El cuervo y otros textos poéticos

Edgar Allan Poe

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

POE Y SU HERENCIA:

LA SUSTANCIA DE LA NUEVA POESÍA

En los últimos años de su vida, cuando Edgar Allan Poe era ya un escritor famoso, escribió algunos breves ensayos sobre poesía, dos de los cuales alcanzarían tanta trascendencia como sus versos: «Filosofía de la composición» (1846) y «El principio poético» (pronunciado como conferencia en Richmond poco antes de su muerte y publicado, ya póstumo, en 1850). Para ser más precisos: es la conjunción de los versos y de esas reflexiones sobre poesía la que alcanzó una posteridad que dura hasta hoy. Esa obra iba a tener una extraordinaria repercusión en la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, primero en Francia y, desde allí, en todo Occidente. De hecho, la lectura, traducción e interpretación de Poe son a tal punto consustancial a las poéticas de Baudelaire y de Mallarmé —y, más tarde, de Paul Valéry— que sin ellos el simbolismo —y sus derivas en el siglo XX, que son fundamentales— habría carecido de uno de sus principales sustentos teóricos: la del poema elaborado a conciencia, según un trabajo minucioso, en el que la espontaneidad de la emoción o del sentimiento no tienen un papel preponderante. Ni la voz de Henry Longfellow, que va de lo melodioso a lo épico, ni la majestuosa de William Cullen Bryant, poetas contemporáneos de Poe y a quienes en «El principio poético» cita como ejemplo, alcanzarían en las décadas siguientes la importancia de «El cuervo», apoyada en ese aparato teórico que su autor creó ad hoc.

Longfellow era el poeta más famoso de su tiempo en Estados Unidos, aunque Poe le dedicó un ensayo en el que vaticinaba la no perdurabilidad de su obra, debido a los «múltiples errores nacidos de la afectación y de la imitación» y a su «concepción por completo errónea de las finalidades de la poesía». Una concepción dominada por el «didactismo», cuando, en verdad, «la poesía es una respuesta a una demanda natural e incontenible. Siendo el hombre quien es, jamás existió un tiempo desprovisto de poesía. Su primer elemento es la sed de una BELLEZA suprema». Este juicio, la idea de que el arte, si quiere ser plenamente tal, no está al servicio de nada pues es un fin en sí mismo, puede parecernos hoy una obviedad. El hecho es que nadie antes de Poe, en América, se había atrevido a rechazar, con argumentos, el mandato preceptivo, civilizador y pedagógico del arte, a afirmar que «la Belleza es el único territorio legítimo del poema». En todo caso, Longfellow, que sobrevivió a Poe por más de treinta años, no le guardó rencor. Dijo de él que «su verso exhala una melodía de particular encanto, una atmósfera de verdadera poesía que nos impregna por completo. La aspereza de su crítica nunca la he atribuido sino a la irritabilidad de un temperamento ultrasensible, exasperado ante cualquier manifestación de falsedad».

Las poéticas americanas —de todo el continente— permanecieron dominadas largamente por el ideal ilustrado y neoclásico, que convenía a la concepción de que, en repúblicas recientes y en naciones aún en estado de formación, el arte debía cumplir una función social, instructiva y transmisora de valores civiles. Poe fue el primer poeta autónomo, y por eso mismo el fundador de una obra libre de improntas edificantes. La literatura era para él un ámbito absoluto, no subordinado a ningún otro, fuera político o ético. Buena parte de los ataques que recibió en vida provinieron de la intolerancia hacia esta idea. A la vez, también a esa convicción, y a su puesta en práctica, se debe buena parte de su posteridad. En un mundo cada vez más lleno de cosas útiles (incluido el tiempo, incluido el tiempo del ocio), el arte debía ser el reino de lo bello sin funciones ulteriores. Poe no afirma, como el parnasiano Théophile Gautier, que toda cosa bella es necesariamente inútil y viceversa («el lugar más útil de una casa son las letrinas», escribió Gautier), pero se opone a la necesidad de que un poema esté obligado a alguna forma de utilidad directa: «El Intelecto se ocupa de la Verdad, el gusto nos informa acerca de la Belleza y el Sentido Moral se ocupa del Deber. Acerca de este último, mientras la Conciencia enseña la obligación, y la Razón, la conveniencia, el Gusto se contenta con mostrar el encanto: librando una guerra contra el Vicio por la única razón de su deformidad —su desproporción—, su enemistad con lo adecuado, lo apropiado, lo armonioso; en una palabra, con la Belleza».

Era imposible que una inteligencia crítica semejante y una infalible claridad a la hora de exponerla no le trajeran enemigos. Baudelaire, que tantas veces parece pensar en sí mismo cuando se refiere a Poe, lo ve en «una guerra infatigable contra los razonamientos falsos, los pastiches estúpidos, los solecismos, los barbarismos, contra todos los delitos literarios que se cometen a diario en los periódicos y en los libros». Y, por cierto, cómo no ver al propio Baudelaire en este retrato que hace del autor de «El cuervo», hombre refinado cuyo genio lo condena a vivir en una abyecta indigencia: «Vestido con una levita que dejaba ver su burda trama, y que estaba, según táctica bien conocida, abotonada hasta la barbilla [para que no se notara que su camisa, en caso de llevarla, estaba aún en peor estado], con pantalones harapientos, botas destrozadas bajo las cuales no había evidentemente medias y, a pesar de todo, con un aire altivo, finos modales y ojos chispeantes de inteligencia». Esta combinación de talento y superioridad intelectual con pobreza lamentable e imposibilidad de acomodarse a la vida burguesa se denominó «poeta maldito». Baudelaire, que fue el decano de esa estirpe, veía en Poe a su ascendiente, también en eso. Y, entre los nuestros, y puesto que pronto hablaremos de él, ¿acaso Rubén Darío, cuya trayectoria estuvo, en buena medida, marcada por su voluntad de librarse de las únicas posibilidades que parecían regir su destino —aceptar el mecenazgo de sátrapas de todo el subcontinente («escribir sonetos a tigres y caimanes con charreteras», dice Octavio Paz) o la completa miseria—, no se enorgullecía de sus «manos de marqués»?

Hasta la progresiva consagración de Walt Whitman, solo diez años más joven que Poe pero cuya obra no empezaría a ser conocida fuera de Estados Unidos hasta principios del siglo XX, tras la edición definitiva de Leaves of Grass, no habrá otro poeta estadounidense que tenga la presencia y la importancia de Poe. La impronta de Whitman es central en la poesía del continente americano en el siglo XX: está en Pound y en Wallace Stevens, está en el erotismo oscuro del Neruda de Residencia en la tierra y en los versículos de Juan L. Ortiz, y en muchos otros. En cambio, en Europa su huella es dispersa: aparece en las odas de Álvaro de Campos, en los versos desbordantes de Paul Claudel, en la épica (psíquica) de SaintJohn Perse. La de Poe, en cambio, es algo más que una influencia: es una sustancia que, desde su irradiación francesa, permea a tal punto la poesía moderna que su presencia es

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