomas Moore (1779-1852), autor de Melodías irlandesas, canciones que alimentaron un sentimiento de nacionalidad irlandesa después de que la Ley de Unión disolviera el Parlamento dublinés en 1800. Las Melodías evocaban los esplendores marciales de la antigua raza gaélica, pero su efecto era más paliativo que incendiario, y conforme avanzó el siglo XIX el estilo conciliador de Moore fue perdiendo aceptación. Los decisivos acontecimientos en los asuntos irlandeses dependían cada vez más de lo que sucedía en las salas de reuniones del país, no de lo que sucedía en los salones ingleses. Las canciones de Moore conservaron su popularidad, pero en las cambiantes circunstancias literarias y políticas de los años noventa, la pulla de William Hazlitt de que el poeta había trocado la salvaje arpa de Erin en una caja de rapé musical era escuchada con una actitud cada vez más comprensiva. A principios del nuevo siglo, por ejemplo, James Joyce incluía en su novela Retrato del artista adolescente una escena en que el héroe pasa por debajo de la estatua de Moore en College Green y, tras observar su «servil cabeza», juzga esta representación del «poeta nacional» de Irlanda como una «indignidad».

Sin embargo, en 1939, cuando murió Yeats, lo «indómito» había ocupado el lugar de la «indignidad» como rasgo distintivo del poeta «nacional» y del papel que este desempeñaba. Desde que formuló sus ambiciones artísticas y culturales,

Quiero que sepas que a mí me tendrán

de una comunidad por fiel hermano

que para el mal irlandés endulzar

cantó son, rima, balada y relato

(«A Irlanda en los tiempos venideros»)

hasta que se despidió del mundo y se labró un epitafio en piedra «por orden suya»,

Fríos los ojos vuelve

a la muerte, a la vida.

¡No te pares, jinete!

«dominio» y «orden» caracterizaron claramente el estilo yeatsiano. Por muy inseguro que fuera el hombre en su fuero interno, la máscara externa mostraba una expresión resuelta y poco halagadora. Yeats logró crear un papel heroico para el poeta en el mundo moderno, tanto es así que la evocación de T. S. Eliot de «la sombra de algún maestro muerto» en «Little Gidding» (1943) es por lo común interpretada como un homenaje al irlandés fallecido poco antes. Y la canonización continúa. Actualmente, ya se le considere un bardo nacional o un poeta universal, Yeats es reconocido como una fuerza traducida, una energía liberada y un destino alcanzado.

De todos modos, en cuanto poeta con una marcada veta histriónica y una disposición a identificarse en el curso de su larga vida con diversas causas contrarias al populismo y al orden establecido, Yeats nunca careció de detractores. Sin embargo, desde el principio, quienes más empeñados estuvieron en desacreditar al hombre o en desmitificar al poeta nunca pudieron negar que sus compromisos eran tan desinteresados como fervientes. Ni George Moore (mayor que él) ni James Joyce (más joven) pusieron nunca en duda que el fenómeno conocido como «renacimiento literario irlandés» representaba el cumplimiento de un alto propósito artístico, si bien ambos criticaron la manera en que Yeats se alejó de tal propósito. Moore, miembro como él de la clase media, lo ridiculizó por adoptar una altivez renacentista y dejarse llevar por sus fantasías aristocráticas. A Joyce, más indigente y socialmente menos privilegiado, le enfureció, por extraño que parezca, lo que veía como la tendencia del poeta a rebajarse, y lo fustigó en su panfleto El día de la chusma (1901) por su asociación con «una plataforma de la que debería haberse mantenido alejado siquiera por respeto a sí mismo».

Joyce se refería a su asociación, desde finales de los años noventa en adelante, con las ambiciones culturales del Teatro Literario Irlandés, convertido poco después en el Teatro Abbey. De este modo, Yeats dedicaba su talento al grupo de presión nacionalista y, según Joyce, renunciaba a la posición propia del artista como solitario vigilante, ni sensible ni atento a «la emoción de la multitud». Lo que Joyce no podía saber, claro está, es que en el interior del poeta estaba creándose una energía nueva y convulsa al tiempo que el esfuerzo por vincularse a un propósito nacional —«el negocio del teatro, a cargo hombres tener»— chocaba con el impulso antitético y más poderoso de reivindicar la personalidad individual por encima de cualquier solidaridad. Pasada una década, en Responsabilidades (1914) y Los cisnes salvajes de Coole (1919), una poesía de una claridad y un distanciamiento singulares brotaría de la tensión generada entre su idea de servicio a una imaginada Irlanda nueva y su reconocimiento de los degradados principios que prefería la Irlanda en que vivía. Todo ello contribuyó al surgimiento de una nueva voz poética, intelectualmente pugnaz, emocionalmente renovada y retóricamente briosa.

La participación activa de Yeats en los movimientos políticos y culturales de la Irlanda de finales de siglo fue importante para su labor como poeta lírico. El viento entre los juncos (1899) enlazaba con las críticas y los ensayos propagandísticos de la década anterior, parte de un esfuerzo general en favor del «movimiento celta»: las cadencias de «Desea él los paños del cielo» constituían un registro distinto en una voz que se mostraba igual de capaz cuando polemizaba en la sección de cartas al director de los periódicos irlandeses que cuando lo hacía en las de los ingleses. De igual modo (aunque este aspecto sea menos conocido) su poesía se vio afectada desde mediados de los noventa en adelante por su llegada a la madurez sexual y por la plena confianza creativa que esta trajo aparejada. El aullido de la juncia y el chillido del zarapito estarían presentes en la atmósfera crepuscular del volumen de 1899, pero tras el paisaje celta de los poemas se alzaba otro muy distinto: el paisaje urbano de Bloomsbury y Tottenham Court Road, donde el poeta compró la cama de matrimonio que él y Olivia Shakespear ocuparían con enorme gozo clandestino durante el feliz año de 1896.

Y mientras tanto ahí estaba Maud Gonne, por supuesto, «solitaria y noble, y además tan severa», según uno de los poemas sobre ella, la primera en quien piensa «si oigo algún elogio», según otro, y «el trastorno de mi vida», según una famosa frase de sus Autobiografías. La pasión que inspiraba —pasión que, como lectores, experimentamos como una fuerza creativa más que como una necesidad erótica— hizo de ella una figura con una irradiación poética primordial, una Beatriz dublinesa, un arquetipo y, en igual medida, una presencia diaria. No obstante, la poesía de Yeats, sus ideas políticas y su relación con lo oculto recibieron una carga añadida de intensidad gracias a la realidad cotidiana de ella en su vida, y cuando Maud Gonne apareció en el papel protagonista de su subversiva obra Cathleen Ni Houlihan (1902), él alcanzó otro tipo de madurez. Por primera vez fue capaz de «volcarse en el presente y dominar la memoria» con una obra artística que suponía una resolución de compulsiones y tensiones internas por

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