Las flores del mal | El Spleen de París | Los paraísos artificiales

Charles Baudelaire

Fragmento

cap-1

Introducción

Hay pocos poetas cuya lectura esté tan determinada por su influencia como Baudelaire, que ha encarnado, a lo largo del último siglo, una idea de la modernidad tan reiterada y socorrida que ha terminado por vaciarse y afectar a la posteridad de su obra. Para decirlo con la metáfora de Jean Cocteau que tanta gracia le hacía a Jaime Gil de Biedma, el Génesis según Francia tendría a Baudelaire como Dios padre, a Mallarmé y Rimbaud de Adán y Eva y a Cézanne como manzana. Se trata de un tópico que hizo fortuna muy rápidamente, sobre todo en España, donde fue adoptado sin discusión por casi todos los escritores de la primera mitad del siglo XX. Y no hay duda de que la radicalidad de Baudelaire, a la hora de registrar las transformaciones provocadas por la vida urbana, apuntala, hasta cierto punto, ese lugar común, aunque para hacerse una idea de su verdadero alcance —de la originalidad y el giro que supone su poesía—, haya que mirar un poco más allá.

Hoy en día, por otra parte, la lectura de Baudelaire está más que nunca distorsionada por sus influencias, tan extendidas y generalizadas que a veces cuesta incluso detectarlas. Su influjo no es sólo evidente en el simbolismo, sino que se percibe en toda la literatura francesa posterior. En Proust, por ejemplo, cuya descripción de la ciudad —o mejor dicho de la nueva forma de habitar el mundo que supone vivir en una ciudad— fue posible sólo gracias al camino abierto por Baudelaire, lo mismo que la expresión de ciertos matices de la degradación amorosa. Se aprecia también en Céline, por mucho que él dijera. Y en Michel Houellebecq, que lo ha reivindicado como uno de sus referentes, algo por otra parte sospechosamente obvio. En Inglaterra, la influencia fue inmediata aunque un tanto distorsionada, debido a la temprana apropiación de Swinburne. Fue T. S. Eliot quien mejor supo metabolizar los aspectos fundamentales de Baudelaire y del simbolismo, infectando con ello a buena parte de la poesía anglosajona del siglo XX. A través de Eliot —a través, sobre todo, de Prufrock y otras observaciones (1917) y de La tierra baldía (1922)—, Baudelaire se oye en inglés desde W. H. Auden y Christopher Isherwood hasta Philip Larkin, John Ashbery o A. R. Ammons. Ya muy al final de su vida, Eliot resumió así su deuda con él:

Creo que en Baudelaire, antes que en ningún otro, encontré el precedente de ciertas posibilidades poéticas nunca antes desarrolladas por alguien que escribiera en mi propio idioma: las posibilidades de los aspectos más sórdidos de las metrópolis modernas, la posibilidad de una fusión entre lo sórdidamente realista y fantasmagórico, la posibilidad de yuxtaponer lo real y lo fantástico. De él, lo mismo que de Laforgue, aprendí que la clase de material que yo mismo poseía, la clase de experiencia que un adolescente podía haber tenido en una ciudad industrial de Estados Unidos, estaba en condiciones de convertirse en material poético y que la fuente de una poesía nueva podía encontrarse en lo que hasta ese momento se había entendido como lo imposible, lo estéril, lo prácticamente inabordable. Que, de hecho, la tarea del poeta era hacer poesía con los inexplorados recursos de lo no poético; que la profesión del poeta, de hecho, lo comprometía a convertir en poesía lo no poético. Todo aquello que un gran poeta puede ofrecer a un poeta más joven puede transmitirse en unos cuantos versos. Es probable que mi deuda con Baudelaire se deba fundamentalmente a media docena de versos de Las flores del mal y que lo que Baudelaire significa para mí se resuma en estos versos: «fourmillante cité, cité pleine de rêves— / Ou le spectre en plein jour raccroche le passant...».[1]

Toda poesía urbana ha sido por tanto inevitablemente baudeleriana. En España y en América latina, la influencia de Baudelaire, a través de Rubén Darío y el modernismo, fue muy poderosa pero algo superficial, quedándose en una mera imitación de tonos e imágenes a la francesa, como se observa en la obra temprana de Juan Ramón Jiménez o en la generación del 27, cuya experiencia urbana era todavía muy pobre. Los postulados, formas y maneras que todos esos poetas asumieron, más que de Baudelaire, son en realidad de sus epígonos —fundamentalmente de Rimbaud, Verlaine y Mallarmé e incluso de Paul Valéry en el caso de Jorge Guillén y Pedro Salinas. La estupefacción de Lorca en Poeta en Nueva York (1940) es la experiencia de alguien que nunca ha visto una gran ciudad y que por tanto difícilmente podría haber entendido a Baudelaire. Ni siquiera Luis Cernuda, el más inteligente de ese grupo, pudo de verdad aprovechar los matices de experiencia de Las flores del mal, escindida su obra entre esa endeble versión de la vanguardia —una especie de vago surrealismo— que hizo fortuna en el 27 —y de qué manera en Aleixandre o Emilio Prados— y la emancipación, ya en su poesía madura, de los presupuestos estéticos de su generación gracias a la lectura seria del romanticismo europeo. En la primera mitad del siglo XX quizá la única gran excepción sea, en lengua española, la de César Vallejo, cuyo milagroso vuelo lírico se alza precisamente cuando logra desprenderse de los vicios del modernismo para alumbrar una voz genuina e irreductible en la que las influencias suenan verdaderas. Por lo demás, en la poesía española tuvimos que esperar a algunos de los poetas de la generación del 50, como José Ángel Valente, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Gabriel Ferrater, para tener una lectura honda y seria de Baudelaire. Y eso fue posible porque todos esos poetas, cuando escribieron su obra madura, habían superado las limitaciones de sus mayores —el Génesis según Francia— y habían acudido al romanticismo como verdadera fuente de la modernidad.

Baudelaire no es el primer poeta moderno, sino el primer poeta que se atrevió a invertir la subjetividad romántica en esa nueva naturaleza que es la metrópolis. Aunque es un movimiento muy complejo y difícil de sintetizar, el romanticismo literario se caracteriza por el extrañamiento del hombre frente a la naturaleza —la divinidad, para entendernos—, de tal manera que la experiencia del mundo ya no es universal y teocéntrica sino individual, antropocéntrica y problemática. En literatura eso quiere decir que un poema deja de ser la expresión privilegiada de una idea común —el amor, Dios, la guerra o la muerte— para convertirse en una exploración imaginada de unos hechos —un paseo por el campo, un enamoramiento, una pérdida— de los que se derivan interpretaciones secundarias e imprevistas. Los románticos ingleses, por ejemplo —sobre todo Wordsworth y Coleridge y sus homólogos en pintura, que son Turner y Constable—, se obsesionan con la naturaleza porque están a punto de perderla y la contemplan con el mismo fervor y el mismo dolor que Swann —por poner una metáfora tomada de En busca del tiempo perdido— cuando va a besar a Odette por primera vez y se dice que ya nunca más la podrá ver del mismo modo, intocada e inalcanzable. Hölderlin, a caballo entre el clasicismo y el romanticismo, ve la naturaleza como un espacio donde los dioses han desaparecido y el hombre debe acostumbrarse al abandono, rastreando las huellas de lo sagrado. Para Leopardi, en cambio, la naturaleza es una madrastra que desprecia el dolor de sus hijos. Baudelaire tuvo la suerte, por decirlo de alguna manera, de que los románticos franceses —Lamartine, Alfred de Vigny o

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